—Lo haría si pudiese —dijo Chifoilisk con vehemencia salvaje. Empezó a hablar otra vez, se interrumpió, y dijo finalmente con colérica resignación—: Piense lo que quiera. Yo no puedo abrirle los ojos. Pero recuerde, lo queremos con nosotros. Si a la larga se da cuenta de lo que pasa aquí, vaya a Thu. ¡Escogió a la gente menos apropiada para tratar de convertirla en hermanos! Y si… no tengo por qué decírselo. Pero no importa. Si no va a Thu, si no acude a nosotros, al menos no entregue la Teoría a los ioti. ¡No les dé nada a los usureros! Váyase. Vuelva a Anarres. ¡Dele a los suyos lo que tiene que dar!
—Ellos no la quieren —dijo Shevek, sin expresión—. ¿Cree que no lo intenté?
Cuatro o cinco días más tarde, al preguntar por Chifoilisk, Shevek se enteró de que había regresado a Thu.
—¿Definitivamente? No me dijo que estaba por marcharse.
—Un thuviano nunca sabe cuándo va a recibir una orden de su gobierno —dijo Pae, pues naturalmente fue Pae quien informó a Shevek—. Sólo sabe que cuando le llega, lo mejor que puede hacer es volar. Y no detenerse a juntar florcillas por el camino. ¡Pobre Chif! Me pregunto qué error habrá cometido.
Shevek iba una o dos veces por semana a ver a Atro en la simpática casita en que vivía en los lindes de la Universidad, atendido por un par de sirvientes tan viejos como él. Ya casi octogenario, Atro era, como él mismo decía, un monumento a un físico de primer orden. Aunque la obra de su vida no había caído en el vacío, como en el caso de Gvarab, Atro había alcanzado con los años algo de ese mismo desinterés característico. El interés que mostraba por Shevek, al menos, parecía ser enteramente personal, un interés de camarada. Había sido el primer físico secuencial que adoptara las ideas de Shevek para la comprensión del tiempo. Había luchado, con las armas de Shevek, por las teorías de Shevek, contra todo el aparato burocrático de la respetabilidad científica, y la batalla había continuado durante varios años antes que se publicara la versión íntegra de los Principios de la Simultaneidad con la consiguiente y casi inmediata victoria de los simultaneístas. Esa batalla había sido el punto culminante de la vida de Atro. El nunca hubiera luchado por menos que la verdad, pero más que la verdad, era la lucha lo que le había fascinado.
La genealogía de Atro se remontaba a cien mil años atrás, a través de generales, princesas, grandes terratenientes. La familia era dueña de siete mil acres y catorce aldeas en la provincia de Sie, la región más rural de A-Io. Atro empleaba giros de lenguaje provincianos, arcaísmos a los que se aferraba con orgullo. Las riquezas no le impresionaban, y de los gobernantes del país decía que eran «demagogos y políticos trepadores». Nadie podía comprar su respeto. No obstante, lo concedía, generosamente, a cualquier imbécil que tuviese lo que él llamaba «un buen apellido». En algunos aspectos, era totalmente incomprensible para Shevek; un enigma: el aristócrata. Y sin embargo despreciaba realmente el poder y el dinero, y Shevek se sentía más cerca de él que de cualquier otra persona de las que había conocido en Urras.
Una vez, cuando estaban sentados conversando en el porche de vidrio donde Atro cultivaba toda clase de flores exóticas y fuera de estación, el urrasti empleó en un momento la frase «nosotros los cetianos». Shevek lo interrumpió vivamente:
—«Cetianos»… ¿no es una palabra chicharrera?
«Chicharrera», en la jerga vulgar, significaba la prensa popular, los periódicos, la radio y la televisión, la literatura barata manufacturada para la población trabajadora urbana.
—¡Chicharrera! —repitió Atro—. Pero mi querido amigo, ¿dónde diablos aprende usted esas expresiones? Lo que yo entiendo por «cetianos* es precisamente lo que entienden los redactores de la prensa diaria y el público que los lee moviendo los labios. ¡Urras y Anarres!
—Me sorprendió oírle una palabra extranjera… una palabra no-cetiana en realidad.
