Se acordó del libro que Palat le había mostrado, el libro de los números.
—Vuelve cuando puedas leerlo —gruñó Sabul.
Shevek dio media vuelta dispuesto a marcharse. El gruñido de Sabul subió de tono:
—¡Guarda en secreto esos libros! No son para el consumo general.
El joven se detuvo, se volvió, y luego de un momento, con una voz serena, un poco tímida dijo:
—No entiendo.
—¡No dejes que ningún otro los lea!
Shevek no respondió.
Sabul se incorporó y se acercó a Shevek.
—Escucha. Ahora eres un miembro del Instituto Central de Ciencias, un síndico en Física, y trabajas conmigo, Sabul. ¿Lo entiendes? Privilegio es responsabilidad. ¿De acuerdo?
—Tengo que aprender cosas que no puedo compartir —dijo Shevek luego de una breve pausa, enunciando la frase como si fuera una proposición lógica.
—Si encuentras en la calle un montón de cápsulas explosivas ¿las querrías «compartir» con cada chiquillo que pasa? Estos libros son explosivos. ¿Me entiendes ahora?
—Sí.
—Bien.
Sabul se apartó, refunfuñando. Al parecer esta furia era endémica, no específica. Shevek se marchó, llevando la dinamita con cuidado, con repulsión, y con una curiosidad devoradora.
Se puso a trabajar con empeño en el estudio del iótico. Trabajaba a solas en el cuarto 46, a causa de la advertencia de Sabul, y porque era natural en él trabajar solo.
Había sabido desde muy niño que en cienos aspectos era distinto de todas las personas que conocía. Para un niño la conciencia de esa diferencia es muy penosa, ya que, no habiendo hecho nada aún y siendo incapaz de nacer nada, no encuentra justificación posible. La presencia de adultos veraces y afectuosos que también sean, a su manera, diferentes, es lo único que puede dar apoyo y seguridad a uno de estos niños; y Shevek no la había tenido. Palat había sido sin duda un padre enteramente veraz y afectuoso. Aprobaba todo cuanto Shevek hacía, y era leal. Pero Palat no había conocido esa maldición de la diferencia. Nada lo distinguía de los demás, de todos los otros, para quienes la vida comunitaria era un hecho natural. Quería a Shevek, pero no podía enseñarle qué es la liberna, ese reconocimiento de la soledad de cada individuo, que sólo la libertad puede trascender.
Shevek estaba pues acostumbrado a un aislamiento interior, un aislamiento enmascarado por los contactos fortuitos y los incidentes cotidianos de la vida comunitaria, y por la camaradería de unos pocos amigos. Demasiado consciente, a los veinte años, de sus propias peculiaridades, se mostraba retraído y reservado; y sus compañeros de estudios, adivinando que esa reserva era genuina, no trataban de acercarse a él.
Pronto se aficionó a la intimidad del cuarto. Le complacía aquella independencia total. Sólo salía de la habitación para ir al refectorio a la hora del desayuno y la comida, y para una rápida caminata diaria por las calles de la ciudad con el propósito de distender los músculos, acostumbrados desde nacía tiempo al ejercicio; y luego de vuelta al cuarto 46 y a la gramática iótica. Una vez en cada década o dos tenía la obligación de cooperar en las tareas rotativas comunitarias del «décimo día», pero la gente con quien trabajaba eran desconocidos, no personas con tas que tuviera alguna relación más o menos cercana como habría sido el caso en una comunidad pequeña, y aquellos días de trabajo manual no significaban una interrupción psicológica del aislamiento en que vivía, ni de sus progresos en iótico.
La gramática, que era compleja, ilógica y esquemática, le gustaba de veras. Una vez que hubo acumulado un vocabulario básico, avanzó con rapidez, pues conocía lo que estaba leyendo; conocía el tema y la terminología, y cada vez que se atascaba, la intuición o una ecuación matemática lo ayudaban a descubrir a dónde había llegado. No siempre eran lugares en los que hubiera estado anteriormente.
