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Shevek contempló a Odo durante un rato, y luego se sentó en el banco junto a ella. No sabía nada de prioridades jerárquicas, y en el banco había sitio de sobra. Sólo buscaba un poco de compañía.

Observó el perfil fuerte, triste, y las manos, las manos de una mujer anciana. Alzó los ojos y miró el ramaje umbrío. Por primera vez comprendía que Odo, cuyo rostro había conocido desde la infancia, cuyas ideas ocupaban un sitio central y permanente en los pensamientos de él mismo y de todos sus amigos, que Odo nunca había puesto los pies en Anarres: que había vivido, y había muerto, y había sido enterrada a la sombra de los árboles verdes, en ciudades inimaginables, entre gentes que hablaban lenguas desconocidas, en otro mundo. Odo era una extraña: una exiliada.

Permaneció sentado junto a la estatua en el crepúsculo, casi tan inmóvil como ella.

Por fin, al advertir que oscurecía, se levantó y se internó otra vez en las calles, y preguntó la dirección del Instituto Central de Ciencias.

No quedaba lejos; llegó a él poco después de que se encendieran las luces. En la pequeña oficina de la entrada había una bedel, o una portera, leyendo. Shevek tuvo que golpear la puerta abierta para atraer la atención de la mujer.

—Shevek —dijo.

Era costumbre en Anarres que al entablar conversación con un desconocido se le ofreciera el nombre de uno como una especie de mango, para que se aferrase a él. No había muchos otros mangos disponibles. No había rangos, ni términos de jerarquía, ni fórmulas convencionales y respetuosas de salutación.

—Kokvan —respondió la mujer—. ¿No tenía que haber llegado ayer?

—Hubo un cambio en el itinerario del dirigible-carguero. ¿Hay alguna cama libre en alguno de los dormitorios?

—La número 46. Cruzando el patio, el edificio de la izquierda. Aquí hay una nota de Sabul. Dice que vaya a verlo por la mañana en el Gabinete de Física.

—¡Gracias! —dijo Shevek, y cruzó a paso largo el ancho patio pavimentado balanceando en una mano el equipaje: un gabán de invierno y un par de botas de repuesto. Alrededor del patio cuadrangular las luces de los cuartos estaban todas encendidas. Había un murmullo, una presencia humana en esa quietud. Algo se movía en el aire límpido, sutil de la noche ciudadana, una impresión de drama, de promesas.

El horario de la cena no había terminado aún, y fue a dar una vuelta por el refectorio del Instituto a ver si encontraba algo que comer. Descubrió que ya habían incluido su nombre en la lista regular, y la comida le pareció excelente. Hasta postre había, compota de frutas en conserva. A Shevek le encantaban los dulces, y como era uno de los últimos comensales y quedaba fruta en abundancia, se sirvió un segundo plato. Comía solo en una mesa pequeña. En otras próximas, más grandes, grupos de jóvenes en charlas de sobremesa; oyó discusiones sobre el comportamiento del argón a temperaturas muy bajas, el comportamiento de un profesor de química en un coloquio, las curvaturas putativas del tiempo. Algunos lo miraban de reojo; no se acercaban a hablarle como lo haría la gente de una comunidad pequeña con un desconocido; y sin embargo las miradas no eran hostiles, un poco desafiantes, quizá.

Encontró el cuarto 46 en un corredor largo de puertas cerradas. Las habitaciones, evidentemente, eran individuales, y se preguntó por qué la bedel lo habría mandado allí. Desde sus dos años de edad siempre había vivido en dormitorios, en habitaciones de cuatro a diez camas. Llamó a la puerta del 46. Silencio. La abrió. Era un cuarto pequeño, escasamente iluminado por la luz del corredor, y no había nadie en él. Encendió la lámpara. Dos sillas, un escritorio, una gastada regla de cálculo, unos cuantos libros, y prolijamente doblada sobre la plataforma de la cama, una manta anaranjada tejida a mano. Alguien vivía allí; la bedel se había equivocado. Cerró la puerta. La abrió otra vez y apagó la lámpara. Sobre el escritorio debajo de la lámpara había una nota, garrapateada en un trozo de papeclass="underline" «Shevek, Gab. Física, mañana 2-4-1-154. Sabul».

