—Bueno, no es sólo Sabul, tú sabes. El no es más que el portavoz.
—Ya sé, pero le gusta ser el portavoz. ¡Y ha sido tan miserable durante tanto tiempo! Bueno, ¿qué le dijiste?
—Yo contemporicé… como dirías tú —dijo Shevek, y se rió otra vez. Takver lo volvió a mirar; ahora sabía que aunque Shevek trataba de dominarse, estaba en un estado de extrema tensión o excitación.
—¿Entonces no lo rechazaste rotundamente?
—Le dije que había resuelto hace años no aceptar puestos de trabajo regulares, mientras pudiera dedicarme a la labor teórica. Entonces él dijo que como se trataba de un puesto autónomo nada me impediría proseguir con mis investigaciones, y que al darme el puesto se proponían, oíd cómo lo dijo, «facilitarme el acceso a los canales normales de publicación y difusión». La prensa de la CPD, en otras palabras.
—Bueno, entonces has triunfado —le dijo Takver, mirándolo con una expresión extraña—. Has triunfado. Editarán todo lo que escribas. Era lo que querías cuando regresamos aquí, cinco años atrás. Los muros han sido derribados.
—Hay muros detrás de los muros —dijo Bedap.
—Sólo habré triunfado si acepto el puesto. Sabul me ofrece… legalizarme. Oficializarme, Y separarme así del Sindicato de Iniciativas. ¿No te parece ése el verdadero motivo, Dap?
—Desde luego —dijo Bedap, el rostro sombrío—. Dividir para debilitar.
—Pero volver a tomar a Shev en el Instituto, y editar lo que escribe en la prensa de la CPD es dar una aprobación implícita a todo el Sindicato, ¿o no?
—Así podría entenderlo la mayoría de la gente —dijo Shevek.
—No —dijo Bedap—. Darán explicaciones. El gran físico se dejó engañar durante un tiempo por un grupo desaprensivo. Los intelectuales siempre se dejan engañar, porque piensan en cosas desatinadas, como el tiempo y el espacio y la realidad, cosas que no tienen ninguna relación con la vida real, por eso se dejan engañar fácilmente por desviacionistas malintencionados. Pero los nobles y benévolos odonianos del Instituto le hicieron ver qué equivocado estaba, y él ha retornado al redil de la verdad orgánico-social. Despojando al Sindicato de Iniciativas de todo derecho a reclamar la atención de alguien, tanto en Anarres como en Urras.
—No dejaré el Sindicato, Bedap.
Bedap alzó la cabeza, y dijo al cabo de un rato:
—No. Ya sé que no lo dejarás.
—Bueno. Vayamos a comer. Esta panza gruñe: escúchala, Pilun, ¿la oyes? ¡Rour, rour!
—¡Upa! —dijo Pilun en un todo imperioso. Shevek la alzó y se puso de pie, balanceándola sobre un hombro. Detrás de ellos, el móvil suspendido del techo oscilaba, solitario. Era una pieza grande, de alambres batidos y achatados; de canto parecían casi invisibles, y las formas ovaladas centelleaban a intervalos, desvaneciéndose de acuerdo con la luz junto con las dos burbujas de vidrio transparente que giraban también en órbitas elipsoidales, intrincadamente entrelazadas alrededor del centro común, sin encontrarse nunca del todo, sin separarse. Takver lo llamaba el Habitante del Tiempo.
Fueron al comedor del Peshek, y esperaron a que una señal de vacante apareciera en el tablero de la entrada y poder entonces invitar a Bedap. Cuando Bedap se registrara allí, la señal de vacante pasaría de modo automático al comedor donde comía comúnmente, ya que una computadora coordinaba el sistema en toda la ciudad. Era uno de los «procesos homeostáticos» altamente mecanizados tan caros a los primeros Colonos, y que sólo se conservaba en Abbenay. Lo mismo que los dispositivos menos elaborados de otras ciudades, nunca funcionaba a la perfección, había faltas, superposiciones y frustraciones, pero nunca demasiado graves. Las vacantes no eran frecuentes en el comedor del Peshek, el más renombrado de Abbenay, con una tradición de grandes cocineros. La señal apareció al fin, y entraron. Dos jóvenes que Bedap conocía superficialmente, vecinos del domicilio de Shevek y Takver, se les reunieron en la mesa. Fuera de eso, estaban solos, ¿o los otros los evitaban? No tenía importancia. Disfrutaron de una buena cena, pasaron un buen rato conversando. Pero de tanto en tanto Bedap sentía alrededor un círculo de silencio.
