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—He estado trabajando con la hipótesis gravitatoria de Skask. Tengo la impresión de que Skask se equivoca cuando sólo utiliza ecuaciones diferenciales parciales.

—Pero el último trabajo que usted escribió era sobre la gravedad. ¿Cuándo se va a dedicar a la cosa real?

—Usted sabe que para nosotros, los odonianos, los medios son el fin —dijo Shevek con ligereza—. Además, no puedo representar una teoría del tiempo que omita la gravedad, ¿no es así?

—¿Quiere decir que nos la está dando con cuentagotas? —preguntó Atro con suspicacia—. Eso sí que no se me había ocurrido. Me convendría releer ese último trabajo. Había partes que no tenían mucho sentido para mí. Se me cansan tanto los ojos estos días. Creo que algo anda mal en esa cosa maldita, en esa lupa-proyector que necesito para leer. Tengo la impresión cíe que ya no proyecta claramente las palabras.

Shevek miró al anciano con afecto y compunción, pero no le dijo nada más acerca de su propia teoría.

A Shevek le llegaban cada día invitaciones a recepciones, homenajes, inauguraciones y otras cosas por el estilo. Asistía a veces, porque había venido a Urras con una misión y debía tratar de cumplirla: tenía que imponer la idea de fraternidad, tenía que encarnar, en su persona, la solidaridad de los Dos Mundos. Hablaba, y la gente lo escuchaba, y decía:

—Qué gran verdad.

Se preguntaba por qué el gobierno no le impedía que hablase. Chifoilisk tenía que haber exagerado, para sus propios fines, la magnitud del control y la censura. Hablaba, hablaba de anarquismo puro, y nadie se lo impedía. ¿Pero necesitaban acaso hacerlo callar? Tenía la impresión de que siempre, cada vez, hablaba para el mismo público: bien vestido, bien alimentado, bien educado, sonriente.

¿Era la única clase de público que había en Urras?

—Es el dolor lo que une a los hombres —decía Shevek en pie delante de ellos, y ellos asentían y decían:

—Qué gran verdad.

Empezó a odiarlos, y cuando se dio cuenta, dejó bruscamente de aceptar invitaciones.

Pero eso equivalía a aceptar el fracaso y a que se sintiera más solo. No estaba haciendo lo que había venido hacer. No eran ellos quienes lo aislaban, se decía; era él, como siempre, quien se había aislado de ellos.

En el comedor de los Decanos dijo una noche, en la mesa:

—Yo no sé cómo viven ustedes, aquí. Veo las casas particulares, desde fuera. Pero desde dentro, sólo conozco la vida pública de ustedes… salas de reuniones, refectorios, laboratorios.

Al día siguiente Oiie le preguntó, no sin cierto empaque, si en el próximo fin de semana querría ir a cenar y a pasar la noche fuera, en casa de Oiie.

La casa estaba en Amoeno, una aldea a pocas millas de Ieu Eun, y era, de acuerdo con los cánones urrasti, una modesta vivienda de clase media, quizá más antigua que la mayoría. Era una casa de piedra, construida unos trescientos años atrás, de habitaciones artesonadas. El arco doble que caracterizaba a la arquitectura ioti aparecía en los marcos de las ventanas y las puertas. A Shevek le agradó, ya a primera vista, la relativa ausencia de muebles: con aquellos grandes espacios de suelo minuciosamente pulido, las habitaciones parecían austeras, espaciosas. Siempre se había sentido incómodo en medio de los decorados y enseres extravagantes de los edificios públicos en que se celebraban las recepciones, los homenajes y los otros actos. Los urrasti tenían buen gusto, pero contaminado a menudo por un impulso exhibicionista: la ostentación de lo caro. El origen natural, estético del deseo de tener cosas estaba enmascarado y pervertido por compulsiones económicas y competitivas, compulsiones que limitaban a su vez la calidad de los objetos: todo no era más que una especie de despilfarro mecánico. Aquí, en cambio, había gracia, la gracia de la austeridad.

Un criado recogió los abrigos en la entrada. La esposa de Oiie acudió a saludar a Shevek desde la cocina del subsuelo, donde había estado instruyendo a la cocinera.

Mientras conversaban antes de la cena, Shevek reparó de pronto que le hablaba a ella casi exclusivamente, con una cordialidad y un deseo de agradar que a él mismo le sorprendió. ¡Pero era tan bueno hablar otra vez con una mujer! No le sorprendía que se hubiera sentido aislado, viviendo una existencia artificial, entre hombres, siempre hombres, sin la tensión y la atracción de la diferencia sexual. Y Sewa Oiie era atractiva. Observándole las líneas delicadas de las sienes y la nuca, Shevek se dijo que la moda urrasti de rasurar las cabezas de las mujeres no le parecía tan criticable como al principio. Sewa era reservada, más bien tímida; Shevek trató de que se sintiera a gusto con él, y veía, encantado, que al parecer estaba consiguiéndolo.

Pasaron a cenar y en la mesa se les unieron dos niños. Sewa Oiie se disculpó:

—Ya no es posible conseguir una niñera decente en este país —dijo. Shevek asintió, sin saber qué era una niñera. Estaba observando a los dos chiquillos, con el mismo alivio, con el mismo deleite. No había visto casi a ningún niño desde que partiera de Anarres.

Eran niños muy limpios, muy juiciosos, que hablaban cuando se les hablaba, vestidos con casacas de terciopelo azul y pantalones abuchonados. Observaban a Shevek con una mezcla de temor y de respeto, como a una criatura del Espacio Exterior. El de nueve años era severo con el de siete, le cuchicheaba al oído que no mirase, pellizcándolo sin piedad. El pequeño contestaba con otros pellizcos y trataba de patearlo por debajo de la mesa. El principio de autoridad no parecía aún muy firme en la mente del niño.

Oiie era otro hombre en su casa. Ya no tenía aquella mirada furtiva, y no arrastraba las palabras al hablar. La familia lo trataba con respeto, pero ese respeto era recíproco. A Shevek, que había escuchado muchas de las opiniones de Oiie sobre las mujeres, le sorprendió ver cómo trataba a Sewa: con cortesía, hasta con delicadeza. Esto es caballerosidad, pensó, una palabra que había aprendido recientemente, pero pronto decidió que era algo más. Oiie quería a su mujer y confiaba en ella. Se comportaba con ella y con los niños casi como si fuera un anarresti. A decir verdad, se le reveló entonces como un hombre sencillo, fraternal, un hombre libre.

A Shevek se le ocurrió luego que era una libertad de alcance muy limitado, un núcleo familiar pequeño, pero se sentía tanto más a gusto, tanto más libre él mismo, que no tenía ganas de ponerse a criticar.

En una pausa de la conversación, el niño más pequeño dijo con su vocecita clara:

—El señor Shevek no tiene muy buenos modales.

—¿Por qué no? —preguntó Shevek antes que la mujer de Oiie pudiera reprender al niño—. ¿Qué he hecho?

—No dijo gracias.

—¿Gracias por qué?

—Cuando yo le pasé el plato de los encurtidos.

—¡Ini!¡ Cállate!

¡Sadik! ¡No seas egotista! El tono era exactamente el mismo.

—Creía que estabas compartiéndolos conmigo. ¿Eran un regalo? Nosotros sólo damos las gracias por los regalos, en mi país. Las demás cosas las compartimos sin palabras, ¿te das cuenta? ¿Quieres que te devuelva los encurtidos?

—No, no me gustan —dijo el niño mirando a Shevek a la cara, con ojos negros y luminosos.