—Vea, sé que ustedes no toman las cosas, como nosotros. En el mundo de ustedes, en Urras, las cosas hay que comprarlas. Yo voy al mundo de ustedes, no tengo dinero, no podré comprar, de manera que hubiera tenido que traer. Pero ¿cuánto podría traer? Ropa, sí, podría traer un par de mudas. Pero ¿comida? ¿Cómo podría traer comida en cantidad suficiente? No pude traer, no podré comprar. Si tienen interés en que siga viviendo, tendrán que proporcionarme comida. Soy un anarresti, y obligo a los urrasti a comportarse como anarresti: a dar, no a vender. Si lo desean. Naturalmente, no tienen ninguna obligación de conservarme vivo. Soy el Mendigo, ya lo ve.
—De ninguna manera, señor, no, no. Usted es un huésped muy honrado. Le ruego que no nos juzgue por la tripulación de esta nave, son muy ignorantes, hombres limitados… no tiene usted idea de la acogida que le espera en Urras. Al fin y al cabo, usted es un científico mundial-mente… ¡galácticamente famoso! ¡Y nuestro primer visitante de Anarres! Las cosas serán muy diferentes cuando lleguemos a Campo Peier, se lo aseguro.
—No dudo que serán diferentes —dijo Shevek.
La Travesía Lunar, de ida o de vuelta, demoraba normalmente cuatro días y medio, pero en esta ocasión se agregaron al viaje de regreso cinco días para la adaptación del pasajero. Shevek y el doctor Kimoe los dedicaron a vacunas y conversaciones, y el capitán del Alerta a mantener la nave en órbita y a echar maldiciones. Cada vez que tenía que hablarle a Shevek empleaba un tono de enojosa irreverencia. El doctor, que parecía preparado para explicar todas las cosas, tenía siempre un análisis a flor de labios:
—Está acostumbrado a considerar como inferiores a todos los extraños, como menos que humanos.
—La creación de seudo-especies, la llamaba Odo. Sí. Yo creía que tal vez en Urras la gente no pensaba ya de esa manera, puesto que hay allí tantas lenguas y naciones, y hasta visitantes de otros sistemas solares.
—De ésos pocos en verdad, pues los viajes interestelares son muy costosos y lentos. Quizá no siempre sea así —añadió el doctor Kimoe, sin duda con el propósito de halagar a Shevek, o de hacerlo hablar, cosa que Shevek ignoró.
—El segundo oficial —dijo— parece tenerme miedo.
—Oh, en él es fanatismo religioso. Es un epifanista intransigente. Recita las primas todas las noches. Un espíritu absolutamente rígido.
—Entonces ve en mí… ¿qué?
—Un ateo peligroso.
—¡Un ateo! ¿Por qué ?
—Bueno, porque usted es un odoniano de Anarres… no hay religión en Anarres.
—¿No hay religión? ¿Somos piedras, en Anarres?
—Una religión establecida, quiero decir… iglesias, credos… —Kimoe se aturullaba con facilidad. Tenía el aplomo común del médico, pero Shevek lo confundía. Todas las explicaciones de Kimoe concluían al cabo de dos o tres preguntas de Shevek en titubeos y vacilaciones. Cada uno de ellos consideraba como válidas ciertas relaciones que el otro ni siquiera vislumbraba. Este curioso asunto de la superioridad y la inferioridad, por ejemplo. Shevek sabía que el concepto de superioridad, de jerarquía relativa, era importante para los urrasti; allí donde un anarresti emplearía la expresión «más importante», los urrasti solían emplear la palabra «superior» como sinónimo de «mejor». Pero ¿qué relación tenía la superioridad con el hecho de ser extranjero? Un enigma entre otros centenares.
—Entiendo —dijo ahora, a medida que aclaraba ese nuevo enigma—. Ustedes no admiten ninguna religión fuera de las iglesias, así como no admiten una moral fuera de las leyes. Curioso, nunca lo había interpretado así, en mis lecturas de libros urrasti.
