En la antesala el aya, una mujer tuerta y canosa, conversa con un hombre alto de unos treinta años y cara triste.
—A la madre la han destinado a Abbenay —dice el hombre—. Ella desea que el niño quede aquí.
—¿Entonces, Palat, lo tendremos en el parvulario como permanente?
—Sí, yo volveré a mudarme a un dormitorio.
—No te preocupes, él nos conoce bien a todos, aquí. Pero sin duda la Divtrab no tardará en ponerte cerca de Rulag. Puesto que estáis asociados, y sois ingenieros los dos.
—Sí, pero ella… Es el Instituto Central de Ingeniería el que la pide, ¿entiendes? Yo no soy tan competente. Rulag tiene que hacer trabajos importantes.
El aya meneó la cabeza, y suspiró.
—¡De todos modos …! —dijo con energía, y no añadió nada más.
Los ojos de Palat seguían fijos en el niño flaco que preocupado por la luz no había advertido la presencia de su padre en la antesala. En aquel momento el gordo avanzaba rápidamente hacia el flacucho, aunque a gatas, con ese andar peculiar de quien lleva unos pañales colgantes y mojados. Se había acercado por aburrimiento o por interés, pero al llegar al cuadrado de sol descubrió que el suelo estaba allí caliente. Se dejó caer con pesadez al lado del flacucho, empujándolo a la sombra.
El arrobamiento ciego del flacucho se trocó en un mohín de rabia. Empujó al gordo, gritando:
—¡Fuera de aquí!
El aya intercedió rápidamente. Acomodó los pañales del gordo.
—Shev, no hay que empujar a los otros.
El bebé flacucho se incorporó, la cara arrebatada de sol y de furia. Estaba a punto cíe perder los pañales.
—¡Mío! —dijo con voz aguda, vibrante—. ¡Mío sol!
—No es tuyo —dijo la mujer tuerta con la paciencia de la certeza absoluta—. Nada es tuyo. Es para usar. Es para compartir. Si no quieres compartirlo no puedes usarlo. —Y alzó al niño flaco con manos cuidadosas e inexorables, y lo puso a un costado, fuera del cuadrado de sol.
El gordo miraba abstraído, indiferente. El flaco se sacudió de arriba abajo y chilló:
—¡Mío sol! —y estalló en lágrimas de rabia.
El padre lo levantó y lo sostuvo.
—A ver, Shev —dijo—.Veamos, tú sabes que no puedes tener cosas. ¿Qué te pasa? —le hablaba con voz suave, y temblaba como si también él estuviera a punto de echarse a llorar. El niño flaco, largo, liviano en los brazos del padre, lloraba con desconsuelo.
—Hay algunos que no saben tomar la vida con calma —dijo la mujer tuerta, observando con simpatía.
—Ahora lo llevaré de visita al domicilio. La madre parte esta noche, sabes.
—Ve tranquilo. Espero que pronto os destinen juntos —dijo el aya, mientras cargaba al niño gordo como un saco de grano sobre la cadera; tenía una expresión melancólica y bizqueaba con el ojo sano—. Adiós, Shev, mi corazón. Mañana, óyeme, mañana jugaremos a camión y camionero.
El pequeño no la había perdonado aún. Prendido al cuello del padre, sollozaba, y escondía la cara en la oscuridad del sol perdido.
Aquella mañana la Orquesta necesitaba todos los bancos para el ensayo, y el grupo de danza iba y venía pisando con fuerza por el gran salón del centro de aprendizaje, de modo que los chicos que se ejercitaban en hablar-y-escuchar se habían sentado en círculo en el suelo de piedra espuma del taller. El primer voluntario, un flacucho de ocho años, largo de manos y pies, se levantó, muy erguido, como los niños sanos; la cara del chiquillo, cubierta de un vello ligero, estaba pálida al principio; luego, mientras esperaba a que los niños escucharan, se rué poniendo roja.
—Adelante, Shev —dijo el director del grupo.
—Bueno, se me ocurrió una idea.
—Más alto —dijo el director, un hombre robusto, de poco más de veinte años.
El chico sonrió con timidez.
