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—Llámelo elegido por unanimidad, si lo prefiere. Escuche. Un hombre, por muy inteligente que sea, no puede ver lo que no sabe ver. ¿Cómo va a comprender la situación de usted, aquí, en una economía capitalista, en un Estado plutócrata-oligárquico? ¿Cómo puede verlo viniendo como viene de una pequeña comuna de idealistas hambrientos allá en el cielo?

—Chifoilisk, no quedan muchos idealistas en Anarres, se lo aseguro. Los Colonizadores eran idealistas, sí, al abandonar este mundo por nuestros desiertos. ¡Pero eso fue hace siete generaciones! Nuestra sociedad es práctica. Tal vez demasiado práctica, demasiado preocupada por la mera supervivencia. ¿Qué tiene de idealista la cooperación social, la ayuda mutua, cuando no hay otro medio de sobrevivir?

—No puedo discutir con usted los valores del odonianismo, aunque estuve tentado a menudo. Algo conozco al respecto, sabe. Nosotros, en mi país, estamos mucho más cerca del odonianismo que esta gente. Somos productos del mismo gran movimiento revolucionario del siglo octavo; somos socialistas, como ustedes.

—Pero ustedes son uranistas. El Estado de Thu es aún más centralizado que el de A-Io. Una única estructura de poder maneja todo, el gobierno, la administración, la policía, el ejército, la educación, las leyes, el comercio, las manufacturas. Y tienen además una economía monetaria.

—Una economía monetaria basada en el principio de que a todo trabajador se le paga lo que merece, por el valor de su trabajo… ¡no por capitalistas a quienes está obligado a servir, sino por el Estado del que es miembro!

—¿Es el trabajador quien establece el valor de lo que hace?

—¿Por qué no va a Thu, a ver cómo funciona el verdadero socialismo?

—Sé cómo funciona el verdadero socialismo —respondió Shevek—. Podría decírselo a usted, pero el gobierno de ustedes, en Thu, ¿me permitiría explicarlo?

Chifoilisk pateó un leño, que aún no se había encendido. Miraba atentamente el fuego y tenía una expresión de amargura, con las líneas entre la nariz y las comisuras de los labios profundamente marcadas. No respondió a la pregunta de Shevek. Dijo por último:

—No quiero hablar con usted como si jugáramos a algo. No tiene sentido; no lo haré. Lo que tengo que preguntarle es ¿iría usted a Thu?

—No ahora, Chifoilisk.

—Pero, ¿qué puede usted hacer… aquí?

—Mi trabajo. Y además, aquí estoy cerca de la sede del Consejo de Gobiernos Mundiales…

—¿El CGM? ¡Hace treinta años que A-Io se lo metió en los bolsillos! ¡ No cuente con ellos para que lo salven!

Una pausa.

—¿Estoy en peligro, entonces?

—¿Ni siquiera de eso se había dado cuenta?

Otra pausa.

—¿Contra quién me está usted poniendo en guardia? —preguntó Shevek.

—Contra Pae, en primer lugar.

—Oh, sí, Pae. —Shevek apoyó las manos sobre el elegante manto de la chimenea, taraceado en oro—. Pae es un físico excelente. Y muy servicial. Pero no confío en él.

—¿Por qué no?

—Bueno… es evasivo.

—Sí. Un certero juicio psicológico. Pero Pae no es peligroso para usted porque sea personalmente escurridizo, Shevek. Es peligroso para usted porque es un agente leal, ambicioso, del gobierno ioti. Informa sobre usted, y sobre mí, regularmente, al Departamento de Seguridad Nacional, la policía secreta. No lo subestimo a usted, Dios lo sabe, pero no se da cuenta, ese hábito de usted de tratar a todo el mundo como personas, como individuos, es inútil aquí, no sirve. Tiene que entender qué clase de poderes hay detrás de los individuos.

Mientras Chifoilisk hablaba, la postura natural, relajada, de Shevek Se había endurecido; ahora estaba en pie, tieso, como Chifoilisk, mirando el fuego.

—¿Cómo sabe eso de Pae? —preguntó.

—Por el mismo conducto por el que sé que en la habitación de usted hay un micrófono escondido, lo mismo que en la mía. Porque es mi oficio saberlo.

—¿También usted es un agente del gobierno?

