Había cinco hombres con él en el oscuro y mullido recinto del automóvil. Le señalaban algunos edificios, pero en la cerrazón Shevek no distinguía cuál de esas moles fugitivas era el Tribunal Supremo, y cuál el Museo Nacional, y cuál el Senado, y cuál el Directorio. Cruzaron un río o un estuario; el millón de luces de Nio Esseia temblaba en la niebla sobre el agua sombría. La carretera se oscurecía, la niebla aumentaba, el conductor aminoraba la marcha del vehículo. Las luces centellaban sobre la bruma como encima de un muro que retrocediera sin cesar. Sentado, con el torso algo inclinado hacia adelante, Shevek miraba, miraba casi sin ver y sin pensar, pero tenía una expresión grave y ensimismada, y los otros hombres conversaban en voz baja, respetando su silencio.
¿Qué era aquella sombra más densa que desfilaba, interminablemente, a la orilla del camino? ¿Árboles? ¿Era posible que desde que salieran de la ciudad hubieran viajado entre árboles? Recordó la palabra en iótico: «bosque». No desembocarían de súbito en el desierto. Los árboles se sucedían, en la colina próxima, y la próxima y la próxima, erguidos en el frío suave de la niebla, inacabables, un bosque que ocupaba el mundo entero, una silenciosa pugna de vidas intrincadas, un oscuro movimiento de hojas en la noche. De pronto, mientras Shevek miraba asombrado, en el momento en que el automóvil salía de la niebla espesa del valle a un aire más limpio, desde allí, desde la oscuridad de la fronda, una cara lo miró, por un instante.
No se parecía a ninguna cara humana. Era larga como un brazo, y de una blancura espectral. El aliento le brotaba en vapores de lo que parecía ser la nariz; y terrible, inconfundible, había un ojo. Un ojo grande, oscuro, melancólico (¿cínico acaso?) que desapareció en el resplandor de los faros del coche.
—¿Qué era eso?
—Un asno, ¿no?
—¿Un animal?
—Sí, un animal. Por Dios, es cierto. Ustedes no tienen animales grandes en Anarres, ¿verdad?
—Un asno es una especie de caballo —dijo otro de los hombres, y un tercero, al parecer mayor, añadió con voz firme—: Éste era un caballo. Los asnos nunca son tan grandes.
Querían hablar con él, pero otra vez Shevek había dejado de escuchar. Pensaba en Takver. Se preguntaba qué habría significado para Takver aquella mirada honda, seca y sombría en la oscuridad. Ella siempre había sabido que todas las vidas son la misma vida, y disfrutaba sintiéndose emparentada con los peces de los acuarios en el laboratorio, indagando en las experiencias ajenas más allá de los confines humanos. Takver habría sabido cómo devolverle la mirada a aquel ojo que lo había observado desde la oscuridad, bajo los árboles.
—Ya estamos llegando a Ieu Eun. Hay toda una multitud que espera para conocerle, doctor Shevek: el Presidente, y varios Directores, y el Rector, naturalmente, todos los señorones. Pero si está cansado, trataremos de abreviar al mínimo las amenidades.
