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Shevek meneó la cabeza, como un autómata. Con la gracia de un prestidigitador el médico le deslizó la aguja en el brazo derecho. Shevek se sometió a esta y otras inyecciones en silencio. No tenía ningún derecho a desconfiar ni a protestar. El mismo se había entregado a esta gente; había renunciado al derecho natural de decidir. Había perdido ese derecho, lo había dejado caer junto con su propio mundo, el mundo de la Promesa, la piedra yerma.

El doctor le hablaba otra vez, pero él no escuchaba.

Por espacio de horas o días vivió en un vacío, una oquedad seca y mísera sin pasado ni futuro. Las paredes se alzaban tiesas alrededor. En el otro lado había silencio. Tenía los brazos y las nalgas doloridos a causa de las inyecciones; tuvo fiebre, una fiebre que nunca llegaba al delirio, pero que lo mantenía flotando entre la razón y la sinrazón, una tierra de nadie. El tiempo no transcurría. No había tiempo. Él era el tiempo: sólo él. Era el río, la flecha, la piedra. Pero no avanzaba. La piedra lanzada seguía suspendida en el punto medio. No había día ni noche. A veces el doctor apagaba la luz, o la encendía. Había un reloj de pared junto a la cama; la manecilla iba y venía sin sentido de una a otra de las veinte cifras de la esfera.

Despertó al cabo de un sueño prolongado y profundo, y como estaba frente al reloj, lo estudió, soñoliento. La manecilla se detuvo un instante después del 15; esto, si la esfera se leía desde la medianoche como en el reloj anarresti de veinticuatro horas, significaba que era la media tarde. Pero ¿cómo podía ser la media tarde en el espacio entre dos mundos? Bueno, la nave tendría sin duda un tiempo propio. Se incorporó; ya no se sentía mareado. Se levantó de la cama y probó el equilibrio: satisfactorio, aunque las plantas de los pies no se apoyaban bien en el suelo; el campo de gravedad de la nave parecía algo débil. La sensación no era muy agradable; necesitaba estabilidad, solidez, firmeza. Tratando de encontrarías se dedicó a investigar metódicamente la pequeña cabina.

Las paredes desnudas estaban repletas de sorpresas, prontas para revelársele a un simple toque del paneclass="underline" lavabo, espejo, escritorio, silla, armario, anaqueles. Había varios artefactos eléctricos por completo misteriosos conectados con el lavabo, y el grifo no dejaba de funcionar cuando lo soltaba; había que cerrarlo; indicio, pensó Shevek, de una gran fe en la naturaleza humana, o de grandes caudales de agua caliente. Aceptó la segunda hipótesis y se lavó de arriba abajo, y como no había toallas se secó con uno de los artefactos misteriosos, que despedía una ráfaga agradable y cosquilleante de aire templado. No encontró su propia ropa y volvió a vestirse con las que llevaba puestas en el momento de despertar: pantalones flojos y anchos y una túnica informe, ambas prendas de un amarillo claro con pequeños lunares azules. Se observó en el espejo. El efecto le pareció lamentable. ¿Era así como se vestían en Urras? Buscó en vano un peine, y se resignó a trenzarse el cabello sobre la nuca; así acicalado intentó salir del cuarto.

No pudo. La puerta estaba cerrada con llave.

La incredulidad inicial de Shevek se transformó en furia, una especie de furia, un ciego deseo de violencia, como jamás había sentido hasta entonces. Sacudió el picaporte impasible, aporreó con ambas manos el bruñido metal efe la puerta, y dando media vuelta, apretó el puño contra el botón de llamada que podía utilizar en caso de emergencia según había dicho el doctor. No pasó nada. Había toda una serie de pequeños botones numerados de distintos colores en el tablero del intercomunicador; con la mano extendida los apretó todos al mismo tiempo. El parlante de la pared empezó a tartamudear:

—Quién demonios… sí en seguida voy… aclare qué… en el veintidós…

La voz de Shevek ahogó los balbuceos:

—¡Abra la puerta!

