—¿Cuánto hace que murió?
—Ocho años.
—No podía tener más de treinta y cinco.
—Hubo un terremoto en Llanos Anchos. Hacía cinco años que vivíamos allí, y él era el ingeniero de la comunidad. Él terremoto dañó el centro de aprendizaje. Él estaba allí con los otros tratando de sacar a los niños que habían quedado atrapados. Hubo un segundo temblor y el edificio entero se desmoronó. Treinta y dos muertos.
—¿Tú estabas allí?
—Yo había entrado en el Instituto Regional unos diez días antes del terremoto.
Ella cavilaba, el rostro dulce y sereno.
—Pobre Palat. De algún modo murió en su ley… junto con otros, una estadística, uno de treinta y dos…
—Las estadísticas habrían sido más altas si él no hubiera entrado en el edificio —dijo Shevek.
Ella lo miró: una mirada en la que no había ninguna emoción. Lo que dijo podía ser espontáneo o deliberado; Shevek no lo sabía.
—Tú querías a Palat.
Shevek no respondió.
—No te pareces a él. En realidad te pareces a mí, excepto en el color. Pensaba que te parecerías a Palat. Lo suponía. Qué extraños, los caminos de la imaginación. ¿Se quedó contigo, entonces?
Shevek asintió.
—Tuvo suerte —dijo Rulag con una voz ahogada, como reprimiendo un suspiro.
—Yo también.
Al cabo de un rato, Rulag sonrió débilmente.
—Sí. Pude haberme comunicado con vosotros. ¿Me guardas rencor?
—¿Guardarte rencor? Nunca te conocí.
—Me conociste. Palat y yo te teníamos con nosotros en el domicilio, aun después del destete. Los dos queríamos que fuera así. El contacto individual es tan importante en estos primeros años; los psicólogos lo han demostrado de un modo concluyente. La verdadera socialización sólo puede desarrollarse a partir de ese núcleo afectivo inicial… Yo quería continuar viviendo con Palat. Traté de conseguir que le dieran un puesto aquí en Abbenay. Nunca hubo una vacante apropiada, y él no quería venir en esas condiciones. Era bastante testarudo… Al principio escribía de cuando en cuando, para decirme cómo estabais, luego dejó de escribir.
—No tiene importancia —dijo el joven. Tenía la cara, enflaquecida por la enfermedad, cubierta de gotas de sudor, que brillaban como plata, como si le hubieran ungido las mejillas y la frente.
Hubo un nuevo silencio, y Rulag dijo con su voz modulada, agradable:
—Bueno, sí; tenía importancia y todavía la tiene. Pero fue Palat quien se quedó contigo y quien cuidó de ti durante esos años. Era afectuoso, era paternal, como no lo soy yo. Para mí, lo primero es el trabajo. Siempre lo fue. Aun así, me alegro de que estés ahora aquí, Shevek. Tal vez ahora pueda ayudarte de algún modo. Sé que Abbenay es un lugar abominable al principio. Uno se siente perdido, aislado, sin esa simple solidaridad de las pequeñas poblaciones. Conozco gente interesante que quizá te gustaría conocer. Y gente que podría serte útil. Conozco a Sabul; tengo alguna idea de lo que habrás tenido que soportar, con él, y con todo el Instituto. Allí juegan a quién domina a quién. Se necesita un poco de experiencia para ganarles de mano. En todo caso, me alegro de que estés aquí. Me da un placer que nunca esperé sentir… una especie de felicidad… Leí tu libro. Es tuyo ¿no es verdad? ¿Por qué, si no, aceptaría Sabul co-publicarlo con un estudiante de veinte años? El tema está fuera de mi alcance, no soy más que una ingeniera. Confieso que estoy orgullosa de ti. Es extraño ¿no? Irracional. Posesivo, incluso. ¡Cómo si tú fueses algo que me pertenece! Pero a medida que una envejece, necesita para seguir viviendo ciertos consuelos, que no siempre son del todo razonables.
Shevek vio la soledad y el dolor de Rulag, y los rechazó. Eran una amenaza para él. Amenazaban la lealtad que lo había unido a Palat, el amor claro y constante en el que había crecido. ¿Qué derecho tenía ella, que había abandonado a Palat cuando era desdichado, a acudir ahora, cuando ella era desdichada, al hijo de Palat? El no tenía nada, nada que brindarle, ni a ella ni a nadie.