—No me imagino cuál será el próximo paso de los urrasti —dijo, y aunque hablaba en tono ligero, notó, con fastidio, que estaba bajando la voz—. Han preguntado si podían venir aquí, han invitado a Shevek a ir allí; ¿qué se les ocurrirá ahora?
—No sabía que realmente habían invitado a Shevek —dijo Takver con una expresión algo torva.
—Sí, lo sabías —dijo Shevek—. Cuando me comunicaron que me habían dado el premio, tú sabes, el Seo Oen, preguntaron si no podría ir, ¿te acuerdas? ¡A buscar el dinero que acompaña al premio! —Shevek sonrió, luminoso. Si había un círculo de silencio alrededor, no le importaba; siempre había estado solo.
—Es cierto. Lo sabía. Pero no lo había registrado como una posibilidad real. Hace décadas que habláis de sugerirle a la CPD que alguien podría ir a Urras, sólo para escandalizarlos.
—Eso fue lo que hicimos finalmente, esta tarde. Dap me hizo decirlo.
—¿Se escandalizaron?
—Los pelos de punta, los ojos fuera de las órbitas…
Takver no podía contener la risa. Pilun, sentada en una silla alta al lado de Shevek, ejercitaba los dientes en un trozo de pan de holum y la voz en una canción:
—¡Oh materi baten! —proclamaba—. ¡Aberi aben baber dab! —Shevek, versátil, le replicó en la misma vena. La conversación adulta proseguía, sosegada y con interrupciones. Bedap no se molestó, había aprendido hacía tiempo que a Shevek se lo aceptaba junto con todo un mundo de complicaciones, o no se lo aceptaba de ningún modo. De todos ellos Sadik era la que menos hablaba.
Bedap se quedó con ellos una hora después de la cena en la agradable sala común del domicilio, y cuando iba a marcharse se ofreció para acompañar a Sadik al dormitorio de la escuela, que le quedaba de camino. En ese momento algo ocurrió, una de esas señales o incidentes oscuros para los extraños a una familia: todo lo que supo era que Shevek, sin alboroto ni discusión, iría con ellos. Takver tenía que darle de mamar a Pilun, que hacía cada vez más ruido. Besó a Bedap, y él y Shevek echaron a andar con Sadik, conversando, animados. Pasaron de largo por el centro de aprendizaje. Volvieron. Sadik se había detenido delante de la entrada del dormitorio, inmóvil, erguida y delgada, el rostro quieto, a la luz débil del farol de la calle. Shevek no se movió tampoco por un rato, y luego fue hacia ella:
—¿Qué pasa, Sadik?
La niña dijo:
—¿Shevek, puedo quedarme en el cuarto esta noche?
—Por supuesto. Pero ¿qué pasa?
La cara larga, delicada de Sadik tembló y pareció que se quebraba.
—No me quieren, en el dormitorio —dijo, la voz aguda por la tensión pero más queda aún que antes.
—¿No te quieren? ¿Qué quieres decir?
No se habían tocado todavía. Ella le respondió con un coraje desesperado.
—Porque no les gusta… no les gusta el Sindicato, y Bedap… y tú. Dicen… La hermana grande del dormitorio, ella dijo que tú… que nosotros somos todos tr… Dijo que éramos traidores —y al pronunciar la palabra se estremeció como alcanzada por un disparo, y Shevek la tomó y la abrazó. Sadik se aferró a él, llorando en sollozos largos, ahogados. Era demasiado grande, demasiado alta para que él la alzara. Se quedó así de pie, abrazándola, acariciándole los cabellos. Por encima cíe fa cabeza de la niña miró a Bedap con lágrimas en los ojos, y dijo: