De pronto un racimo de destellos deslumbradores se alzó en la orilla oriental de la ciudad y Shevek parpadeó y durante un momento vio unas manchas oscuras: los grandes espejos parabólicos que proporcionaban calor solar a las refinerías de Abbenay.
El dirigible se posó en una estación de cargas en el extremo sur, y Shevek echó a andar por las calles de la ciudad más grande del mundo.
Eran calles anchas, limpias. No había sombra en ellas, pues Abbenay estaba a menos de treinta grados al norte del ecuador y todos los edificios eran bajos, excepto las torres recias y delgadas de las turbinas de viento. El sol brillaba blanco en un cielo duro, sombrío, de un azul violeta. El aire era limpio y transparente, sin humo ni humedad. Todo era nítido, luminoso, de contornos y ángulos definidos. Las formas se destacaban claramente unas de otras.
Los elementos que componían Abbenay eran los mismos que los de cualquier otra comunidad odoniana, repetidos muchas veces: talleres, fábricas, domicilios, dormitorios, centros de aprendizaje, salas de reuniones, centros de distribución, apeaderos, refectorios. Los edificios más grandes estaban casi siempre agrupados alrededor de manzanas abiertas, que daban a la ciudad una textura celular básica: había una sub-comunidad o un vecindario detrás de otro. La industria pesada y la de alimentos tendían a agruparse en las afueras, y allí se repetía la configuración celular, pues las industrias emparentadas se encontraban a menudo lado a lado en una manzana o una calle determinada. El primero de esos sectores que Shevek atravesó era el distrito textil, con almacenes de fibras de holum, hilanderías y tejedurías, fábricas de tinturas, y distribuidoras de telas y vestidos; en el centro de cada manzana había un pequeño bosque de estacas, empavesadas de arriba abajo con banderines y gallardetes de todos los colores del arte de la tintorería, que proclamaban con orgullo la excelencia de la industria local. Los edificios de la ciudad eran casi todos muy semejantes, sin adornos, sólidamente construidos con piedra o piedra espuma fundida. Algunos de ellos parecían muy grandes a los ojos de Shevek, pero casi todos eran de una sola planta, a causa de los frecuentes terremotos. Por la misma razón las ventanas eran pequeñas, y de un plástico de siliconas resistente e irrompible. Eran pequeñas, pero numerosas, pues desde una hora antes de la salida del sol hasta una hora después del crepúsculo no había luz artificial. Tampoco se suministraba calor cuando la temperatura al aire libre era superior a los once grados centígrados. No porque en Abbenay escasearan las fuentes de energía, con las grandes turbinas de viento y los generadores terrestres de temperatura diferencial, utilizados para la calefacción; pero el principio de economía orgánica era demasiado importante e influía profundamente en la ética y la estética de la sociedad. «Todo exceso es excremento», había escrito Odo en la Analogía. «El excremento retenido envenena el cuerpo.»
Abbenay era una ciudad sin venenos: una ciudad desnuda, luminosa, de colores claros y definidos, y de aire puro. Era una ciudad apacible. Uno podía verla toda, extendida y llana como sal derramada.
No había nada oculto.
