Los estudiantes eran jóvenes de mentes bien entrenadas, despiertas y perspicaces. Cuando no estaban trabajando, descansaban. No tenían una docena de otras obligaciones que los embotaran y los distrajeran. Nunca se dormían de cansancio en clase porque la víspera hubieran estado ocupados en tareas rotativas. La sociedad los mantenía completamente libres de necesidades, distracciones y cuidados.
Lo que podían hacer, sin embargo, era harina de otro costal. Shevek tenía la impresión de que esa falta de obligaciones era directamente proporcional a la falta de iniciativa.
El sistema de exámenes, cuando se lo explicaron, lo descorazonó; no podía imaginar nada más nefasto para el deseo natural de aprender que este modo de proporcionar y exigir información. Al principio se negó a tomar exámenes y a poner notas, pero eso inquietó hasta tal extremo a los administradores que Shevek acabó cediendo, por cortesía. Pidió a sus alumnos que escribieran sobre cualquier problema de física que les interesara, y les dijo que les pondría a todos la calificación más alta, para que los burócratas tuvieran algo que anotar. Sorprendido, descubrió que muchos de los estudiantes se quejaban. Querían que él planteara los problemas, que hiciera las preguntas correctas; ellos no querían pensar en las preguntas; sólo escribir las respuestas que habían aprendido. Y algunos objetaban enérgicamente que les pusiera a todos la misma nota. ¿Cómo se diferenciarían entonces los estudiantes diligentes de los lerdos? ¿Qué sentido tenía trabajar con ahínco? Si no había distinciones competitivas, daba lo mismo no hacer absolutamente nada.
—Bueno, por supuesto —dijo Shevek, turbado—. Si no queréis hacer el trabajo, no tenéis por qué hacerlo.
Se marcharon corteses, pero no apaciguados. Eran muchachos simpáticos, de modales francos y afables. Las lecturas de Shevek sobre historia urrasti lo llevaron a la conclusión de que en el fondo, aunque la palabra se oía poco entonces, eran aristócratas. En los tiempos feudales la aristocracia había enviado a sus hijos a la Universidad, a la que reconocía como institución superior. Hoy ocurría a la inversa: la Universidad daba superioridad al hombre. Le dijeron a Shevek con orgullo que la competencia por las becas universitarias de Ieu Eun era cada año más estricta, lo que revelaba el carácter esencialmente democrático de la institución. Él respondió:
—Ustedes ponen otro candado en la puerta y lo llaman democracia. —Le gustaban sus alumnos, corteses e inteligentes, pero no sentía verdadero afecto por ninguno de ellos. Todos se preparaban para seguir carreras científicas, académicas o industriales, y lo que aprendían de él era un medio para ese fin, el éxito en tales carreras. Cualquier otra cosa que él pudiera ofrecerles, o bien ya la tenían, o le negaban toda importancia.
Se encontró, por lo tanto, con una única obligación, la de preparar sus tres clases; lo que le quedaba de tiempo podía utilizarlo como se le antojara. No había estado en una situación parecida desde los días de su primera juventud, los primeros años en el Instituto de Abbenay. Desde entonces su vida social y personal se había vuelto cada vez más "complicada y exigente. No sólo había sido un físico sino también un socio, un padre, un odoniano, y por último un reformador. Como tal, nunca había escapado, ni había esperado escapar a todos los problemas y cuidados que recaían sobre él. Nunca había tenido otra libertad que la de actuar. Aquí ocurría todo lo contrario. Lo mismo que todos los estudiantes y profesores, no tenía nada que hacer fuera del trabajo intelectual, literalmente nada. Les tendían las camas, les barrían los cuartos, les ahorraban las tareas rutinarias de la Universidad, les allanaban el camino. Y no había esposas, ni familias. Ni una sola mujer. A los estudiantes no se les permitía casarse. Los profesores casados vivían por lo general durante los cinco días semanales de clase en barrios para solteros dentro del campus, y sólo iban a casa los fines de semana. Nada que distrajera la atención. Ocio completo para trabajar; todos los materiales a mano; estímulo intelectual, discusiones, conversación cuando uno la necesitaba; ninguna presión. ¡Un verdadero paraíso! Pero Shevek se sentía incapaz de ponerse a trabajar.
Había algo que faltaba, en él, pensó, no en el lugar. No estaba preparado. No era lo bastante fuerte para aceptar lo que se le ofrecía con tanta generosidad. Se sentía seco y árido, como una planta del desierto, en este hermoso oasis. La vida en Anarres lo había marcado, le había cerrado la mente; las aguas de la vida manaban alrededor, y sin embargo él no podía beberías.
