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Tantos descubrimientos semejantes a aquél le habían sido impuestos durante el primer año en Abbenay que tuvo que reconocer que había sido —¿y tal vez era aún?— extremadamente ingenuo: algo no muy fácil de admitir para un joven inteligente.

El primero, y todavía el menos aceptable, de aquellos descubrimientos era que tenía que aprender iótico pero mantener en secreto ese conocimiento: una situación tan nueva para él y moralmente tan equívoca que aún no había llegado a entenderla del todo. Evidentemente no hacía daño a nadie, al no compartir ese conocimiento con los demás. Pero por otro lado ¿qué daño podía causarles saber que él había aprendido iótico y que también ellos podían aprenderlo? La libertad se apoya más sin duda en la franqueza que en la ocultación, y la libertad siempre merece que se corra el riesgo. De cualquier modo, Shevek no comprendía qué riesgo era ese. Se le ocurrió una vez que Sabul quería conservar la nueva física urrasti como algo privado, poseerla como un bien, una herramienta de poder contra los colegas de Anarres. Pero esta idea era tan contraria a los hábitos mentales de Shevek que tardó en admitirla, y entonces la reprimió en seguida, con desprecio, como un pensamiento genuinamente repulsivo.

Estaba además la habitación privada, otra espina moral. De niño, cuando alguien dormía sólo en un cuarto, era porque había molestado demasiado a los otros ocupantes del dormitorio, porque era un egotista. Soledad equivalía a oprobio. En términos adultos, el referente principal de los cuartos privados era de naturaleza sexual. Cada domicilio tenía cierto número de habitaciones particulares, y cuando una pareja quería copular utilizaba uno de esos cuartos libres por una noche, o una década, o por el tiempo que quisiera. Una pareja tomaba al principio un cuarto doble; en una ciudad pequeña donde no había dobles disponibles, levantaban uno en el fondo de un domicilio, y de este modo, cuarto a cuarto los edificios se extendían largos, bajos, en los llamados «vagones de compañeros”. No había ninguna otra razón para no dormir en un dormitorio común. Cada uno tenía el taller, el laboratorio, el estudio, el granero o la oficina que necesitaba para trabajar; los baños podían ser públicos o privados, como uno quisiera; la intimidad sexual era facilitada libremente y socialmente sancionada; fuera de eso, cualquier forma de aislamiento se definía como no funcional. Era exceso, derroche. La economía de Anarres era demasiado frágil para sostener la edificación, el mantenimiento, la calefacción, la iluminación de casas y apartamentos individuales. Una persona de naturaleza genuinamente insociable, tenía que apartarse de la sociedad y cuidar de sí misma. Nada se lo impedía. Podía construirse una casa donde quisiera (aunque si estropeaba un hermoso paisaje o una parcela de tierra fértil, a veces tenía que mudarse a causa de la presión de los vecinos). Había muchos solitarios y eremitas en los lindes de las comunidades anarresti más antiguas: decían que no eran miembros de una especie social. Pero para aquellos que aceptaban el privilegio y la obligación de la solidaridad humana, la vida privada sólo tenía valor cuando cumplía alguna función.

La primera reacción de Shevek cuando le dieron un cuarto separado, fue pues mitad de rechazo y mitad de vergüenza. ¿Por qué lo habían metido allí? Pronto descubrió por qué. Era el lugar adecuado para el tipo de trabajo que estaba haciendo. Si las ideas le acudían a medianoche, podía encender la luz y escribirlas; sí le venían al amanecer, no se le iban a escapar de la cabeza a causa de la charla y el bullicio de cuatro o cinco compañeros de cuarto que se levantaban juntos; y si no le acudían y tenía que pasar días enteros sentado frente al escritorio con la mirada fija en la ventana, nadie se le acercaría por la espalda a preguntarle por qué estaba holgazaneando. Tener un cuarto propio era en verdad casi tan deseable para la física como para el sexo. Pero aun así, ¿era necesario?