—Bueno, hoy cualquier persona culta admitiría…
—Es el vocabulario lo que complica las cosas —dijo Shevek, progresando en su descubrimiento—. En právico la palabra religión es poco… No, como dicen ustedes… rara. Insólita. Por supuesto, es una de las Categorías: el Cuarto Modo. Pocas personas aprenden a practicar todos los Modos. Pero los Modos son una consecuencia de las facultades mentales innatas, una aptitud religiosa. No supondrá que hubiéramos podido desarrollar las ciencias físicas sin entender la muy profunda relación que hay entre el hombre y el cosmos.
—Oh, no, de ninguna manera…
—Eso equivaldría, en verdad, a convertirnos en una seudo-especie.
—La gente educada lo comprenderá sin duda, estos oficiales son muy ignorantes.
—Pero entonces, ¿sólo a los fanáticos les permiten viajar por el cosmos ?
Todas las conversaciones se asemejaban a ésta, agotadoras para el médico e insatisfactorias para Shevek, y a la vez intensamente interesantes para ambos. Eran el único medio de que disponía Shevek para explorar el mundo nuevo que lo aguardaba. La nave misma, y la mente de Kimoe, le parecían un microcosmos. No había libros a bordo del Alerta, los oficiales evitaban a Shevek, y a la tripulación se le prohibía estrictamente acercarse a él. En cuanto a la mente del doctor, aunque inteligente y bien intencionada sin lugar a dudas, era un verdadero laberinto de artificios intelectuales más enigmáticos aún que todos los aparatos, dispositivos y enseres que colmaban la nave. A estos últimos, Shevek los encontraba entretenidos: todo era tan ostentoso, tan imaginativo y elegante; el mobiliario del intelecto de Kimoe le parecía, en cambio, menos cómodo. Las ideas del médico nunca seguían una línea recta: un rodeo por aquí, un esguince por allá, para acabar chocando contra una pared. Todos los pensamientos de Kimoe estaban cercados por paredes, de cuya existencia no parecía tener idea alguna, aunque no hacía otra cosa que esconderse detrás. Sólo en una oportunidad, durante todos aquellos días de conversación entre los mundos, Shevek vio abrirse una pequeña brecha.
Había preguntado por qué no había mujeres en la nave, y Kimoe le había contestado que el mando de un carguero del espacio no era tarea propia de mujeres. Shevek no dijo nada más; la historia que conocía y su conocimiento de los escritos de Odo eran un contexto suficiente para interpretar aquella respuesta tautológica. Pero el médico le hizo a su vez una pregunta, una pregunta sobre Anarres.
—¿Es cieno, doctor Shevek, que en la sociedad de ustedes tratan a las mujeres exactamente igual que a los hombres?
—Eso equivaldría a desperdiciar un muy buen equipo —respondió, riendo, y cuando advirtió hasta qué punto la idea era ridícula se echó a reír otra vez.
El doctor titubeó, procurando visiblemente sortear uno de sus acostumbrados escollos mentales; luego dijo como azorado:
—Oh, no, no quise decir sexualmente… es obvio que ustedes… que ellas… Me refería a la condición social de las mujeres.
—¿Condición es lo mismo que clase?
Kimoe no encontró modo de explicar lo que significaba condición social, y volvió al tema anterior.
—¿No hay realmente diferencia alguna entre el trabajo de los hombres y el de las mujeres?
—Bueno, no, parece un fundamento demasiado mecánico para establecer una división del trabajo, ¿no lo cree usted así? Una persona elige el trabajo de acuerdo con sus intereses, talento, fuerza. ¿Qué tiene que ver el sexo con todo esto?
—Los hombres son físicamente más fuertes —sentenció el doctor con contundencia profesional.
—Sí, a menudo, y más corpulentos, pero ¿qué puede importar esto si tenemos máquinas? Y si no las tenemos, si hemos de utilizar la pala para cavar y la espalda para cargar, es posible que los hombres sean más rápidos, pero las mujeres son más resistentes… Cuántas veces he deseado tener la resistencia de una mujer.
Kimoe, habitualmente cortés y comedido, clavó en Shevek una mirada escandalizada.
—Pero la pérdida de… de todo lo femenino… de la delicadeza… Ningún hombre podría respetarse a sí mismo. No pretenderá, por cierto, en el trabajo de usted, que las mujeres son iguales. ¿En física, en matemáticas, en el intelecto? No pretenderá rebajarse constantemente al nivel de ellas.