Las plazas, las calles austeras, los edificios bajos, los talleres sin muros, estaban colmados de vitalidad y actividad. Mientras caminaba, Shevek sentía la presencia de otra gente, gente caminando, trabajando, conversando, rostros que pasaban, voces que llamaban, cuchicheaban, cantaban, gente viva, gente que hacía cosas, gente en movimiento. Las fachadas de las fábricas y talleres daban a las plazas o a los patios, y las puertas estaban abiertas. Cuando pasó por una fábrica de vidrio, el operario estaba sacando del horno una gran burbuja derretida, con la misma naturalidad con que un cocinero sirve la sopa. Al lado de la vidriería había un taller abierto donde fundían piedra espuma para la construcción. La capataz de la cuadrilla, una mujer corpulenta que vestía un blusón de trabajo, blanco de polvo, observaba la preparación de una tirada con un torrente de palabras turbulento y espléndido. Luego venía una pequeña fábrica de alambre, una lavandería de barrio, el taller de un violero donde se construían y reparaban instrumentos de música, la distribuidora de artículos menudos del distrito, un teatro, una fábrica de tejas. La actividad que se desplegaba en cada lugar era fascinante, y la mayor parte a la vista de todos. Los niños iban y venían, algunos participando del trabajo junto con los adultos, otros éntrelos pies de los transeúntes modelando pasteles de barro, o jugando en la calle; una niña encaramada en el tejado de un centro de aprendizaje hundía la nariz en un libro. El fabricante de alambre había ornamentado la fachada del establecimiento con unas enredaderas de alambre pintado, alegre y decorativo. Las ráfagas de vapor y de conversación que exhalaban las puertas abiertas de la lavandería eran anonadantes. Ninguna puerta tenía llave, pocas estaban cerradas. No había disfraces ni anuncios. Todo estaba allí, todo el trabajo, toda la vida de la ciudad, al alcance de la vista y de la mano. Y de tanto en tanto un artefacto descendía a la carrera por la Calle de los Apeaderos, haciendo sonar una campana, un vehículo atiborrado de gente, gente colgada todo alrededor, mujeres viejas que maldecían enérgicamente cuando no aminoraba la marcha en algún apeadero para que pudieran descender, un niñito montado en un triciclo de fabricación casera que perseguía al vehículo frenéticamente, chispas eléctricas que derramaban una lluvia azul desde lo alto en los cruces de los cables: como si de tanto en tanto aquella serena e intensa vitalidad de las calles se sobrecargara, y saltara el vacío con un estallido, un chisporroteo azul y el olor del ozono. Aquellos eran los autobuses de Abbenay, y cuando pasaban uno sentía deseos de aplaudir.
La Calle de los Apeaderos terminaba en una plaza espaciosa y abierta, y allí otras cinco calles confluían en un parque triangular de césped y árboles. La mayoría de los parques de Anarres eran patios de tierra o arena, con alguna plantación de arbustos y árboles holum. Este era diferente. Shevek cruzó el pavimento y entró en el parque. Lo había visto a menudo en imágenes, y quería observar de cerca aquellos árboles de otro mundo, los árboles urrasti, de verdor multitudinario. Caía el sol, el cielo ancho y abierto se ensombrecía de púrpura en el cenit, y la oscuridad del espacio aparecía ya a través de la atmósfera ligera. Alerta, cauteloso, se internó bajo los árboles. ¿No era un despilfarro esas hojas apretadas? El holum, el árbol, crecía y prosperaba con espinas y agujas, nunca excesivas. Toda esta extravagante profusión de hojas ¿no era mero exceso, excremento? Estos árboles no podían crecer y florecer sin un suelo rico, sin un riego constante y cuidados extremos. Toda esa lujuria, tanto derroche le pareció ofensivo. Caminó entre los árboles, a la sombra de los árboles. El césped extraño era elástico bajo los pies. Era como caminar sobre carne viva. Con un sobresalto, retrocedió al sendero. Los brazos oscuros de los árboles se alargaban hacia él, agitaban por encima una multitud de manos anchas y verdes. Un temor reverente lo sobrecogió. Adivinó que había sido bendecido, aunque él no había pedido esa bendición.
Un poco más adelante, en la penumbra crepuscular del sendero, alguien leía sentado en un banco de piedra.
Shevek se aproximó con lentitud. Llegó hasta el banco y se detuvo a contemplar la figura sentada, con la cabeza inclinada sobre el libro en la dorada media luz del sendero, bajo los árboles. Era una mujer de cincuenta o sesenta años, vestida de una manera extraña, el pelo tirante recogido en la nuca. La mano izquierda sobre la barbilla le ocultaba casi por completo la boca severa, la derecha sujetaba los papeles que tenía en el regazo. Eran pesados, aquellos papeles; pesada era también la mano que los sostenía. La luz se extinguía rápidamente, pero ella no levantaba la cabeza. Seguía leyendo las pruebas de El Organismo Social.