La puerta se deslizó, y el doctor asomó la cabeza. A la vista de aquella cara amarillenta, ansiosa, lampiña, la cólera de Shevek se enfrió, retrocedió a una penumbra interior.

—La puerta estaba cerrada con llave —dijo.

—Lo siento, doctor Shevek… una precaución… contagio… aislar a los otros…

—Encerrar fuera, encerrar dentro, es lo mismo —dijo Shevek, inclinando la cabeza y mirando al médico con los ojos claros, remotos.

—Seguridad…

—¿Seguridad? ¿Es necesario que me guarden en una caja?

—La sala de oficiales —propuso el doctor diligente, conciliador—. ¿Tiene hambre, señor? Tal vez si quisiera vestirse podríamos ir a la sala.

Shevek miró la vestimenta del doctor: pantalones azules ceñidos recogidos en botas que parecían tan finas y flexibles como si fuesen de tela; una túnica violeta abierta adelante y abrochada con alamares de plata; y bajo la túnica, dejando sólo visible el cuello y las muñecas, una camisa tejida de una deslumbrante blancura.

—¿No estoy vestido? —inquirió Shevek al cabo.

—Oh, puede ir en pijama, no faltaba más. ¡Ningún formalismo en un carguero!

—¿Pijama?

—El que tiene puesto. Prendas de dormir.

—¿Prendas que se usan para dormir?

—Sí.

Shevek parpadeó. No hizo ningún comentario. Preguntó:

—¿Dónde está la ropa que traía puesta?

—¿La ropa de usted? La puse a limpiar… esterilización. Espero que no le moleste, señor… —El médico examinó uno de los paneles murales que Shevek no había descubierto y sacó un paquete envuelto en papel verde claro. Desenvolvió el viejo traje de Shevek, que parecía inmaculado y un tanto reducido, hizo una pelota con el papel verde, movió otro panel, arrojó el papel en la boca de un recipiente, y miró a Shevek con una vaga sonrisa—. Ya está, doctor Shevek.

—¿Qué pasa con el papel?

—¿El papel?

—El papel verde.

—Oh, lo… tiré ala basura.

—¿Basura?

—Desperdicios. Se quema.

—¿Ustedes queman el papel?

—Tal vez caiga simplemente al espacio, no lo sé. No soy médico del espacio, doctor Shevek. Me concedieron el honor de atenderlo a usted a causa de mi experiencia con visitantes de otros mundos, los embajadores de Terra y de Hain. Estoy a cargo de los procedimientos de descontaminación y adaptación de todos los extraños que llegan a A-Io. No es que usted sea un extraño en el mismo sentido, desde luego.

Miró azorado a Shevek, que aunque no alcanzaba a comprender todo lo que el otro decía, adivinaba por detrás de las palabras una preocupación sincera, tímida, bien intencionada.

—No —lo tranquilizó Shevek—, es posible que tengamos una abuela en común, usted y yo, doscientos años atrás, en Urras.

Se estaba cambiando de ropa y cuando se pasaba la camisa por encima de la cabeza vio que el doctor echaba las «prendas de dormir» azules y amarillas en el recipiente de la «basura». Shevek se detuvo, con el cuello de la camisa todavía sobre la nariz. Sacó la cabeza, se arrodilló y abrió el recipiente. Estaba vacío.

—¿Ustedes queman la ropa?

—Oh, éstos son pijamas baratos, de producción en serie… Se usan y se tiran; cuesta menos que limpiarlos.

—Cuesta menos —repitió Shevek meditativamente. Pronunció las palabras en el tono de un paleontólogo que observa un fósil, un fósil que define todo un estrato.

—Me temo que el equipaje de usted se haya perdido en la carrera final hasta la nave. Espero que no tuviera en él nada importante.

—No traía nada —dijo Shevek.

Aunque el traje estaba casi blanco de tan limpio, y había encogido un poco, le seguía quedando bien, y el áspero contacto familiar con la tela de holum era agradable. Se sentía otra vez él mismo. Se sentó en la cama frente al doctor y dijo: