Выбрать главу

En la habitación amplia, apacible, había sombra y silencio. Shevek miró en torno, el doble arco perfecto de las ventanas, el leve centelleo de los ribetes del entarimado en la creciente oscuridad, la curva saliente, borrosa de la chimenea de piedra, la admirable proporción de los artesones murales. Era una habitación hermosa y humana. Una habitación muy antigua. La Residencia de los Decanos, le habían explicado, había sido construida en el año 540, hacía cuatrocientos cincuenta años, doscientos treinta años antes de la Colonización de Anarres. Mucho antes de que naciera Odo, generaciones de sabios y eruditos habían vivido, trabajado, hablado, pensado, dormido, muerto en esta habitación. Durante siglos, las armonías numéricas habían flotado por encima de la hierba, a través del bosquecillo. He estado aquí durante mucho tiempo, le decía a Shevek, y todavía estoy aquí. ¿Qué haces tú aquí?

Shevek no tenía respuesta. No tenía derecho a la gracia y la generosidad de este mundo, conquistadas y mantenidas merced al trabajo, la devoción, la lealtad. El Paraíso es para quienes construyen el Paraíso. El no era de aquí. Era un hombre de frontera, de una casta que había renegado del pasado, de la historia. Los Colonizadores de Anarres que volvieron la espalda al Viejo Mundo y al pasado, habían elegido el futuro. Pero tan inevitablemente como el futuro se convierte en pasado, el pasado se convierte en futuro. Renegar del pasado no es triunfar. Los odonianos que abandonaron Urras habían cometido un error, aquel coraje desesperado había sido un error, el error de renegar de la historia, de renunciar a la posibilidad del retorno. El explorador que no vuelve, o que no envía de regreso sus naves para que cuenten lo que ha visto, no es un explorador, es un aventurero, y sus hijos nacen en el exilio.

Shevek había venido para amar a Urras, pero ¿qué tenía de bueno ese amor anhelante? No era parte de Urras. Tampoco era parte del mundo en que había nacido.

Aquel sentimiento de soledad, la certeza del aislamiento, que había experimentado a bordo del Alerta en las primeras horas, volvía a poseerlo, a crecer en él, a imponérsele como su condición verdadera, ignorada, reprimida, pero absoluta.

Estaba solo aquí, pues venía de una sociedad que había elegido el exilio. Y también en su mundo había estado siempre solo, porque él mismo se había exiliado del resto de la sociedad. Al marcharse, los Emigrantes habían dado un paso, sólo uno. Él había dado dos. Y estaba solo, solo consigo mismo, pues había decidido correr el riesgo de la aventura metafísica.

Y había estado bastante loco como para creerse capaz de unificar dos mundos a los que él no pertenecía.

Allá, afuera, vio el azul del cielo nocturno. Por encima de la vaga oscuridad del follaje y de la torre de la capilla, por sobre la línea oscura de las colinas, que en la noche parecían más sombrías y remotas, asomaba un resplandor, una claridad que se expandía suave, luminosa. Sale la luna, pensó, con un sentimiento de gratitud ante algo que le era Familiar. No hay rupturas en la totalidad del tiempo. De niño había visto cómo salía la luna desde la ventana del domicilio en los Llanos, junto a Palat; la había visto cómo asomaba por encima de las colinas de la adolescencia; sobre las llanuras resecas de La Polvareda; por encima de los tejados de Abbenay, contemplándola junto con Takver.

Pero aquélla no era la misma luna.

Alrededor se movían las sombras, pero él continuaba sentado e inmóvil mientras el plenilunio de Anarres trepaba por encima de las colinas extrañas, moteado de castaño v de un azul blanquecino, radiante. La luz de su mundo le colmaba las manos vacías.

4

Anarres

El sol del oeste brilló en la cara de Shevek y lo despertó cuando el dirigible, volando sobre el último paso elevado del Ne Theras, se volvió hacia el sur. Había dormido casi todo el día, el tercero del largo viaje. La noche de la fiesta de despedida había quedado atrás, a medio mundo de distancia. Bostezó y se frotó los ojos y sacudió la cabeza tratando de sacarse de los oídos et zumbido profundo del dirigible, y de pronto, ya del todo despierto, se dio cuenta de que el viaje estaba a punto de acabar, de que se estaban aproximando a Abbenay. Apretó la cara contra la ventanilla polvorienta, y como lo había imaginado, allá en el fondo, entre dos cerros rojizos de herrumbre vio un gran campo amurallado, el Puerto. Miró con atención, tratando de ver si había en la pista una nave del espacio. Por despreciable que fuera Urras, era otro mundo, y él deseaba ver una nave venida de otro mundo, un viajero que hubiese atravesado el abismo seco y terrible, un objeto construido por manos extrañas. Pero en el Puerto no había ninguna nave.

Los cargueros de Urras llegaban sólo ocho veces al año, y se quedaban apenas el tiempo que tardaban en cargar y descargar. No eran visitantes bienvenidos. Eran en verdad, para algunos anarresti, una humillación perpetuamente renovada.

Traían aceites fósiles y productos derivados del petróleo, piezas mecánicas delicadas y elementos electrónicos que la industria anarresti no estaba en condiciones de proporcionar, a menudo alguna nueva cepa de árboles frutales o de plantas gramíneas. Y regresaban a Urras cargadas hasta el tope de mercurio, cobre, aluminio, uranio, estaño y oro. Era, para ellos, un negocio pingüe. La distribución de tales cargamentos ocho veces al año constituía la función más prestigiosa del Consejo Urrasti de Gobiernos Mundiales, y el acontecimiento más importante en el mercado de valores urrasti. En la práctica, el Mundo Libre de Anarres era una colonia minera de Urras.

Una práctica exasperante. Generación tras generación, año tras año, en los debates de la CPD en Abbenay se alzaban protestas airadas:

—¿Por qué persistir en estas transacciones comerciales con un propietariado aprovechado y belicista? —Y la respuesta de las mentes más serenas se repetía una y otra vez:

—A los urrasti les costaría mucho más extraer ellos mismos los minerales; por lo tanto no nos van a invadir. Pero si violamos ese convenio de trueque recurrirán a la fuerza.

—No es fácil, sin embargo, para gente que nunca ha pagado nada con dinero, entender la sicología del costo, el argumento del mercado. Siete generaciones de paz no habían borrado esta desconfianza.

De modo que para ocupar los puestos de trabajo denominados de Defensa nunca había necesidad de reclutar voluntarios. La mayor parte de las tareas de Defensa eran tan tediosas que en právico, en cuya lengua una misma palabra designaba el trabajo y el juego, no se las llamaba sino kleggicb, faena. Los trabajadores de las cuadrillas de Defensa tripulaban las doce anticuadas naves interplanetarias, conservándolas carenadas y en órbita como una red protectora; mantenían antenas de radar y radiotelescópicas en los parajes solitarios; llevaban a cabo las aburridas tareas del Puerto. Y sin embargo siempre había una lista de espera. El joven anarresti, por muy contagiado que estuviera de esta moral pragmática, rebosaba de vida, y esa vida reclamaba altruismo, abnegación, la aptitud del gesto absoluto. La soledad, la vigilia, los peligros, las naves del espacio tenían para él una atracción romántica. Fue puro romanticismo lo que hizo que Shevek siguiera con la nariz aplastada contra la ventanilla hasta que el Puerto vacío desapareció por detrás del dirigible, dejándole la amarga decepción de no haber atisbado en la pista ni un mísero carguero de minerales.