—Hubiera sido mejor —dijo— que siguieras pensando en mí como una estadística.
—Ah —dijo ella, la dulce habitual, desolada respuesta, y apartó los ojos.
Los hombres viejos reunidos en el fondo de la sala se codeaban, admirándola.
—Supongo —dijo ella— que estuve tratando de reclamar algún derecho sobre ti. Pero pensé que tú también reclamarías algún derecho sobre mí. Si querías hacerlo.
Shevek no contestó.
—Excepto biológicamente, no somos, por supuesto, madre e hijo. —Otra vez tenía en los labios la débil sonrisa—. No te acuerdas de mí, y el bebé que yo recuerdo no es este hombre de veinte años. Todo eso es tiempo pasado, sin importancia. Pero somos hermano y hermana, aquí y ahora. Que es lo que en realidad importa ¿no es cierto?
—No lo sé.
Rulag se quedó un momento sentada, sin hablar, y luego se levantó.
—Necesitas descanso. Estabas muy enfermo la primera vez que vine. Dicen que ahora estás bien. No creo que yo vuelva.
Shevek no habló.
—Adiós, Shevek —dijo ella y dio media vuelta mientras hablaba. Shevek tuvo una visión o una imagen alucinatoria de la cara de Rulag: la vio transfigurarse mientras se despedía, vio cómo se rompía, se hacía añicos. Rulag salió de la sala con el andar grácil y acompasado de una mujer hermosa, y él vio que se detenía en el vestíbulo y hablaba sonriendo con la asistente.
Shevek dio rienda suelta al miedo que había venido con ella, la impresión de una promesa rota, de la incoherencia del tiempo. Estalló. Se echó a llorar, tratando de esconder la cara en el hueco de los brazos, pues no tenía fuerzas para darse vuelta en la cama. Uno de los viejos, los viejos enfermos, se acercó y se sentó al costado de la cama y le palmeó el hombro.
—Está bien, hermano. Está bien, hermanito —murmuró. Shevek lo oyó y sintió la caricia, pero eso no lo consoló. Ni del hermano hay consuelo en la mala hora, en la oscuridad al pie del muro.
5
Shevek concluyó con alivio su carrera como turista. En Ieu Eun se iniciaba el nuevo período de clases: ahora podía dedicarse a vivir, y trabajar, en el Paraíso, en vez de contemplarlo desde afuera.
Se inscribió en dos seminarios y un curso Ubre de conferencias. No estaba obligado a enseñar, pero él preguntó si podía hacerlo, y la administración había organizado los seminarios. El curso libre no fue idea de él ni de ellos. Una delegación de estudiantes fue a solicitárselo. Shevek consintió en seguida. Así era cómo se organizaban los cursos en los centros anarresti de aprendizaje: a pedido de los estudiantes, o por decisión conjunta de los estudiantes y los profesores. Cuando descubrió que los administradores estaban alarmados, se echó a reír.
—¿Esperan acaso que los estudiantes no sean anarquistas? —dijo—. ¿Qué otra cosa pueden ser los jóvenes? ¡Cuando se está abajo, hay que organizarse de abajo para arriba!
No estaba dispuesto a aceptar que la administración le quitara el curso; ya antes había tenido que librar batallas parecidas. Transmitió esta firmeza a los estudiantes, y ellos se mantuvieron firmes. Los rectores de la Universidad cedieron al fin para evitar una publicidad molesta.
Shevek inició el curso ante una audiencia de dos mil personas. La asistencia pronto declinó. Shevek se limitaba estrictamente a la física, sin desviarse en ningún momento hacia lo personal o lo político, y era física de un nivel bastante avanzado. Aun así, varios centenares de estudiantes seguían concurriendo. Algunos iban por simple curiosidad, a ver al hombre de la Luna, otros atraídos por la personalidad de Shevek, lo que alcanzaban a vislumbrar del hombre y del libertario, aunque no comprendiesen matemáticas. Y un número sorprendente de ellos era capaz de comprender tanto la filosofía como las matemáticas.