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Pero si todo cuanto deseo es hacer el trabajo, argumentaba Shevek mentalmente, mientras iba por la alameda hacia el patio del domicilio en la tarde gris y ventosa. Es mi deber, es mi alegría, es la finalidad de toda mi existencia. El hombre con quien tengo que trabajar es competitivo y dominante; es un aprovechado; pero si quiero trabajar, tengo que trabajar con él.

Recordó la advertencia de Mitis. Recordó el Instituto de Poniente del Norte y la fiesta de la noche anterior a la partida. Ahora todo aquello le parecía tan remoto y tan puerilmente apacible y seguro que hubiera podido llorar de nostalgia. Cuando pasaba bajo el pórtico del Edificio de las Ciencias de la Vida, una muchacha lo miró de soslayo. Shevek pensó que se parecía a aquella muchacha joven… ¿Cómo se llamaba?… La de pelo corto, la que había comido tantos pasteles fritos en la noche de la fiesta. Se detuvo y se volvió, pero la muchacha ya había dado vuelta la esquina. En todo caso, ésta tenía los cabellos largos. Se sintió abandonado, abandonado, todo lo abandonaba. Salió del refugio del pórtico al viento de la calle. El viento arrastraba una lluvia fina, rala. Siempre era rala la lluvia, las pocas veces que llovía. Este era un mundo seco. Seco, pálido, hostil. —¡Hostil! —dijo Shevek en voz alta en iótico. Nunca había oído la lengua hablada; el sonido era muy raro. La lluvia le mordía la cara como ráfagas de pedrisca. Era una lluvia hostil. Al dolor de la garganta se había sumado un dolor de cabeza atroz, que no había advertido hasta entonces. Llegó al cuarto 46 y se echó sobre la plataforma de la cama, que le pareció mucho más baja que de costumbre. Temblaba, y no podía impedirlo. Tironeó de la manta anaranjada, se envolvió en ella y se acurrucó, tratando de dormir, pero seguía temblando, como blanco de un incesante bombardeo atómico, un bombardeo que aumentaba junto con la temperatura.

Nunca había estado enfermo, y nunca había conocido ningún malestar físico peor que el cansancio. Durante los intervalos lúcidos de aquella larga noche de fiebre, pensó a menudo que estaba volviéndose loco. Cuando llegó el día, el miedo a la locura lo llevó a la calle. Estaba demasiado asustado para recurrir a los vecinos del corredor: se había oído delirar durante la noche. Se arrastró hasta la clínica local, a ocho manzanas de distancia; las calles frías, brillantes al sol del amanecer se movían solemnemente alrededor. En la clínica le dijeron que el ataque de locura era una neumonía leve y que fuera a acostarse a la Sala Dos. Shevek protestó. La asistente lo acusó de egotista y le explicó que si se marchaba a su cuarto un médico tendría que molestarse en ir a visitarlo y atenderlo en privado. Fue a acostarse a la Sala Dos. Todos los otros ocupantes de la sala eran gente de edad. Una asistente entró y le ofreció un vaso de agua y una píldora.

—¿Qué es? —preguntó Shevek, receloso. Otra vez le castañeteaban los dientes.

—Un antipirético.

—¿Qué es eso?

—Baja la fiebre.

—No me hace falta.

La asistente se encogió de hombros.

—Bien —dijo, y siguió su camino.

La mayor parte de los anarresti jóvenes pensaban que la enfermedad era oprobiosa, quizá a causa del éxito de ciertas medidas profilácticas, y quizá también por un equívoco analógico, en este caso entre las palabras «sano» y «enfermo». Les parecía que la enfermedad era un crimen, aunque involuntario. Ceder al impulso criminal, ocultarlo tomando analgésicos, era inmoral. Rehusaban las píldoras y las inyecciones. Con la llegada de la edad madura y la vejez, la mayoría cambiaba de parecer. El dolor era peor que el oprobio. La asistente administraba los medicamentos a los ancianos de la Sala Dos, y todos bromeaban con ella. Shevek los observaba con triste incomprensión.

Más tarde apareció un médico con una aguja.

—No quiero eso —dijo Shevek.

—Basta de egotismos —dijo el doctor—. Date vuelta. —Shevek obedeció.