Puso el gabán sobre una silla, las botas en el suelo. Se detuvo un momento a leer los títulos de los libros, manuales clásicos de física y matemáticas, encuadernados en verde, con el Círculo de la Vida estampado en las cubiertas. Colgó el gabán en el armario y guardó las botas. Corrió con cuidado la cortina del armario. Cruzó la habitación hasta la puerta: cuatro pasos. Allí se detuvo, vacilante, un minuto más, y entonces, por primera vez en su vida, cerró la puerta de su propio cuarto.

Sabul era un hombre pequeño, rechoncho y desaliñado, de unos cuarenta años. El vello facial era en él más oscuro e hirsuto que en el común de la gente, y se alargaba en el mentón en una barba espesa. Vestía una túnica de abrigo, que quizás venía usando desde el invierno anterior: los bordes de las mangas estaban negros de suciedad. Parecía estar siempre de malhumor. Y así como escribía sus mensajes en pedazos de papel, se expresaba también en pedazos. Y gruñía al hablar.

—Tienes que aprender iótico —le gruñó a Shevek.

—¿Aprender iótico?

—Dije aprender iótico.

—¿Para qué?

—¡Para poder leer a los físicos urrasti! Atro, To, Baisk, esos hombres. Nadie los ha traducido al právico, nadie podría. Seis personas tal vez, en Anarres, son capaces de comprenderlos. En cualquier lengua.

—¿Cómo puedo aprender iótico?

—¡Con un diccionario y una gramática!

Shevek no se inmutó.

—¿Dónde puedo encontrarlos?

—Aquí —gruñó Sabul. Revolvió los desordenados estantes de libros pequeños, encuadernados en verde. Se movía con brusquedad, como irritado. En uno de los estantes inferiores encontró dos gruesos volúmenes sin encuadernar y los dejó caer de golpe sobre la mesa.

—Avísame cuando estés en condiciones de leer a Atro en iótico. No puedo hacer nada contigo hasta entonces.

—¿Qué clase de matemáticas usan esos urrasti?

—Ninguna que tú no puedas manejar.

—¿Hay alguien aquí trabajando en cronotopología?

—Sí, Turet. Puedes consultarlo. No necesitas asistir a los cursos.

—Pensaba asistir a las clases de Gvarab.

—¿Para qué?

—Los trabajos de ella en frecuencia y ciclo…

Sabul se sentó y se incorporó otra vez. Estaba insoportablemente agitado, agitado y sin embargo tieso, una escofina de hombre.

—No pierdas tiempo. En la teoría de las secuencias estás mucho más adelantado que la vieja, y el resto de lo que vomita es pura basura.

—Estoy interesado en los principios de la simultaneidad.

—¿Simultaneidad? ¿Qué clase de basura os está ofreciendo Mitis? —El físico echaba fuego por los ojos; las venas de las sienes se le abultaban bajo los cabellos cortos e hirsutos.

—Yo mismo organicé un curso colectivo sobre el tema.

—Crece. Crece. Es tiempo de que crezcas. Ahora estás aquí. Y aquí estamos trabajando en física, no en religión. Larga todo ese misticismo y crece. ¿Cuánto tiempo tardarás en aprender iótico?

—Tardé varios años en aprender právico —dijo Shevek. Sabul no advirtió esta leve ironía.

—A mí me llevó diez décadas. Lo suficiente para leer la Introducción de To. Oh, mierda, necesitas un texto para practicar. Bien puede ser ése. A ver. Espera. —Revolvió en el interior de un cajón desbordante y al cabo logró encontrar un libro, un libro raro, encuadernado en azul, sin el Círculo de la Vida en la cubierta. El título estaba grabado en letras de oro y parecía decir Poilea Áfioite, lo que no tenía ningún significado, y las formas de algunas de las letras eran desconocidas. Shevek lo miró con sorpresa; lo tomó, pero no lo abrió. Lo sostuvo en la mano, el objeto que había querido ver, el artefacto extraño, el mensaje de otro mundo.