Pero ¿una teoría en la cual todos los elementos fueran demostrables como verdaderos no era acaso tautología? La única posibilidad de romper el círculo y seguir avanzando había que buscarla en el ámbito de lo indemostrable, y aun de lo refutable.
En cuyo caso, esa indemostrabílidad de la hipótesis de la coexistencia real —el problema con que Shevek se había estado golpeando la cabeza desesperadamente en los últimos tres días, y en verdad en los últimos diez años— ¿importaba realmente?
Había estado buscando a tientas la certeza y tratando de alcanzarla como si fuese algo de lo que él pudiera adueñarse. Había estado reclamando una seguridad y una garantía que no se otorgan, y que si se otorgaran se convertirían en una prisión. Ya nada impedía que utilizara la hermosa geometría de la relatividad. Había supuesto la validez de la coexistencia como punto de partida, y ahora podía seguir adelante. El próximo paso era perfectamente claro. La coexistencia de la sucesión sería resuelta mediante una serie de transformaciones saebianas; encaradas de esta manera, a la sucesión y la presencia no se oponía ninguna antítesis. La unidad fundamental de los puntos de vista secuencial y simultaneísta se hacía evidente; el concepto de intervalo conectaba los aspectos estático y dinámico del universo. ¿Sería posible que durante diez años hubiera tenido la realidad delante de los ojos y no la hubiera visto? Ya no habría problemas para seguir avanzando. En realidad ya había avanzado. Estaba allí. Veía todo cuanto aparecería en aquella primera ojeada, en apariencia casual, al método adecuado, descubierto porque había comprendido al fin la naturaleza de un viejo error. El muro había sido derribado. La visión era a la vez clara y total. Lo que veía era simple, más simple que todo el resto. Era la simplicidad misma: y contenía en sí toda posible complejidad, toda promesa. Era la revelación. Era el camino despejado, el camino de regreso, la luz.
El espíritu era en él como un niño que correteara al sol. No había final, ningún final…
Y sin embargo, en medio de esa calma, de esa felicidad completa, tenía miedo; le temblaban las manos, y las lágrimas le empañaban los ojos, como si hubiese estado mirando directamente al sol. Al fin y al cabo, la carne no es transparente. Y es una impresión extraña, muy extraña, la de descubrir que la vida de uno tiene al fin algún significado.
A pesar de todo seguía mirando, adelantándose, con esa misma alegría infantil, hasta que de pronto no pudo avanzar más; volvió, y cuando miró alrededor a través de las lágrimas, vio que la habitación estaba a oscuras y que en las altas ventanas brillaban las estrellas.
El momento había desaparecido; él había visto cómo se iba. No había intentado retenerlo. Sabía que él era parte del momento, no el momento parte de él. El momento cuidaba de él y lo preservaba.
Al cabo de un rato se levantó, destemplado, y encendió la lámpara. Caminó un poco por el cuarto, tocando las cosas, la encuadernación de un libro, la pantalla de una lámpara, contento de estar de vuelta entre aquellos objetos familiares, de vuelta en su propio mundo; pues en ese instante la diferencia entre este planeta y aquél, entre Urras y Anarres, no le parecía más significativa que la diferencia entre dos granos de arena a la orilla del mar. No había más abismos, ni más muros. No había más exilio. Había visto los cimientos del universo, y eran sólidos.
Entró en la alcoba, con pasos lentos, vacilantes, y se dejó caer en la cama sin desvestirse. Allí permaneció acostado, con los brazos detrás de la cabeza, previendo y planeando algún detalle del trabajo que tenía que hacer, abstraído en una gratitud solemne y deleitada, que poco a poco se confundió con una ensoñación serena, y luego con el sueño.
