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—Así es —dijo el pasajero.

—¿Dónde está la compañera?

—En el Noreste. Cuatro años, ahora.

—Eso es demasiado —dijo el conductor—. Tendrían que haberos mandado juntos.

—No donde yo estuve.

—¿Dónde?

—Codo, y después Valle Grande.

—Supe lo de Valle Grande. —El conductor miró al pasajero con el respeto con que se mira a un sobreviviente. Vio la tez reseca y curtida del hombre, como carcomida hasta el hueso por la lluvia y el viento, la misma que había visto en otros sobrevivientes de los años de hambruna en La Polvareda—. Fue un error intentar que esas refinerías continuaran trabajando.

—Necesitábamos los fosfatos.

—Pero dicen que cuando el tren de víveres fue atacado en Portal, las refinerías seguían funcionando, y la gente se moría de hambre en sus puestos. Se alejaban unos pasos, se acostaban en el suelo y se morían. ¿Era así?

El hombre asintió, en silencio. El conductor no preguntó más, pero al cabo de un rato dijo:

—No sé qué haría yo si alguna vez atacaran mi tren.

—¿Nunca te pasó?

—No. Es que no llevo víveres; un furgón, a lo sumo, para Alto Sedep. Este es un tren minero. Pero si me dieran un tren de víveres, y me detuvieran, ¿qué haría? ¿Atropellarlos y llevar los víveres a destino? Pero demonios, ¿cómo vas a atropellar a niños, a viejos? Está mal que lo hagan, pero ¿los matarás por eso? ¡No sé!

Los rieles rectos y brillantes corrían bajo las ruedas. En el oeste las nubes proyectaban sobre la llanura grandes espejismos temblorosos, los espectros de sueños de lagos que se habían secado diez millones de años atrás.

—Un síndico, un hombre que conocí durante años, hizo eso precisamente, al norte de aquí, en el 66. Trataron de sacarle un furgón de granos. Retrocedió con la máquina, y mató a un par de hombres antes de que despejaran los rieles, eran como gusanos en el pescado podrido, espesos, decía. Hay ochocientas personas esperando ese furgón de grano, decía, y ¿cuántos de ellos morirán si no les llega? Más de un par, muchos más. Así que parece que hizo bien. Pero, ¡maldición! Yo no puedo sumar o restar de ese modo. No sé si está bien contar personas como se cuentan números. Pero entonces, ¿qué haces? ¿A quiénes matas?

—El segundo año que estuve en Codo, donde era coordinador de Trabajo, el sindicato redujo las raciones. La gente que trabajaba seis horas recibía raciones completas, apenas suficientes para esa clase de trabajo. Los que trabajaban media jornada recibían tres cuartos de ración. Si estaban enfermos o demasiado débiles para trabajar, les daban medía ración. Una media ración no alcanzaba para que se curasen, aunque los mantenía vivos. Pero no volvían al trabajo. Yo era el encargado de poner a la gente a media ración, gente que ya estaba enferma. Yo trabajaba todo el día, ocho, diez horas algunas veces, trabajo burocrático, de modo que obtenía raciones completas: las ganaba. Las ganaba confeccionando las listas de los que pasarían hambre. —Los ojos claros del hombre miraban adelante, la luz seca—. Como tú dijiste, tenía que contar a la gente.

—¿Renunciaste?

—Sí, renuncié. Fui a Valle Grande. Pero algún otro se encargó de las listas en las refinerías de Codo. Siempre hay alguien dispuesto a hacer listas.