El semblante de Chifoilisk se ensombreció; de pronto, volviéndose hacia Shevek, habló en voz baja y con odio:

—Sí —dijo—, también yo, por supuesto. No estaría aquí si no lo fuese. Todo el mundo lo sabe. Mi gobierno sólo manda al extranjero a aquellos en quienes puede confiar. ¡Y pueden confiar en mí! Porque yo no he sido comprado, como todos esos malditos, esos ricos profesores ioti. Creo en mi gobierno y en mi país. Tengo fe en ellos. —Chifoilisk hablaba con esfuerzo, como atormentado—. ¡Mire alrededor, Shevek! Parece usted un niño entre rufianes. Son buenos con usted, le dan una habitación agradable, conferencias, alumnos, dinero, lo llevan a visitar castillos, fábricas modelo, aldeas encantadoras. ¡Todo lo mejor! ¡Todo hermoso, maravilloso! Pero ¿por qué? ¿Por qué lo traen aquí desde la Luna, lo ensalzan, le imprimen los libros, lo mantienen tan abrigado, tan a salvo en las salas de lectura y en los laboratorios y en las bibliotecas? ¿Cree que lo hacen por motivos científicos, desinteresados, por amor fraternal? ¡Esta es una economía utilitaria, Shevek!

—Lo sé. Vine a negociar con ella.

—¿Negociar… qué? ¿Para qué?

El rostro de Shevek tenía ahora la misma expresión fría, grave que había tenido cuando se alejara de la Fortaleza, en Drio.

—Usted sabe lo que yo quiero, Chifoilisk. Quiero que mi pueblo salga del exilio. Vine aquí porque no creo que ustedes quieran eso en Thu. Ustedes, allí, nos tienen miedo. Temen que traigamos de vuelta la revolución, la antigua, la verdadera, la revolución por la justicia que ustedes comenzaron y abandonaron a mitad de camino. Aquí en A-Io me temen menos porque se han olvidado de la revolución. No creen más en ella. Piensan que si la gente posee muchas cosas se contentará con vivir en una cárcel. Pero yo no acepto eso. Quiero derribar los muros. Quiero solidaridad, solidaridad humana. Quiero libre intercambio entre Urras y Anarres. Luché por ello como pude en Anarres, y ahora lucho por ello como puedo en Urras. Allí, actuaba. Aquí, negocio.

—¿Con qué?

—Oh, usted lo sabe, Chifoilisk —dijo Shevek en voz baja, con timidez—. Usted sabe qué quieren de mí.

—Sí, lo sé, pero ignoraba que usted lo supiese —dijo el thuviano, también por lo bajo; la voz áspera se convirtió en un murmullo más áspero, todo aire y consonantes fricativas—. ¿La tiene, entonces… la Teoría Temporal General?

Shevek lo miró, tal vez con una pizca de ironía.

Chifoilisk insistió:

—¿Existe, por escrito?

Shevek lo siguió mirando un momento, y luego respondió directamente:

—No.

—¡Me alegro!

—¿Porqué?

—Porque si existiera, ellos ya la tendrían.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que ha oído. Escuche, ¿no fue Odo quien dijo que donde hay propiedad hay robo?

—«Para hacer un ladrón, haz un propietario; para que haya crímenes, haz leyes.» El Organismo Social.

—Perfecto. ¡Donde hay papeles en cuartos cerrados con llave, hay gente que tiene llaves de los cuartos!

Shevek se estremeció.

—Sí —dijo tras una pausa—, es muy desagradable.

—Para usted. No para mí. Yo no tengo como usted los escrúpulos de una moral individualista. Sé que no tiene redactada, por escrito, la teoría. Si pensara que la tiene, habría intentado conseguirla, de cualquier modo, por la persuasión, el robo, la fuerza si pensara que podríamos secuestrarlo a usted sin desencadenar una guerra con A-Io. Cualquier cosa, para impedir que caiga en poder de estos gordos capitalistas ioti y ponerla en manos de la Junta de Gobierno de mi país. Porque la causa más noble que podré servir jamás es la fuerza y el bienestar de mi patria.

—Está mintiendo —replicó Shevek pacíficamente—. Creo que es usted un patriota, sí. Pero por encima del patriotismo pone el respeto a la verdad, la verdad científica, y acaso también la lealtad a las personas, como individuos. Usted no me traicionaría.