—Bueno, mira, estuve pensando, digamos que le tiras una piedra a algo. A un árbol. La tiras y va por el aire, y le da al árbol. ¿Sí? Pero no, no puede. Porque… ¿puedo usar la pizarra? Mira, aquí estás tú, tirando la piedra, y aquí está el árbol —trazó unos garabatos en la pizarra—, supongamos que eso es un árbol, y aquí está la piedra, ves, a mitad de camino entre tú y el árbol. —Los otros chicos se reían entre dientes viendo cómo había representado un árbol de holum, y el chico sonrió—. Para llegar desde donde estás tú hasta el árbol, la piedra tiene que encontrarse a mitad de camino entre tú y el árbol, ¿no es verdad? Y luego tiene que encontrarse a mitad de camino entre la mitad del camino y el árbol. Por muy lejos que llegue, siempre hay un punto, sólo que en realidad es un momento en el que está entre el último punto y el árbol…
—¿Os parece interesante esto? —interrumpió el director, roblándoles a los otros niños.
—¿Por qué no puede llegar al árbol? —preguntó una niña de diez años.
—Porque siempre tiene que recorrer la mitad del camino que le falta por recorrer —dijo Shevek—, y siempre queda una mitad de camino… ¿Te das cuenta?
—¿Digamos mejor que apuntaste mal? —comentó el director con una sonrisa tensa.
—No importa cómo haya apuntado. No puede llegar al árbol.
—¿Quién te dio esta idea?
—Nadie. Se me ocurrió a mí. Es como si viera la piedra…
—Suficiente.
Algunos de los otros chicos habían estado conversando, pero de pronto pareció que se habían vuelto mudos. El de la pizarra seguía de pie, inmóvil en medio del silencio. Parecía asustado, enfurruñado.
—Hablar es compartir un arte cooperativo. Lo que tú haces no es compartir, es egotismo.
Desde abajo, desde el salón, llegaban las sutiles, vigorosas armonías de la orquesta.
—Eso no lo viste tú, por tus propios medios, no era espontáneo. He leído en un libro algo muy parecido.
Shevek miró con insolencia al director.
—¿Qué libro? ¿Hay uno aquí?
El director se levantó. Era casi dos veces más alto y tres veces más pesado que el niño, y no parecía tenerle ninguna simpatía, pero no había nada de violencia física en esta actitud, sólo una afirmación de autoridad, un tanto debilitada por la irritación con que había respondido a la insólita pregunta del niño.
—¡No! ¡Y basta de egotismos! —Y en seguida volvió al tono de voz melodioso y pedante—. Estas cosas son todo lo contrario de lo que nos proponemos en un grupo de hablar-y-escuchar. El lenguaje es una función bidireccional. Shevek no está todavía en condiciones de comprenderlo, como lo estáis casi todos vosotros, y es por lo tanto una presencia perturbadora. Tú mismo te das cuenta, ¿verdad, Shevek? Yo te sugeriría que busques otro grupo, uno que trabaje en tu nivel.
Nadie replicó. El silencio se prolongaba, la música continuaba vigorosa, sutil, mientras el chico devolvía la pizarra y se abría paso fuera del círculo. Salió al corredor y se detuvo. El grupo que acababa de abandonar empezó, guiado por el director, a narrar una historia colectiva. Shevek escuchó las voces apagadas que se turnaban y los latidos todavía acelerados de su propio corazón. Un canturreo le vibraba en los oídos, pero no era la orquesta sino ese sonido que le sale a uno cuando trata de no llorar; ya había advenido otras veces ese canturreo. No le gustó escucharlo, y como no quería pensar en el árbol y en la piedra se concentró en el Cuadrado. Era un cuadrado de números, y los números siempre eran serenos, inmutables; cada vez que se sentía desvalido podía recurrir a ellos, y nunca le fallaban. Lo había visto con la imaginación hacía algún tiempo; un diseño en el espacio parecido al de una música en el tiempo: un cuadrado de los primeros nueve enteros, y en el centro el cinco. En cualquier sentido que sumara las hileras siempre daban el mismo resultado, las desigualdades se equilibraban; le gustaba mirarlo. Si pudiera tener un grupo que quisiera hablar de esas cosas; pero sólo había un par de chicos y chicas mayores que se interesaban, y estaban demasiado ocupados. ¿Y el libro que había mencionado el director? ¿Sería un libro de números? ¿Mostraría cómo llegaba la piedra al árbol? Había sido estúpido al contarles la broma de la piedra y el árbol, nadie había entendido que se trataba de una broma, el director tenía razón. Le dolía la cabeza. Miró adentro, adentro, la imagen serena.