Las amenidades se prolongaron por espacio de varias horas. Shevek nunca llegó a recordarlas con claridad. Desde la caja pequeña y oscura del automóvil, lo escoltaron hasta una enorme caja iluminada y colmada de gente —centenares de personas, bajo un techo dorado del que pendían lámparas de cristal—. Lo presentaron a todo el mundo. Todos eran más bajos que él, y calvos. Las contadas mujeres presentes también eran calvas; Shevek entendió al fin que se rasuraban, no sólo el vello fino y suave del cuerpo, sino también los cabellos. Pero llevaban en cambio atavíos esplendorosos, llamativos de corte y colorido, las mujeres con túnicas suntuosas que arrastraban por el suelo, los pechos desnudos, la cintura, el cuello y la cabeza adornados con joyas, gasas y encajes; los hombres de pantalón azul y chaquetas o túnicas de color rojo, azul, lila, oro, verde; de las mangas acuchilladas caían cascadas de encaje; las largas túnicas carmesíes o verdes o negras se abrían a la altura de la rodilla para exhibir los calcetines blancos, las ligas de plata. Otra palabra iótica flotó en la mente de Shevek, una palabra que hasta entonces nunca había tenido significado para él, aunque le gustaba el sonido: «esplendor». Esta gente tenía esplendor. Hubo discursos. El Presidente del Senado de la Nación de A-Io, un hombre de ojos fríos, extraños, propuso un brindis:
—¡Por la nueva era de fraternidad entre los Planetas Gemelos, y por el precursor de esta nueva era, nuestro distinguido y muy bienvenido huésped, el doctor Shevek de Anarres! —El Rector de la Universidad le habló con amabilidad, el primer Director de la Nación le habló con seriedad; lo presentaron a embajadores, astronautas, físicos, políticos, docenas de personas cuyos nombres iban siempre precedidos y seguidos de largos títulos y cargos honoríficos y todos le hablaban y le contestaban, pero Shevek nunca pudo recordar de qué habían hablado, y menos aún qué había dicho él. Muy entrada la noche, se encontró caminando junto con un pequeño grupo de hombres, bajo la llovizna tibia, cruzando un gran parque o una plaza. La hierba que pisaba era elástica, viva; la reconocía, le recordaba el Parque Triangular de Abbenay. Aquel recuerdo vivido y la refrescante caricia del viento nocturno lo despabilaron. El alma de Shevek salió de su escondite.
Los hombres que lo escoltaban lo condujeron a un edificio y a una habitación que llamaron «la habitación de usted».
Era espaciosa, de unos diez metros de largo, y sin duda una sala común, pues no había compartimientos ni plataformas para dormir; los tres hombres que aún lo acompañaban tenían que ser compañeros de cuarto. Era una sala común muy hermosa, con una hilera de ventanas que ocupaba toda una pared, separadas por columnas esbeltas que se elevaban como árboles y culminaban en un doble arco. La alfombra que cubría el piso era de color carmesí, y en el fondo, en un hogar abierto, ardía un fuego. Shevek cruzó la habitación y se detuvo frente al hogar. Era la primera vez que veía quemar madera para combatir el frío, pero ya nada lo asombraba. Extendió las manos hacia el grato calor, y se sentó en un asiento de mármol pulido junto al fuego.
El más joven de los hombres que lo acompañaban se sentó frente a él junto al hogar. Los otros dos seguían conversando. Hablaban de física, pero Shevek no trató de seguir la conversación. El hombre joven dijo en voz baja:
—Me gustaría saber cómo se siente, doctor Shevek.
Shevek estiró las piernas y adelantó el torso para recibir el calor en la cara.
—Me siento pesado.
—¿Pesado?
—La gravedad tal vez. O porque estoy cansado.
Miró al otro hombre, pero al resplandor de las llamas el rostro no era claro; sólo se veía el brillo de una cadena de oro y el intenso rojo rubí de la túnica.
—No sé el nombre de usted.
—Saio Pae.
—Oh, Pae, sí. Conozco los artículos de usted sobre la paradoja.
Hablaba con pesadez, soñoliento.
—Ha de haber un bar aquí, las habitaciones de los Decanos siempre tienen un gabinete de licores. ¿Le gustaría beber algo?
—Agua, sí.
El hombre reapareció con una copa de agua cuando los otros dos se unían a ellos junto al hogar. Shevek bebió el agua con avidez, y se quedó mirando la copa que tenía en la mano, una pieza frágil, delicadamente tallada, que reflejaba el resplandor de las llamas en el borde de oro. Sentía la presencia de los tres hombres, el modo en que estaban sentados o de pie junto a él, la actitud protectora, respetuosa, posesiva.
Alzó los ojos y los miró a la cara, uno a uno. Todos lo observaban, expectantes.
—Y bien, aquí me tienen —dijo. Sonrió—. Aquí lo tienen, el anarquista. ¿Qué harán con él?
2
En la ventana cuadrangular de una pared blanca está el cielo, claro y desnudo. En el cerro del cielo, el sol.
Hay once bebés en la sala, la mayoría en pares o tríos, dentro de grandes corrales acolchados, y aprontándose, conmocionados y elocuentes, para la siesta. Los dos mayores siguen en libertad; el gordo y activo desarma un juego de clavijas; el flaco y nudoso, sentado en el cuadrado de luz amarilla que proyecta la ventana, mira el rayo de sol con una expresión seria y estúpida.