Un libró que estuviese todo escrito en números sería infalible. Sería exacto. Nada de lo que se decía con palabras parecía realmente cieno. Las palabras no se acomodaban unas a otras, ni se tenían derechas; se enredaban y retorcían. No obstante, debajo de las palabras, en el centro, como en el centro del Cuadrado, todo se equilibraba también. Todo podía transformarse, y sin embargo, nada se perdía. Si uno entiende los números puede llegar a entenderlo todo: el equilibrio, la pauta. Los cimientos del mundo. Que eran sólidos.
Shevek había aprendido a esperar. Era bueno en eso, un experto. Había aprendido el arte esperando el regreso de Rulag, la madre, pero hacía ya tanto tiempo que no lo recordaba; más tarde lo había perfeccionado esperando a que le llegara el turno, el momento de compartir, de participar. A los ocho años preguntaba por qué y cómo y qué, pero casi nunca preguntaba cuándo.
Esperó a que el padre lo fuera a buscar para llevarlo de visita al domicilio. Fue una espera larga: seis décadas. Palat había aceptado un trabajo temporal en la Planta de Agua de Monte Tambor, y más tarde iría a pasar una década a la playa de Malenin, donde podría nadar, y descansar, y copular con una mujer llamada Pipar. Le había explicado al niño todo eso. Shevek confiaba en él, y Palat merecía esa confianza. A los sesenta días llegó a los dormitorios infantiles de Llanos Anchos un hombre largo, delgado, la mirada más triste que nunca. No era copular lo que en realidad necesitaba. Necesitaba a Rulag. Cuando vio al niño sonrió, y la frente se le arrugó de dolor.
Les gustaba estar juntos.
—Palat, ¿viste alguna vez un libro que fuera todo de números?
—¿Qué quieres decir, de matemáticas?
—Supongo que sí.
—¿Cómo éste?
Palat sacó un libro de entre los pliegues de la túnica. Era pequeño, de los que se llevan en el bolsillo, y como la mayoría de los libros estaba encuadernado en papel verde, con el Círculo de la Vida estampado en la cubierta. Los caracteres impresos eran diminutos y los márgenes estrechos, pues para fabricar papel se necesitaban muchos árboles de holum y mucha mano de obra humana, como lo repetía siempre la dispensadora del centro de aprendizaje, cada vez que alguien estropeaba una hoja e iba a pedir otra. Palat había abierto el libro para que Shevek pudiera verlo. La página doble era una serie de columnas de números. Allí estaban, tal como los había imaginado. Tenía ahora en las manos el testamento de la justicia eterna. Tabla de Logaritmos, Bases 10 y 12, rezaba el título de la cubierta sobre el Círculo de la Vida.
El chiquillo estudió durante un rato la primera página.
—¿Para qué son? —preguntó, pues parecía evidente que no habían puesto allí esas columnas sólo porque eran hermosas. Sentado junto a él en un duro diván, en la casi penumbra de la sala común del domicilio, el ingeniero trató de explicarle los logaritmos. En el otro extremo de la sala dos hombres viejos parloteaban mientras jugaban una partida de retape. Entró una pareja de adolescentes, preguntaron sí la habitación privada estaba libre esa noche, y fueron hacia ella. La lluvia batió un momento con fuerza contra el techo metálico del domicilio. Palat sacó una regla de cálculo y le enseñó a Shevek a manejarla; Shevek a su vez le mostró el Cuadrado y el principio que regía la disposición de los números. Al fin descubrieron que se les había hecho tarde. Corrieron en la oscuridad fangosa maravillosamente perfumada por la lluvia hasta el dormitorio de los niños, donde recibieron de la cuidadora la reprimenda de rutina. Se despidieron con un beso rápido, sacudidos los dos por la risa, y Shevek corrió al gran dormitorio y a la ventana, y vio que el padre regresaba por la calle única de los Llanos en la oscuridad húmeda y eléctrica.
