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—¿El abrigo cuesta 8.400 unidades? —preguntó con incredulidad, pues recientemente había leído en un periódico que el «salario vital» era de unas 2.000 unidades anuales.

—Oh, sí, es de piel auténtica, muy rara ahora que se protege a los animales —le había dicho Pae—. Bonito ¿no? Las mujeres adoran las pieles.

Una manzana más adelante Shevek se había sentido totalmente exhausto. No podía seguir mirando. Quería taparse los ojos.

Y lo más inaudito de esa calle pesadilla era que ninguno de los millones de objetos en venta se hacían allí. Allí sólo se vendían. ¿Dónde estaban los talleres, las fábricas, dónde estaban los granjeros, los artesanos, los mineros, los tejedores, los químicos, los tallistas, los tintoreros, los dibujantes, los maquinistas, dónde estaban las manos, la gente que hacía esas cosas? Fuera de la vista, en otra parte, detrás de muros. Toda la gente en todas las tiendas eran compradores o vendedores. No tenían otra relación con las cosas que la posesión.

Descubrió que ahora que le habían tomado las medidas podía encargar por teléfono cualquier ropa que necesitara, y resolvió no volver nunca a la calle pesadilla.

El equipo de ropa y los zapatos le fueron entregados al cabo de una semana. Se los puso y se miró al espejo de cuerpo entero de la alcoba. La sobria toga-casaca gris, la camisa blanca, los ahuchados pantalones negros, y los calcetines y los zapatos brillantes sentaban bien a la figura larga y delgada y los pies estrechos de Shevek. Tocó con el dedo la superficie de un zapato. Era el mismo material que cubría los sillones del otro cuarto, y que al tacto parecía piel; poco tiempo antes había preguntado qué era, y le habían dicho que era piel; la piel de un animal, cuero, lo llamaban. El contacto lo horrorizó, se enderezó, y se apartó del espejo, aunque no antes de haber reconocido que, ataviado de esa manera, el parecido con su madre Rulag era mayor que nunca.

Hubo una larga interrupción entre los cuatrimestres, a mediados del otoño. La mayoría de los estudiantes se marcharon de vacaciones. Shevek fue de excursión a las montañas del Meitei por algunos días con un grupo de estudiantes e investigadores del Laboratorio de la Luz, y luego volvió y pidió que le permitieran utilizar la gran computadora, que en los períodos de clases siempre estaba muy ocupada. Sin embargo, harto de una tarea que no conducía a ninguna parte, no trabajaba con mucho empeño. Dormía más de lo habitual, paseaba, leía y se decía que el problema consistía simplemente en que se había dado demasiada prisa; no es posible captar en pocos meses todo un mundo nuevo. Los prados y bosquecillos de la Universidad eran hermosos y agrestes, las hojas doradas centelleaban, arremolinadas en el lluvioso viento invernal, bajo un suave cielo gris. Shevek leyó otra vez las obras de los grandes poetas; ahora los comprendía cuando hablaban de las flores, y del vuelo de los pájaros, y del color de los bosques en el otoño. Y le deleitaba comprenderlos. Era agradable volver a la penumbra de la habitación, de una serena armonía de proporciones que nunca se cansaba de admirar. Se había acostumbrado a la belleza y la comodidad del cuarto, familiar ahora. También lo eran las caras que veía en la mesa redonda del comedor vespertino, los colegas, algunos más agradables y otros menos, pero todos ya familiares. Lo mismo le sucedía con la comida, tan abundante y variada, y que al comienzo lo había azorado. Los hombres que atendían la mesa sabían lo que necesitaba y le servían lo mismo que él se hubiera servido. Todavía no comía carne; la había probado, por cortesía y para demostrarse a sí mismo que no tenía prejuicios irracionales, pero su estómago tenía razones que la razón no conocía, y se había rebelado. Renunció al cabo de un par de intentos casi desastrosos, y continuó siendo vegetariano, aunque un vegetariano voraz. Disfrutaba enormemente de las comidas. Había aumentado tres o cuatro kilos desde que llegara a Urras; tostado por el sol de la montaña, descansado por las vacaciones, tenía ahora un aspecto excelente.

Era una figura llamativa cuando se levantó de la mesa en el gran salón comedor bajo el techo alto y sombrío de vigas desnudas, entre los cuadros y retratos que colgaban de las paredes artesonadas, las mesas resplandecientes a la llama de las bujías, la porcelana y la plata. Saludó a alguien en otra mesa y siguió caminando, con una expresión de tranquilo desapego. Desde el otro lado del salón, Chifoilisk lo vio, y fue detrás de él, alcanzándolo en la puerta.

—¿Tiene unos minutos libres, Shevek?

—Sí. ¿Mis habitaciones? —Se había acostumbrado al uso constante del posesivo, y ahora lo empleaba sin timidez.

Chifoilisk pareció titubear.

—¿Por qué no la Biblioteca? Está en el camino de usted, y yo quiero retirar un libro.

Cruzaron el patio hacia la Biblioteca de la Ciencia Noble —el antiguo nombre de la física, que aún se conservaba en Anarres, en ciertas acepciones— caminando lado a lado en la susurrante oscuridad. Chifoilisk abrió un paraguas, pero Shevek caminaba bajo la lluvia como los loti caminaban al sol, con deleite.

—Se va a empapar —refunfuñó Chifoilisk—. Tiene el pecho delicado ¿no? Le convendría cuidarse.

—Estoy muy bien —dijo Shevek, y sonrió mientras caminaba a través de la lluvia fina, refrescante—. Ese médico del gobierno, sabe, me dio un tratamiento, inhalaciones. Da resultado. Ya no toso. Le pedí al doctor que describiera por radio el procedimiento y las drogas al Sindicato de Iniciativas de Abbenay. Lo hizo. Parecía contento. Es bastante sencillo; puede aliviar mucho el dolor, la tos del polvo. ¿Por qué, por qué no antes? ¿Por qué no trabajamos juntos, Chifoilisk?

El thuviano soltó un breve quejido sardónico. Entraron en la sala de lectura de la Biblioteca. Bajo los dobles arcos de mármol, las naves de libros antiguos reposaban en una penumbra serena; las lámparas de Tas largas mesas de lectura eran sencillas esferas de alabastro. No había nadie más allí, pero un sirviente se apresuró a seguirlos para encender el fuego en la chimenea de mármol y comprobar que no necesitaban nada antes de retirarse otra vez. Chifoilisk se detuvo delante del hogar, observando cómo se alzaban las primeras llamas. Las cejas erizadas sobre los ojos diminutos, la cara tosca, cetrina, intelectual del físico, parecía más vieja que de costumbre.

—Quiero ser desagradable, Shevek —dijo con su voz áspera. Y añadió—: Nada inusitado en eso, supongo —una humildad que Shevek no había esperado en él.

—¿Qué pasa?

—Quiero saber si se da cuenta de lo que está haciendo.

Luego de una pausa Shevek dijo:

—Creo que sí.

—¿Se da cuenta, entonces, de que ha sido comprado?

—¿Comprado?