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—Yo no quiero comprometerlo. Si usted pudiera decirme a dónde ir. Por quién tengo que preguntar. Un nombre al menos.

Una pausa más prolongada aún. El rostro de Efor parecía duro y consumido.

—Yo no… —dijo, y se interrumpió. En seguida añadió, abruptamente y en voz muy baja: —Mire, señor Shevek, Dios sabe que ellos necesitan de usted, nosotros lo necesitamos, pero mire, usted no sabe cómo es. ¿Cómo va a esconderse? ¿Un hombre como usted? ¿Con ese aspecto? Esto es una trampa, pero todo es una trampa. Usted puede escapar pero no puede esconderse. No sé qué decirle. Darle nombres, seguro. Pregunte a cualquier nioti, él le dirá a dónde ir. Ya hemos soportado demasiado. Necesitamos aire para respirar. Pero si lo pescan, lo matan, ¿y cómo me siento yo? Trabajo para usted ocho meses, llego a quererlo. Lo admiro. Ellos me lo piden todo el tiempo. Yo digo: «No. Dejadlo en paz. Un hombre bueno, no tiene culpa de nuestras desgracias. Dejadlo que vuelva al sitio de donde viene, donde la gente es libre. Dejad que alguien salga en libertad de esta prisión maldita en que vivimos».

—No puedo volver. Todavía no. Quiero encontrar a esa gente.

Efor callaba. Quizá fue el hábito de toda una vida de criado, que siempre obedece, lo que hizo que al fin asintiera y dijera en un murmullo:

—Tuio Maedda, él quiere verlo. En el Callejón de la Broma, en Ciudad Vieja. La tienda de comestibles.

—Pae dice que no puedo salir. Me detendrán si ven que tomo el tren.

—Taxi, quizá —dijo Efor—. Le pido uno, usted baja por la escalera. Conozco a Kae Oimon en la parada. No es tonto. Pero no sé.

—Está bien. Ahora mismo. Pae estuvo hace un rato, me vio, piensa que no saldré porque estoy enfermo. ¿Qué hora es?

—Las siete y media.

—Si voy ahora, tengo toda la noche para buscar. Llame el taxi, Efor.

—Le prepararé una maleta, señor…

—¿Una maleta de qué?

—Necesita ropa…

—¡Llevo ropa puesta! Llame.

—No puede ir sin nada —protestó Efor, más ansioso y preocupado que nunca—. ¿Lleva dinero?

—Ah… sí. Puedo necesitarlo.

Shevek ya estaba listo; Efor se rascó la cabeza, ceñudo, malhumorado, pero fue hacia el teléfono del vestíbulo para llamar el taxi. Cuando volvió encontró a Shevek esperando junto a la puerta del vestíbulo y con el abrigo puesto.

—Baje —le dijo Efor de mala gana—. Kae está en la puerta de atrás, cinco minutos. Dígale que salga por el Camino del Bosque, allí no hay guardias como en el portón principal. No vaya por el portón, allí lo detienen, seguro.

—¿Lo culparán por esto, Efor?

Los dos hablaban cuchicheando.

—Yo no sé que usted se va. Mañana digo que usted no se levanta todavía. Duerme. Los distraigo un rato.

Shevek lo tomó por los hombros, lo besó, le estrechó las manos.

—¡Gracias, Efor!

—Buena suerte —dijo el hombre, azorado. Shevek ya no estaba allí.

La costosa jornada con Vea lo había dejado casi sin dinero, y el viaje en taxi a Nio le sacó otras diez unidades. Se apeó en una estación mayor del tren subterráneo, y con la ayuda del mapa consiguió llegar a la Ciudad Vieja, un sector de Nio que nunca había visitado. El Callejón de la Broma no figuraba en el mapa, de modo que dejó el tren en el apeadero de la Ciudad Vieja. Cuando subió desde la amplia estación de mármol hasta la calle, se detuvo desconcertado. Aquello no se parecía nada a Nio Esseia.