—Ves, eso es lo que está mal —dijo el conductor mirando el fuego con el ceño fruncido. Tenía una cara y un cráneo morenos y desnudos, no le quedaba vello ni pelo entre los pómulos y el occipital, aunque no podía tener más de cuarenta y cinco. Era una cara fuerte, dura e inocente—. Eso es lo que está espantosamente mal. Tenían que haber clausurado las refinerías. No se le puede pedir a un hombre que haga una cosa así. ¿No somos odonianos acaso? Un hombre puede perder los estribos, de acuerdo. Eso es lo que le pasaba a la gente que atacaba los trenes. Tenían hambre, los niños tenían hambre, hacía demasiado tiempo que estaban hambrientos, y allí había comida y no era para ti, perdías los estribos y atacabas. Lo mismo con el amigo, esa gente le estaba destrozando el tren, perdió los estribos y retrocedió. No le importó nada. ¡No en ese momento! Más tarde tal vez. Pues se sintió enfermo cuando vio lo que había hecho. Pero lo que te hacían hacer, diciendo éste vive y aquél muere… nadie tiene derecho a hacer ese trabajo o de pedirle a algún otro que lo haga.

—Han sido malos tiempos, hermano —dijo el pasajero con gentileza, observando la llanura deslumbrante donde los espectros del agua ondulaban y volaban con el viento.

El viejo dirigible de carga anadeó por encima de las montañas y amarró en el aeropuerto en la Montaña Riñón. Bajaron tres pasajeros. En el preciso momento en que el último de los tres pisaba el suelo, el suelo se encrespó y se encabritó.

—Terremoto —observó el hombre; era un residente local que regresaba a casa—. ¡Maldito sea, mira ese polvo! Algún día aterrizaremos aquí y no habrá más montaña.

Dos de los pasajeros optaron por esperar a que cargaran los camiones. Shevek prefirió caminar, pues el residente decía que Chakar quedaba a sólo unos seis kilómetros montaña abajo.

El camino avanzaba en una sucesión de curvas largas con una corta elevación al final de cada una. En las laderas ascendentes, a la izquierda del camino, y en las descendentes a la derecha, crecían espesos matorrales de holum; hileras de altos árboles holum, espaciados como si hubiesen sido plantados, seguían los cursos de agua subterránea a lo largo de las laderas. En la cresta de una elevación, Shevek vio el oro claro del crepúsculo por encima de las colinas replegadas y oscuras. Excepto el camino mismo, que descendía hacia las sombras, no había señales de vida humana. Cuando empezaba a bajar, el aire gruñó levemente, y Shevek sintió algo extraño: no una sacudida, no un temblor, sino un desplazamiento, una convicción de que las cosas andaban mal. Completó el paso que estaba dando, y allí estaba el suelo, que le recibió el pie. Continuó andando; el camino seguía allí muy quieto. Shevek nunca había estado en peligro, pero nunca tampoco se había sentido tan cerca de la muerte. La muerte estaba en él, debajo de él; la tierra misma era insegura, traidora. Lo perdurable, aquello en que se puede confiar, es una promesa hecha por la mente humana. Shevek sintió el aire frío, limpio, en la boca y los pulmones. Prestó atención. Un torrente de montaña atronaba en algún sitio, abajo entre las sombras.

Llegó a Chakar cuando caía la noche. El cielo era de un violeta sombrío por encima de los cerros negros. Los faroles resplandecían en la calle claros y solitarios. Las fachadas de las casas parecían bosquejos a la luz artificial, contra el fondo oscuro del desierto. Había numerosos solares vacíos, casas solitarias; un poblado antiguo, un pueblo fronterizo, aislado, disperso. Una mujer que pasaba le indicó a Shevek las señas del Domicilio Ocho:

—Por ese camino, hermano, pasando el hospital, al fondo de la calle. —La calle corría hacia la oscuridad al pie de la ladera y terminaba en la puerta de un edificio bajo. Entró y se encontró en el vestíbulo de un domicilio rural que le recordó la infancia, los lugares de Libertad, Montaña del Tambor, Llanos Anchos, donde había vivido con su padre: la luz débil, las esteras remendadas, un papel que describía las actividades de un grupo local de instrucción para mecánicos, un aviso de las reuniones del Sindicato, un volante anunciando la representación de una obra teatral tres décadas atrás, sujeto a la cartelera; un cuadro enmarcado de Odo en la prisión, obra de algún aficionado, colgado sobre el sofá de la sala común; un armonio de fabricación casera; una lista de residentes, y el horario del agua caliente en los baños pegado junto a la puerta.