—Tal vez se abran de par en par las puertas de las cárceles —dijo Shevek—. Bueno, deme un poco de papel, voy a escribir.
La joven Siró se le acercó. Se inclinó sonriendo, como si fuera a hacerle una reverencia, tímida, decorosa, y le besó la mejilla; luego salió de la habitación. Siró tenía los labios fríos y Shevek sintió el roce en la mejilla durante mucho tiempo.
Pasó un día en la buhardilla de una vivienda del Callejón de la Broma, y dos noches y un día en el sótano de una tienda de muebles viejos, un lugar raro y oscuro, repleto de marcos de espejos y camas destartaladas. Escribía. Le llevaban lo que había escrito, ya impreso, al cabo de unas pocas horas: al principio en el periódico La Edad Moderna y más tarde, cuando el gobierno clausuró las prensas de La Edad Moderna y arrestó a los editores, en una imprenta clandestina, junto con los planes y exhortaciones para la manifestación y la huelga general. Shevek no releía lo que había escrito. No escuchaba con mucha atención a Maedda y los otros, que describían el entusiasmo con que se leían los periódicos, la aceptación creciente del plan de huelga, el efecto que la presencia de Shevek en la manifestación tendría a los ojos del mundo. Cuando lo dejaban solo, sacaba a veces una pequeña libreta del bolsillo de la camisa y miraba las notas en código y las ecuaciones de la Teoría Temporal General. Las miraba y no podía leerlas. No las comprendía. Guardaba otra vez la libreta, y se sentaba con la cabeza entre las manos.
Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol.
Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin.
Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás.
A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.
En las filas que lo rodeaban todos callaron para escucharlo, y él cantó en alta voz, sonriente, avanzando junto con ellos.
Podía haber cien mil seres humanos en la Plaza del Capitolio, o acaso el doble. Los individuos, como las partículas de la física atómica, son incontables, del mismo modo que es imposible determinar la posición que ocupan o predecir cómo se conducirán. Y sin embargo esta masa, esta masa enorme se conducía tal como lo habían previsto los organizadores de la huelga: se había congregado, había marchado en orden, había cantado, había ocupado la Plaza del Capitolio y las calles circundantes, y ahora se había detenido, innumerable y turbulenta pero a la vez paciente, en el luminoso mediodía, para escuchar a los oradores, cuyas voces solitarias, amplificadas aquí y allá, golpeaban y reverberaban contra tos soleados frontispicios del Senado y del Directorio, retintineaban y zumbaban por encima del vasto murmullo incesante de la muchedumbre.
Había aquí, en la plaza, más gente que la que vivía en Abbenay, reflexionó Shevek, pero el pensamiento no tenía ningún propósito, sólo cuantificar la experiencia directa. Estaba junto con Maedda y los otros en las gradas del Directorio, frente a las encolumnadas y altas puertas de bronce, contemplando el trémulo y sombrío campo de rostros, y escuchando como escuchaban ellos a los oradores: no oyendo y comprendiendo como la mente racional percibe y comprende, sino como quien contempla o escucha sus propios pensamientos, o como el pensamiento percibe y comprende el ser. Cuando habló, no hubo para él diferencia entre hablar y escuchar. No lo movió un impulso consciente; no se dio cuenta de que él mismo estaba hablando. Los ecos multiplicados de su voz desde los altavoces distantes y las fachadas de piedra de los soberbios edificios, lo distraían un poco, y por momentos titubeaba y hablaba muy lentamente. Pero no titubeaba buscando palabras. Expresaba de viva voz el pensamiento de ellos, el sentir de todos ellos, en el idioma de ellos, y sin embargo no decía nada más que lo que había dicho muchos años antes, lo que había brotado de su propia soledad, del centro de su ser.
—Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No el amor. El amor no obedece a la mente, y cuando se lo violenta se transforma en odio. El vínculo que nos une está más allá de toda posible elección. Somos hermanos. Somos hermanos en aquello que compartimos. En el dolor, en ese dolor que todos nosotros hemos de sufrir a solas, en la pobreza y en la esperanza reconocemos nuestra hermandad. La reconocemos porque hemos tenido que vivir sin ella. Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no tendemos la mano. Y la mano que vosotros tendéis está vacía, como lo está la mía. No tenéis nada. No poseéis nada. No sois dueños de nada. Sois libres. Todo cuanto tenéis es lo que sois, y lo quedáis.
»Estoy aquí porque vosotros veis en mí la promesa, la promesa que hicimos hace doscientos años en esta ciudad: la promesa cumplida. Nosotros la hemos cumplido. En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte.