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Bostezó otra vez, y se desperezó, y miró afuera, hacia adelante, dispuesto a ver lo que había que ver. El dirigible volaba ahora por encima de las últimas serranías del Ne Theras. Ante él, ensanchándose hacia el sur desde las estribaciones de las montañas, resplandeciente al sol del atardecer, se extendía una ancha franja de verdor.

La contempló maravillado, tan maravillado como la contemplaran, seis mil años atrás, los antecesores de los anarresti.

En Urras, durante el Tercer Milenio, los sacerdotes-astrónomos de Serdonou i Dhun, observando que las estaciones modificaban la atezada luminosidad del Otro Mundo, les habían puesto nombres místicos a aquellas llanuras y cadenas de montañas, y a los mares en que se reflejaba el sol. A una región que reverdecía antes que todas las demás en el año nuevo lunar la llamaron Ans Hos, el Jardín del Espíritu: el Edén de Anarres.

En milenios ulteriores los telescopios les revelaron que no se habían equivocado. Ans Hos era sin lugar a dudas el paraje más favorecido de Anarres; y en el primer viaje tripulado a la luna habían descendido allí, en aquella franja verde entre las montañas y el mar.

Pero descubrieron que el Edén de Anarres era seco, frío y ventoso, y el resto del planeta más inhóspito aún. Allí la vida no había producido formas más evolucionadas que los peces y unas plantas sin flores. El aire era enrarecido, como el de las grandes alturas de Urras. El sol quemaba, el viento helaba, el polvo sofocaba.

Durante doscientos años después del primer aterrizaje, Anarres fue explorado y estudiado, pero no colonizado. ¿Para qué mudarse a un desierto de aullidos cuando había sitio en abundancia en los benignos valles de Urras?

Pero había minerales. Las eras de auto-expoliación del Noveno Milenio y de comienzos del Décimo habían agotado las reservas, y cuando las naves cohete fueron perfeccionadas se comprobó que era más barato obtener los metales necesarios de las minas de la luna que de la ganga o el agua marina de Urras. En el año urrasti IX-738 se fundó una colonia al pie de las Montañas Ne Theras, de donde se extraía mercurio, en el antiguo Ans Hos. La llamaron Ciudad Anarres. No era una verdadera ciudad, no había mujeres. Los hombres trabajaban durante dos o tres años como mineros o técnicos, y luego volvían a casa, al mundo verdadero.

La Luna y sus minas estaban bajo la jurisdicción del Consejo de Gobiernos Mundiales, pero en un sitio del hemisferio oriental de la Luna la nación de Thu tenía un pequeño secreto: un aeropuerto y una colonia de mineros de oro, con mujeres e hijos. Esta gente vivía en la Luna, pero nadie lo sabía excepto el gobierno de Thu. Fue la caída de ese gobierno en el año 771 lo que llevó a que el Consejo de Gobiernos Mundiales propusiera ceder la Luna a la Sociedad Internacional de Odonianos, librándose así de ellos a cambio de un mundo, antes que socavaran irremisiblemente la autoridad de la ley y la soberanía nacional de Urras. La ciudad de Anarres fue evacuada, y hubo tumultos en Thu y fue necesario enviar precipitadamente un par de cohetes en busca de los mineros clandestinos. No todos eligieron regresar. Algunos le habían tomado cariño al desierto rugiente.

Durante más de veinte años las doce naves cedidas a los Colonos Odonianos por el Consejo de Gobiernos Mundiales fueron de uno a otro mundo a través del abismo seco, hasta que transportaron al millón de almas que habían elegido una nueva vida. A partir de entonces el puerto quedó cerrado a la inmigración, y abierto sólo a las naves de carga bajo el Convenio de Trueque. La ciudad de Anarres tenía a la sazón unos cien mil habitantes, y ahora se llamaba Abbenay, que en la nueva lengua de la nueva sociedad significaba Mente.

La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transpones, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.

Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso cíe Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo pre-urbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo. Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.

Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.

Oh hija Anarquía, promesa infinita, desvelo infinito, yo escucho, escucho en la noche, junto a la cuna profunda como la noche, atiendo a la criatura.

Pío Atean, que había adoptado el nombre právico de Tober, había escrito estos versos en el año catorce de la Colonia. Los primeros intentos de los odonianos por dar a la poesía un nuevo lenguaje, un mundo nuevo, habían sido torpes, desmañados, conmovedores.

Y ahora Abbenay, la mente y el centro de Anarres, estaba allí, delante del dirigible, sobre la amplia llanura verde.

Aquel verde brillante y profundo de los campos no era obviamente un color natural en Anarres. Sólo aquí y en las costas cálidas del Mar de Keran florecían las semillas del Viejo Mundo. En todo el resto del planeta los granos que predominaban eran el holum rastrero y la hierbamene pálida.

Cuando Shevek tenía nueve años se había ocupado en la escuela, durante varios meses, de cuidar las plantas ornamentales de la comunidad de los Llanos, delicadas y exóticas, y que necesitaban que se las aumentase y les diera el sol, como si fueran bebés. Había ayudado a un anciano en aquella tarea apacible y exigente, y se había encariñado con el hombre y con las plantas, y con la tierra y con el trabajo. Cuando vio el color de la Llanura de Abbenay se acordó del anciano, y del olor del abono de aceite de pescado, y del color de los primeros retoños en las ramas pequeñas y desnudas, aquel verde claro y vigoroso.

Y mientras el dirigible se acercaba vio a la distancia entre el vívido verde de los prados una larga extensión de blancura, que se quebraba en cubos, como sal derramada.