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—Mira esto, Shevek.

Miró el libro que el viejo le tendía: un libro delgado, encuadernado en verde, con el Círculo de la Vida en la cubierta. Lo tomó y miró la portada: «Crítica de la Hipótesis de la Secuencia Infinita de Atro». Era el ensayo que él había escrito, y la defensa y la réplica de Atro. Todo había sido traducido o retraducido al právico, e impreso en las prensas de la CPD de Abbenay. Llevaba los nombres de dos autores: Sabul, Shevek.

Sabul estiró el cuello por encima del ejemplar que Shevek tenía en la mano, y lo miró con una expresión de alegría maligna. El gruñido se le transformó en una risa contenida y gutural.

—¡Lo hemos liquidado! ¡Hemos liquidado a Atro, a ese aprovechado maldito! ¡Que hablen ahora de «imprecisión pueril»! —Sabul había alimentado diez años de resentimiento contra la Revista de Física de la Universidad de Ieu Eun, que había calificado su obra teórica de «viciada por el provincialismo y la imprecisión pueril con que el dogma odoniano contamina todos los ámbitos del pensamiento»—. ¡Ahora verán quién es el provinciano! —dijo, sonriendo. En casi un año de contacto diario Shevek no recordaba haberlo visto sonreír.

Para poder sentarse del otro lado del cuarto, Shevek tuvo que retirar de un banco una pila de papeles; el gabinete de física era comunal, naturalmente, pero Sabul mantenía este cuarto trasero abarrotado de materiales, de manera que nunca pareciera haber sitio suficiente para nadie más. Shevek miró el libro que aún tenía en las manos, y luego miró por la ventana. Se sentía, y parecía, enfermo. También se sentía tenso, pero con Sabul nunca había sido tímido ni torpe, como lo era a menudo con gente que le hubiera gustado conocer mejor.

—No supe que estabas traduciéndolo —dijo.

—Traducido, y editado. He pulido algunos de los pasajes más escabrosos, llenando las lagunas que dejaste, y todo eso. Un par de décadas de trabajo. Tendrías que sentirte orgulloso, tus ideas constituyen en gran parte la base de la obra. No había otras ideas en el libro que las de Shevek y las de Atro.

—Sí —dijo Shevek. Se miró las manos. Luego de una pausa dijo—: Me gustaría publicar el trabajo sobre reversibilidad que escribí en el último trimestre. Habría que mandárselo a Atro. Podría interesarle. Él sigue aferrado a la causalidad.

—¿Publicarlo? ¿Dónde?

—En iótico, quise decir… en Urras. Enviárselo a Atro, como este otro, para que él lo publique allí, en una de las revistas.

—No puedes mandarles un trabajo que aún no ha sido editado aquí.

—Pero si es lo que hicimos con éste. Todo, excepto mi refutación, apareció en la revista Ieu Eun… antes que lo editáramos.

—Eso no lo pude evitar, pero ¿por qué crees que apresuré la impresión del libro? No pensarás que toda la CPD aprueba este intercambio de ideas con la gente de Urras, ¿no? Defensa pretende que cada palabra que sale de aquí en esos cargueros sea examinada por un experto de la CPD. Y como si eso fuera poco, ¿crees que los físicos provincianos que no tienen acceso a Urras no nos envidian? ¿Crees que no son envidiosos? Hay gente que está en acecho, esperando que demos un paso en falso. Y si nos equivocamos alguna vez, perderemos nuestro buzón en los cargueros urrasti. ¿Entiendes ahora?

—¿Cómo fue que el Instituto consiguió ese buzón?

—En la elección de Pegvur para la CPD, diez años atrás. —Pegvur había sido un físico de cierta distinción—. Desde entonces, he tenido que andar con pies de plomo para conservarlo. ¿Te das cuenta?

Shevek asintió en silencio.