Se acostó con las piernas embarradas, y soñó. Soñó que iba por un camino en una tierra desolada. Adelante, a lo lejos, más allá del camino veía una línea. Cruzó la llanura acercándose, era un muro. Se extendía de un horizonte a otro a través de la tierra yerma. Era un muro ancho, oscuro y altísimo. El camino trepaba hasta él, y se interrumpía.
Tenía que seguir, seguir adelante, pero era imposible. Se lo impedía el muro. Sintió un miedo doloroso, colérico. Tenía que seguir, seguir hasta el final, o nunca más podría volver. Pero allí estaba el muro. No había camino.
Golpeó con las manos la superficie del muro. Y gritó. La voz le salía en graznidos, sin palabras. Retrocedió asustado por ese sonido y entonces oyó otra voz que decía:
—Mira. —Era la voz del padre. Tenía la impresión de que también la madre Rulag estaba allí, aunque no la veía y no recordaba la cara de ella. Le parecía que Rulag y Palat se arrastraban gateando en la oscuridad debajo del muro, y que los cuerpos eran más abultados, más voluminosos que los de los seres humanos, y de forma diferente. Le señalaban, le mostraban algo, algo que estaba allí, en el suelo, en la tierra huraña e infecunda. Allí había una piedra, pero sobre la piedra, o dentro de ella, había un número; un cinco, pensó al principio, luego le pareció un uno, y de improviso comprendió: era el número primigenio, a la vez unidad y pluralidad.
—Esta es la piedra de toque —dijo una voz familiar y querida, y Shevek sintió una felicidad que lo traspasaba. Y ya no había muro en las sombras, y sabía que había regresado, que estaba de vuelta.
Más tarde no pudo recordar los detalles del sueño, pero aquella felicidad que lo había traspasado era inolvidable. Nunca había sentido nada parecido, una certeza tan absoluta de permanencia como el atisbo de una luz que brillaba inextinguible, que nunca le pareció irreal, aunque la había experimentado en un sueño. Sin embargo, aunque sabía que estaba allí, nunca pudo recuperarla, ni por el deseo ni por la voluntad. Sólo podía recordarla despierto. Cuando volvía a sonar con el muro, como ocurría algunas veces, eran sueños sombríos, sin resolución.
Habían descubierto la idea de «prisiones» en los episodios de la Vida de Odo, que todos los que habían elegido trabajar en historia estaban entonces leyendo. El libro contenía muchas cosas oscuras, y en los Llanos nadie sabía tanto de historia como para poder aclararlas. Pero cuando llegaron a los años que Odo había pasado en la Fortaleza de Drio, el concepto de «prisión» se explicó a sí mismo. Y cuando un profesional itinerante de historia pasó por la ciudad y se explayó sobre el tema, lo hizo con la repugnancia de un adulto decente que se ve obligado a hablar de obscenidades a los niños. Sí, les dijo, una prisión era un lugar al que un Estado llevaba a las personas que desobedecían las leyes. Pero ¿por qué no se iban, sencillamente, de aquel lugar? No podían hacerlo, cerraban las puertas con Dave. ¿Las cerraban con llave? ¡Como atrancan las puertas de un camión en movimiento para que no te caigas, estúpido! Pero ¿qué haces metido en un cuarto todo el tiempo? Nada. No había nada que hacer. ¿Habéis visto retratos de Odo en la celda de la prisión de Drio, no es así? La imagen de la paciencia desafiante, gacha la cabeza gris, las manos crispadas, inmóvil en medio de las sombras penetrantes, invasoras. Algunas veces los prisioneros eran sentenciados a trabajar. ¿Sentenciados? Bueno, eso significa que un juez, una persona dotada de poderes por la Ley, les ordenaba hacer algún tipo de trabajo físico. ¿Les ordenaba? ¿Por qué, si ellos no querían hacerlo? Bueno, los obligaban a nacerlo; si no trabajaban, les pegaban, los castigaban. Un estremecimiento recorrió a todos los oyentes, niños de once y doce anos, que nunca habían recibido castigos corporales ni habían visto que una persona le pegara a otra, excepto en un arrebato de violencia directa.