Durmió diez horas. Se despenó pensando en las ecuaciones que expresarían el concepto de intervalo. Fue hasta el escritorio y se puso a trabajar. Tenía una clase esa tarde, y la dio; cenó en el comedor de profesores decanos y habló con ellos del tiempo, y de la guerra, y de cualquier otra cosa que a ellos les interesara. Si advirtieron algún cambio en él, Shevek no lo supo, porque en realidad era como si no existieran. Volvió a su habitación y trabajó.
Los urrasti dividían el día en veinte horas. Durante ocho días pasó de doce a dieciséis horas diarias sentado frente al escritorio, o caminando alrededor del cuarto, los ojos claros vueltos a menudo a las ventanas, mientras afuera brillaba el sol tibio de la primavera, o las estrellas y la luna amarilla, menguante.
Al entrar con la bandeja del desayuno, Efor lo encontró echado sobre la cama, los ojos cerrados, hablando en una lengua extranjera. Lo despertó. Shevek abrió los ojos con un sobresalto convulsivo, se levantó y se encaminó vacilante a la otra habitación, a la mesa, que estaba perfectamente vacía; escudriñó la computadora, ahora en blanco, y allí se quedó, como un hombre que ha recibido un golpe en la cabeza y aún no lo sabe. Efor logró convencerlo de que volviese a la cama, y dijo:
—Fiebre, señor. ¿Llamo al médico?
—¡No!
—¿Seguro, señor?
—¡No! No permita que nadie entre. Diga que estoy enfermo, Efor.
—Entonces seguro buscan al médico. Puedo decir que todavía trabaja, señor. Eso les gusta.
—Cierre la puerta con llave cuando salga —dijo Shevek. El cuerpo opaco lo había abandonado; se caía de cansancio y se sentía inquieto y con miedo. Temía a Pae, a One, temía una requisa policial. Todo cuanto había oído, leído, comprendido a medias acerca de la policía urrasti, la policía secreta, lo recordaba, vivida y terriblemente, como cuando un hombre admite que está enfermo y recuerda todo lo que ha leído alguna vez sobre el cáncer. Clavó en Efor una mirada angustiada, febril.
—Puede confiar en mí —dijo el hombre con aquel tono sumiso, esquivo, rápido. Le alcanzó un vaso de agua y salió del cuarto. Detrás de él sonó el clic de la llave que giraba en la cerradura.
Cuidó de Shevek durante los dos días siguientes, con un tacto que no se aprendía en la escuela de criados.
—Usted tendría que haber sido médico, Efor —le dijo Shevek, cuando la debilidad pasó a ser una lasitud meramente física, no desagradable.
—Lo que dice mi madre. No deja, que otro la cuide cuando anda apestada. Dice, «Tú tienes buena mano», y yo creo que sí.
—¿Trabajó alguna vez con enfermos?
—No, señor. No quiero saber nada de hospitales. Negro día el que me toca morir en uno de esos agujeros apestados.
—¿Los hospitales? ¿Qué pasa con ellos?
—Nada, señor, no donde lo llevan a usted, si empeora —dijo Efor amablemente.
—¿A cuáles se refiere, entonces?
—Los nuestros. Sucios. Como cubo de basurero —dijo Efor, sin violencia—. Viejos. El crío muere en uno. Hay agujeros en el piso, grandes agujeros, se ven las vigas, ¿entiende? Yo oigo «¿Cómo puede ser?» Pues sí, las ratas suben por los agujeros, derecho a las camas. Ellos dicen «Edificio viejo, seiscientos años como hospital». Casa de la Divina Armonía para los Pobres, se llama. Una mierda, es lo que es.
—¿Era hijo de usted el que murió en el hospital?
—Sí, señor, mi hija Laia.
—¿De qué murió?
—El corazón, una válvula, dicen ellos. Ella no crece mucho. Tiene dos años cuando muere.
—¿Otros hijos?
—Vivos ninguno. Tres nacidos. Duro para la madre. Pero ahora dice: «Oh, bueno, no hay que tomarlo a pecho, ¡al fin y al cabo da igual!» ¿Puedo hacer algo más por usted, señor?