Mas tarde aún llegó una mujer con una taza de agua para él; pero Shevek temblaba tanto que el agua se le derramó, mojando la manta.

—Déjame en paz —le dijo—. ¿Quién eres?

Ella le explicó quién era, pero él no entendió. Le dijo que se marchara, que se sentía muy bien. Luego le explicó por qué la hipótesis cíclica, aunque en sí misma improductiva, era fundamental en una posible Teoría de la Simultaneidad, una verdadera piedra de toque. Hablaba parte en právico y parte en iótico, y en una pizarra escribió las fórmulas y ecuaciones para ella y el resto del grupo, pues temía que hubiesen entendido mal lo de la piedra de toque. Ella le acarició la cara y le sujetó los cabellos en la nuca. Tenía las manos frescas. Shevek nunca había sentido nada más agradable que el contacto de aquellas manos. Extendió el brazo para tocarla. La mujer ya no estaba allí, se había ido.

Despertó mucho tiempo después. Podía respirar. Se sentía perfectamente bien. Todo estaba bien. Prefería no moverse. Moverse hubiera sido perturbar ese momento perfecto, estable, el equilibrio del mundo. A lo largo del techo, la luz invernal era de una belleza inexpresable. Shevek la observaba, inmóvil. Los ancianos de la sala se reían a coro, risas viejas, roncas y cascadas, un hermoso sonido. La mujer entró y se sentó junto a su cama. Él la miró y sonrió.

—¿Cómo te sientes?

—Recién nacido. ¿Quién eres?

Ella también sonrió.

—La madre.

—Resucitada. Aunque tendría que tener un cuerpo nuevo, no el viejo de siempre.

—¿Pero de qué estás hablando?

—Hablo de Urras. Resucitar es parte de la religión urrasti.

—Todavía deliras. —La mujer le puso la mano en la frente.— No hay fiebre. —La voz con que pronunció estas tres palabras tocó en Shevek algo muy profundo, un lugar recóndito y amurallado, donde reverberó y reverberó en la oscuridad. Shevek miró a la mujer y dijo con terror:

—Eres Rulag.

—Te lo dije. Varias veces.

La expresión de ella era de indiferencia, hasta de buen humor. Shevek no podía reaccionar. No tenía fuerzas para moverse, pero se encogió apartándose con un temor no disimulado, como si no fuese su madre, sino su muerte. Si ella advirtió ese débil movimiento, no lo demostró.

Era una mujer hermosa, morena, de rasgos finos y proporcionados, que no mostraban las huellas de los años, aunque tenía sin duda más de cuarenta. Todo en ella era armonioso y sosegado. La voz era grave, de timbre agradable.

—No sabía que vivías aquí en Abbenay —dijo Rulag— o en otro sitio… ni si vivías. Yo estaba en el depósito de la Prensa, mirando las nuevas publicaciones, buscando material para la Biblioteca de Ingeniería, y vi un libro escrito por Sabul y Shevek, A Sabul lo conocía, claro. Pero ¿quién es Shevek? ¿Por qué me suena tan familiar? Hasta después de un minuto o más no caí en la cuenta. Extraño ¿no? Pero no me parecía lógico. El Shevek que yo conocía tendría apenas veinte, no podía haber escrito junto con Sabul tratados de meta-cosmología. ¡Pero cualquier otro Shevek tendría que ser aún más joven!… Entonces vine a ver. Un muchacho en el domicilio me dijo que estabas aquí… En esta clínica hay una espantosa falta de personal. No comprendo por qué los síndicos no piden ayuda a la Federación Médica, o de lo contrario por qué no reducen el número de admisiones; algunas de estas asistentes son médicas; ¡y trabajan ocho horas por día! Por supuesto, hay gente en las artes médicas que realmente pretende esto: un auto-sacrificio. Por desgracia, eso no siempre significa eficiencia… Fue muy raro encontrarte. Nunca te hubiera reconocido. ¿Estáis en contacto, tú y Palat? ¿Cómo anda él?

—Ha muerto.

—Ah, —No había sorpresa ni dolor en la voz de Rulag, sólo una especie de melancólica costumbre, una nota lúgubre. Shevek se sintió conmovido; le permitió verla, por un momento, como una persona.