La Introducción a la Física Temporal, de To, no era un manual para principiantes. En el tiempo en que llegó penosamente a la mitad del libro, ya no estaba leyendo iótico, sino física; y comprendió por qué Sabul le había hecho leer a los físicos urrasti antes que cualquier otra cosa. Estaban mucho más avanzados que todo lo que se había hecho en Anarres en los últimos veinte o treinta años. Los descubrimientos más brillantes de Sabul en el campo de la secuencia eran en realidad traducciones no reconocidas del iótico.
Se zambulló en la lectura de los otros libros que Sabul le iba pasando, uno a uno, las obras fundamentales de la física contemporánea urrasti. Vivía cada vez más como un ermitaño. No colaboraba en las tareas del sindicato estudiantil, ni asistía a las reuniones de ningún otro sindicato o federación, excepto la letárgica Federación de Física. Las asambleas de estos grupos, vehículos tanto de la acción social como de la sociabilidad, eran el entramado mismo de la vida en las comunidades pequeñas, pero aquí en la ciudad parecían mucho menos importantes. No lo necesitaban a uno; siempre había alguien dispuesto a organizar las cosas, y con bastante eficiencia. Shevek no tenía otras obligaciones que las tareas del décimo día y los turnos comunes de bedelía en el domicilio y los laboratorios. A menudo omitía el ejercicio y de tanto en tanto las comidas. En cambio, nunca faltaba al curso de Gvarab, las clases colectivas sobre frecuencia y ciclo.
Gvarab, ya de avanzada edad, divagaba y rezongaba a menudo, y la asistencia a clase era escasa e irregular. No tardó en advertir que aquel muchacho delgado de orejas grandes era su único alumno consecuente, y desde entonces dictó la clase para él. Al tropezar con la mirada clara, resuelta, inteligente del joven, se sentía apoyada, despertaba, exponía con brillantez, recobraba la visión perdida. Parecía cobrar altura, y los otros alumnos la miraban parpadeando, asombrados o perplejos, y también con miedo, si eran bastante inteligentes como para sentir miedo. El universo de Gvarab le parecía demasiado vasto a la mayoría de la gente. El muchacho de ojos claros, en cambio, la miraba atento e imperturbable, y ella reconocía en ese rostro su propia felicidad. Lo que ella ofrecía, lo que había estado ofreciendo a lo largo de toda una vida, lo que nadie había comparado nunca con ella, él lo tomaba, lo compartía. A través del abismo de cincuenta años, era el hermano, la redención.
A veces, cuando se encontraban en los gabinetes de física o en el refectorio, hablaban directamente de física; pero en otros momentos ella no tenía energías suficientes, y no sabían de qué hablar, pues la mujer vieja era tan tímida como el muchacho.
—No comes lo suficiente —le decía ella. Y él sonreía y las orejas se le ponían rojas. Ninguno de los dos sabía qué decir.
Después de medio año en el Instituto, Shevek le entregó a Sabul una tesis de tres páginas titulada «Crítica de la Hipótesis de la Secuencia Infinita de Atro». Sabul se la devolvió al cabo de una década.
—Tradúcela en seguida al iótico —farfulló.
—Pero la escribí casi toda en iótico, puesto que estaba usando la terminología de Atro. Bien, copiaré el original. ¿Para qué?
—¿Para qué? ¡Para que Atro, ese aprovechado maldito, pueda leerla! Hay una nave el quinto día de la próxima década.
—¿Una nave?
—¡Un carguero de Urras!
Así descubrió Shevek que no sólo petróleo y mercurio iban y venían entre los mundos, y no sólo libros, como los que había estado leyendo, sino cartas, además. ¡Cartas! Cartas a la gente del propietariado, a los súbditos de un gobierno fundado en la desigualdad del poder, a individuos que eran inevitablemente explotados por unos y explotadores de otros, y que habían consentido en ser elementos de la maquinaria estatal. ¿Era posible que gente así quisiera realmente intercambiar ideas con un pueblo libre, de una manera voluntaria y no agresiva? ¿Eran capaces de admitir la igualdad y participar en la solidaridad de la inteligencia, o sólo les preocupaba dominar, hacerse fuertes, poseer? La idea misma de intercambiar cartas con un miembro del propietariado lo alarmaba, pero sería interesante averiguar…