Siempre había postre en el refectorio del Instituto a la hora de la cena. Shevek lo saboreaba con fruición, y cuando había de sobra, lo repetía. Y la conciencia, la conciencia orgánico-social se le indigestaba. ¿Acaso todo el mundo en cada uno de los refectorios del planeta, desde Abbenay hasta las regiones más distantes, no recibía lo mismo, no compartía lo mismo? Eso era lo que siempre le habían dicho, y lo que siempre había observado. Había, desde luego, variantes locales, especialidades regionales, escaseces, excedentes, sustituciones de personal, como ocurría en los Campamentos de Planificación, malos y buenos cocineros, en suma una variedad infinita dentro del esquema inalterable. Pero ningún cocinero era tan ingenioso como para poder preparar un postre sin los ingredientes necesarios. La mayoría de los refectorios servían postre una o dos veces en cada década. Aquí lo servían noche tras noche. ¿Por qué? ¿Acaso los miembros del Instituto Central de Ciencias eran mejores que otra gente?

Shevek no le hacía a nadie estas preguntas. La conciencia social, la opinión ajena, era la fuerza moral más poderosa en el comportamiento de casi todos los anarresti, pero en Shevek era un poco menos poderosa que en los demás. Le preocupaban tantos problemas incomprensibles para otra gente, que se había habituado a trabajar en ellos a solas y en silencio. Así resolvió también estos problemas, que en algún aspecto eran para él mucho más difíciles que los de la física temporal. No solicitó la opinión de nadie. Dejó de comer el postre en el refectorio.

Sin embargo, no se mudó a un dormitorio. Comparó el malestar moral con las ventajas prácticas, y descubrió que estas últimas eran más importantes. Trabajaba mejor en la habitación privada. El trabajo valía la pena y estaba haciéndolo bien. Era funcional y decisivo. La responsabilidad justificaba el privilegio.

Y así trabajaba.

Perdió peso; caminaba pisando apenas el suelo. La falta de actividad física, la falta de diversificación en el trabajo, la falta de relaciones sociales y sexuales, no las sentía como faltas sino como libertad. Era el hombre libre: libre de hacer lo que quisiera cuando y donde quisiera. Y lo hacía. Trabajaba. Trabajaba-jugaba.

Estaba bosquejando ahora una serie de hipótesis de las que podía derivarse una teoría coherente de la simultaneidad. Pero esta meta empezaba a parecerle insignificante; había otra mucho más ambiciosa, más difícil de alcanzar, una teoría unificada del tiempo. Tenía la impresión de estar recluido en un cuarto cerrado con llave, en medio de una vasta campiña desierta: allí, alrededor de él, estaba todo, si sabía encontrar la salida, el verdadero camino. La intuición se transformó en obsesión. Durante aquel otoño y aquel invierno empezó a dormir cada vez menos. Un par de ñoras por la noche y una o dos en algún momento del día parecían bastarle, y estaban tan pobladas de sueños que no eran el reposo profundo que siempre había conocido, sino casi una vigilia, en otro nivel. Tenía sueños muy vividos, y los sueños eran parte del trabajo. Veía cómo el tiempo retrocedía, un río fluyendo cauce arriba hacia el manantial. Tenía en la mano izquierda y la derecha la contemporaneidad de dos momentos; cuando apartaba las manos veía sonriendo los dos momentos que se separaban fragmentándose como pompas de jabón. Saltaba de la cama, y sin despertarse del todo escribía frenéticamente la fórmula que había estado esquivándolo durante untos días. Veía que el espacio se encogía alrededor como las paredes de una esfera que se cierran y cierran hacia un vacío central, hasta que despertaba con un grito de auxilio ahogado en la garganta, luchando en silencio por escapar del conocimiento de su propia y eterna vacuidad.

Una tarde fría del final del invierno, cuando volvía al domicilio desde la biblioteca, pasó por el gabinete de física a ver si había alguna carta para él. No tenía por qué esperarla, pues nunca había escrito a ninguno de sus amigos del Regional de Poniente del Norte, pero desde hacía unos días no se sentía bien, había desechado algunas de sus más atractivas hipótesis y se encontraba, al cabo de medio año de trabajo, poco menos que en el punto de partida; el modelo físico era demasiado vago para ser útil, le dolía la garganta, y deseaba que hubiese una carta de alguien que conocía, o alguien quizá en el Gabinete de Física, a quien decirle hola, al menos. Pero no había nadie excepto Sabul.