—De todos modos, Atro no quiere leer esa cosa absurda que has escrito. Yo lo examiné y te lo devolví hace varias décadas. ¿Cuándo acabarás de perder el tiempo con esas teorías reaccionarias a que se aferra Gvarab? ¿No te das cuenta de que a ella se le fue la vida persiguiendo esas ideas? Si persistes, terminarás por ponerte en ridículo. Lo cual, por supuesto, es tu derecho. Pero no me vas a poner en ridículo a mí.

—¿Y sí lo presento aquí, entonces, para que sea publicado en právico?

—Tiempo perdido.

Shevek aceptó esto con una leve inclinación de cabeza. Se levantó, flaco y anguloso, y permaneció inmóvil un momento, abismado en pensamientos remotos. La luz invernal le caía cruda sobre la cara inmóvil y sobre los cabellos, que ahora llevaba recogidos atrás en una cola. Se acercó al escritorio y sacó un ejemplar de la pequeña pila de libros nuevos.

—Me gustaría enviarle uno de estos a Mitis —dijo.

—¡Llévate cuantos quieras! Escucha. Si crees saber más que yo, ve y somete a la Prensa ese trabajo. ¡No necesitas permiso! ¡Aquí no hay jerarquía de ninguna especie, bien lo sabes! Yo no puedo impedírtelo. Todo cuanto puedo hacer es aconsejarte.

—Tú eres el asesor del Sindicato de Prensa para los manuscritos sobre física —dijo Shevek—. Pensé que si te lo pedía ahora, ganaba tiempo para todos.

La afabilidad de Shevek era inalterable; no lucharía con Sabul tratando de dominarlo, y tampoco Sabul lo dominaría a él.

—¿Ganar tiempo, qué quieres decir? —gruñó Sabul, pero también Sabul era odoniano: se encogió como si su propia hipocresía lo atormentase físicamente, se apartó de Shevek, se volvió hacia él, y dijo, con despecho, la voz cargada de cólera—: ¡Ve entonces! ¡Presenta esa mierda maldita! Yo me declararé incompetente y no opinaré. Diré que consulten a Gvarab. Ella es la experta en simultaneidad, no yo. ¡Esa mística reblandecida! ¡El universo, la cuerda de un arpa gigantesca que oscila entre la existencia y la inexistencia! ¿Y qué música toca, a ver? ¿Pasajes de las armonías numéricas, supongo? Lo cierto es que soy incompetente, en otras palabras que no estoy dispuesto a aconsejar a la CPD o a la Prensa sobre un excremento intelectual.

—El trabajo que preparé para ti —dijo Shevek— es parte del que hice de acuerdo con las ideas de Gvarab sobre la simultaneidad. Si te interesa uno, tendrás que soportar el otro. Es en la mierda donde el grano crece mejor, como decimos en Poniente del Norte.

Aguardó un momento, esperando en vano una respuesta de Sabul. Al fin saludó y se marchó.

Sabía que había ganado una batalla,, y sin violencia aparente. Pero había habido violencia.

Tal como Mitis lo había predicho, era «el hombre de Sabul». Hacía años que Sabul había dejado de ser un físico eficiente; la reputación de que disfrutaba la había conseguido apropiándose del pensamiento ajeno. Shevek era el cerebro pensante, y Sabul cosechaba los honores.

Una situación moralmente intolerable, por supuesto. Tenía que denunciarla, y luego renunciar. Solo que no quería hacerlo. Necesitaba a Sabul. Quería publicar lo que escribía y enviarlo a los hombres que eran capaces de comprender, los físicos urrasti; necesitaba las ideas, las críticas, la colaboración de esos hombres.

De modo que habían traficado, él y Sabul, traficado como vulgares aprovechados. No había sido una batalla, sino una venta. Tú me das esto y yo te daré aquello. Niégate y te negaré. ¿Vendido? ¡Vendido! La carrera de Shevek, como la existencia de la sociedad a la que pertenecía, dependía de la continuidad de un contrato fundamental y tácito. No una relación de ayuda y solidaridad mutuas, sino una relación de explotación; no orgánica, sino mecánica. ¿Puede una función genuina nacer de una disfunción básica?