—Definición por exclusión —rebatió el viejo con regocijo—. Cien años atrás no necesitábamos esa palabra. Bastaba con «humanidad». Pero hace unos sesenta años las cosas cambiaron. Yo tenía diecisiete, era un hermoso día de sol de principios de verano. Lo recuerdo muy vividamente. Estaba adiestrando mi caballo, y mi hermana mayor gritó por la ventana: «¡Por la radio están hablando con alguien del espacio exterior!» Mi pobre madre querida pensó que estábamos todos condenados; diablos extraños, usted sabe. Pero eran sólo los hainianos, cacareando sobre la paz y la fraternidad. Y bueno, hoy, «humanidad» es un término demasiado amplio. ¿Qué define la fraternidad sino la no-fraternidad? ¡Definición por exclusión, querido mío! Usted y yo somos parientes. Los antepasados de usted probablemente cuidaban cabras en las montañas mientras los míos oprimían siervos en Sie, unos siglos atrás; pero somos miembros de la misma familia. Para saberlo, basta conocer a un verdadero extraño, oírlo hablar. Un ser de otro sistema planetario. Un hombre, así llamado, que no tiene nada en común con nosotros excepto la práctica disposición de dos piernas, dos brazos, ¡y una cabeza con alguna especie de cerebro dentro!
—Pero los hainianos no han demostrado que somos…
—Todos de origen extraño, retoños de colonizadores interestelares hainianos, medio millón de años atrás, o un millón, o dos o tres millones; sí, lo sé, ¡Demostrado! ¡Por el Número Primigenio, Shevek, habla como un seminarista novicio! ¿Cómo se puede hablar con seriedad de pruebas históricas, luego de tanto tiempo? Estos hainianos juegan con los milenios como si fueran pelotas, pero es puro malabarismo. ¡Pruebas, realmente! La religión de mis antepasados me informa, con idéntica autoridad, que desciendo de Pinra Od, a quien Dios expulsó del Jardín porque se atrevió a contarse los dedos de las manos y los pies, hasta sumar veinte, y dejar así el Tiempo suelto por el Mundo. ¡Prefiero este cuento, si tengo que elegir, al de los extraños!
Shevek reía a carcajadas. Le encantaba el humor de Atro. Pero el viejo estaba serio. Palmeó el brazo de Shevek y enarcando las cejas y mascullando, conmovido, dijo al fin:
—Espero que usted sienta lo mismo, querido mío. Lo espero de veras. Hay muchas cosas admirables, no lo dudo, en la sociedad de ustedes, pero no se les enseña a discriminar, lo que es en definitiva lo mejor que la civilización puede darnos. No quiero que esos extraños malditos lo atrapen por esas ideas que usted tiene, de fraternidad y mutualismo y todo eso. Lo inundarán con ríos de «humanidad común» y «ligas de los mundos» y toda esa cháchara, y yo detestaría ver que usted la acepta. La ley de la existencia es la lucha, la competencia, la eliminación del débil, una guerra sin cuartel. Y yo quiero que sobrevivan los mejores. La humanidad que yo conozco. Los cetianos. Usted y yo: Urras y Anarres. Ahora les llevamos la delantera, a todos esos hainianos, y terranos o como quiera que se llamen, y tenemos que conservar nuestro puesto. Ellos nos dieron la propulsión interastral, es verdad, pero ahora estamos construyendo naves mejores que las de ellos. Cuando se decida a dar a conocer la teoría de usted, espero seriamente que piense en el deber que tiene para con los suyos, los de su misma especie. En lo que significa la lealtad, y a quién se la debe.
Las lágrimas fáciles de la edad senil humedecieron los ojos casi ciegos de Atro. Shevek apoyó una mano en el brazo del viejo, una mano tranquilizadora, pero no dijo nada.
—La tendrán, por supuesto. Finalmente la tendrán. Y es natural que así sea. La verdad científica saldrá a la luz; no es posible ocultar el sol debajo de una piedra. ¡Pero antes que la consigan, quiero que paguen! Quiero que ocupemos el lugar que nos corresponde. Quiero respeto: y eso es lo que usted puede conquistar para nosotros. La transimultaneidad… si la conseguimos, el impulso interastral de ellos no tendrá más valor que un saco de habas. No es el dinero lo que me importa, usted lo sabe. Quiero que se reconozca la superioridad de la ciencia cetiana, la superioridad de la mente cetiana. Si ha de haber algún día una civilización interastral, ¡por Dios, no quiero que los de mi raza sean entonces miembros de una casta inferior! Tendremos que llegar, como hombres de la alta nobleza, con un gran regalo en nuestras manos… así tendría que ser. Bueno, bueno, me acaloro a veces hablando de estas cosas. A propósito, ¿qué tal anda el libro de usted?