Se obligó a trabajar, pero tampoco en el trabajo se encontraba seguro. Parecía haber perdido la intuición que (de acuerdo con la opinión que tenía de sí mismo) constituía su principal ventaja sobre los otros físicos: la capacidad de descubrir dónde estaba el verdadero problema, la llave de acceso a lo interior, al centro. Aquí, parecía haber perdido el sentido de orientación. Trabajaba en los Laboratorios de Investigación de la Luz, leía mucho, y durante aquel verano y aquel otoño escribió tres trabajos: un medio año productivo, de acuerdo con las pautas normales. Pero él sabía que en realidad no había hecho nada.
En verdad, cuanto más tiempo vivía en Urras, menos real le parecía. Tenía la impresión de que se le escapaba de las manos, todo ese mundo vital, magnífico, inagotable que había visto desde las ventanas de su habitación, aquel primer día. Se le escapaba de las manos torpes, extrañas, lo eludía, y cuando volvía a mirar se encontraba con algo muy diferente, algo que no había querido, una especie de papel arrugado, envoltorios, basura.
Ganaba dinero por los trabajos que escribía. Ya tenía en una cuenta del Banco Nacional las 10.000 unidades monetarias internacionales del premio Seo Oen, y una subvención de 5.000 del gobierno ioti. Esa suma se veía ahora acrecentada por el sueldo de profesor y el dinero que le había pagado la prensa universitaria por las tres monografías. Al principio todo eso le pareció divertido, luego se sintió incómodo. No tenía por qué desechar como ridículo algo que allí era, al fin y al cabo, tremendamente importante. Intentó leer un texto elemental de economía; se aburrió a más no poder, era como escuchar a alguien que contaba y volvía a contar interminablemente un sueño largo y estúpido. No pudo obligarse a entender cómo funcionaban los bancos y todo lo demás, pues las operaciones del capitalismo eran para él tan absurdas como los ritos de una religión primitiva, tan bárbaras, tan elaboradas, tan innecesarias. En un sacrificio humano a una deidad podía haber al menos una belleza equívoca y terrible; en los ritos de los cambistas, en los que la codicia, la pereza y la envidia eran los únicos móviles de la conducta humana, aun lo terrible parecía trivial. Shevek observaba esta mezquindad monstruosa con desprecio, y sin interés. No admitía, no podía admitir, que en realidad lo asustaba.
Durante su segunda semana en A-Io, Saio Pae lo había llevado «de compras». Aunque no tenía intención de cortarse el pelo —que era, al fin y a cabo, parte de él— quería un traje y un par de zapatos de estilo urrasti. No deseaba, si podía evitarlo, llamar demasiado la atención. La sencillez de su traje viejo era decididamente ostentosa, y las blandas y toscas botas de desierto parecían en verdad muy extrañas comparadas con el fantástico calzado de los ioti. Pae lo llevó, pues, al Paseo Saemtenevia, la elegante calle de las tiendas de Nio Esseia, para que lo vistieran y lo calzaran.
La experiencia había sido tan sobrecogedora que trató de olvidarla lo más pronto posible; pero luego, durante meses, tuvo sueños, pesadillas. El Paseo Saemtenevia tenía dos millas de largo, y era una masa compacta de gente, tránsito, y cosas: cosas para comprar, cosas para vender. Gabanes, vestidos, togas, túnicas, pantalones, camisas, blusas, sombreros, zapatos, medias, bufandas, chales, chalecos, gorros, paraguas, ropas para dormir, para nadar, para jugar a diferentes juegos, para vestir en reuniones vespertinas, en fiestas nocturnas, en fiestas campestres, ropas para viajar, para ir al teatro, para montar a caballo, para trabajar en el jardín, para recibir invitados, para navegar, para cenar, para cazar; todas diferentes, todas en centenares de cortes, estilos, colores, texturas, materiales. Perfumes, relojes, lámparas, estatuas, cosméticos, velas, cuadros, cámaras fotográficas, juegos, floreros, sofás, teteras, rompecabezas, almohadas, muñecas, coladores, cojines, joyas, alfombras, mondadientes, calendarios, un sonajero para bebé de platino con mango de cristal de roca, una máquina sacapuntas eléctrica, un reloj-pulsera con numerales de diamante; estatuillas y recuerdos y bagatelas y mementos y chucherías y curiosidades, todas inservibles o adornadas de tal modo que no se podía saber para qué servían; acres de lujos, acres de excremento. En la primera manzana Shevek se había detenido a mirar un abrigo de piel moteada que ocupaba el centro de un escaparate resplandeciente de prendas de vestir y joyas.