Caía una llovizna fina, neblinosa; la oscuridad era casi completa y en la calle no había luz. Había faroles, sí, pero o no los habían encendido, o estaban rotos. Aquí y allá, a través de los postigos cerrados de las ventanas, se filtraba un resplandor amarillo. Un poco más abajo, de un portal abierto, fluía un haz de luz; alrededor de él, hablando en voz muy alta, holgazaneaba un grupo de hombres. El pavimento, pegajoso a causa de la lluvia, estaba sembrado de restos de papel y desperdicios. Las fachadas de los comercios, por lo que alcanzó a distinguir en la penumbra, eran bajas, y estaban cerradas por pesadas celosías de metal o madera, excepto una que había sido destruida por el fuego y se alzaba negra y desnuda, con las astillas de vidrio todavía adheridas a los marcos rotos de las ventanas. La gente iba y venía, sombras calladas y presurosas.

Una mujer subía la escalera detrás de él, y Shevek se volvió para preguntarle por el callejón. A la luz del globo amarillo de la estación subterránea, vio con claridad la cara de la mujer: blanca y ajada, con la mirada muerta y hostil del cansancio. Unos aros de vidrio le bailoteaban sobre las mejillas. Trepaba laboriosamente las escaleras, encorvada quizá por la fatiga o la artritis o alguna deformidad de la columna. Pero no era vieja como le había parecido; no tenía ni siquiera treinta años.

—¿Me puede decir por dónde se va al Callejón de la Broma? —tartamudeó Shevek. La mujer lo miró con indiferencia, y cuando llegó a lo alto de la escalera apresuró el paso y se alejó sin decir una palabra.

Shevek echó a andar calle abajo, a la deriva. Después de la decisión súbita y la fuga de Ieu Eun, la exaltación del primer momento se había transformado en temor; se sentía acosado, perseguido. Evitó el grupo de hombres junto a la puerta, guiado por la sospecha instintiva de que un extranjero solitario no se acerca a esos grupos. Cuando vio a un hombre que caminaba solo delante de él, lo alcanzó y repitió la pregunta.

—No sé —dijo el hombre, y le dio la espalda.

No le quedaba otro recurso que seguir. Llegó a una calle mejor iluminada que corría serpenteando bajo la llovizna hacia arriba y abajo, entre el charro y empañado centelleo de una hilera de letreros y anuncios luminosos. Había muchas tabernas y casas de empeño, algunas abiertas todavía. La gente iba y venía por la calle, adelantándose a codazos, agolpándose a las puertas de las tabernas. Tirado en la calle había un hombre, un hombre caído, el gabán arrebujado sobre la cabeza, bajo la lluvia, dormido, enfermo, muerto. Shevek contempló con horror al hombre y a la que gente que pasaba sin mirar.

Seguía allí paralizado cuando alguien se detuvo junto a él y lo miró a la cara, un individuo bajo, con la barba crecida, el cuello torcido, de unos cincuenta o sesenta años, los ojos inyectados en sangre, la boca abierta en una mueca de risa. Se detuvo, y al ver al hombre alto, aterrorizado, lo apuntó con una mano temblorosa y soltó una carcajada estúpida.

—¿De dónde sacas todo ese pelo, eh, eh, ese pelo, de dónde lo sacas? —farfulló.

—¿Puede… puede usted decirme dónde queda el Callejón de la Broma?

—Broma, seguro, bromeo, y no es broma que estoy quebrado. Eh, ¿tienes una azul para un trago en una noche fría? Seguro que tienes una azul.

El hombre se le acercó todavía más. Shevek se apartó, mirándole la mano abierta, sin comprender.

—Vamos, una broma, viejo, una azul —farfulló el hombre mecánicamente, sin amenaza ni súplica, la boca abierta todavía en la sonrisa idiota, la mano extendida.

Shevek comprendió. Buscó a tientas en los bolsillos, encontró el último dinero que le quedaba, lo echó en la mano del mendigo, y helado de miedo, aunque no era miedo por él mismo, esquivó al hombre, que mascullaba aún y trataba de tironearle el gabán, y se encaminó al portal abierto más cercano. Un letrero decía: «Empeños y Objetos Usados. Tasaciones Máximas». Adentro, entre las perchas y estanterías repletas de abrigos raídos, zapatos, chales, instrumentos abollados, lámparas rotas, platos dispares, botes de lata, cucharas, abalorios, deséenos y fragmentos, todos con el precio marcado, se detuvo tratando de serenarse.

—¿Busca algo?

Shevek preguntó, una vez más.

El tendero, un hombre moreno tan alto como Shevek pero encorvado y huesudo, lo miró de arriba abajo.