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—Está bien, Dap. Vete.

Bedap no podía hacer otra cosa que dejarlos allí, el hombre y la niña, en esa intimidad única que él no podía compartir, la intimidad del dolor. No tuvo ningún alivio, ningún respiro al marcharse; se sentía disminuido, inútil. «Tengo treinta y nueve años», pensaba mientras se encaminaba al domicilio, la habitación para cinco hombres donde vivía con completa independencia. «Cuarenta dentro de algunas décadas. ¿Qué he hecho? ¿Qué he estado haciendo? Nada. Entrometiéndome. Entrometiéndome en la vida del prójimo porque no tengo vida propia. Nunca tuve tiempo suficiente. Y ahora el tiempo se me va a escapar, todo junto y de pronto, y nunca habré tenido… eso.» Volvió la cabeza y miró la calle larga, silenciosa; las lámparas de las esquinas eran charcos tranquilos de luz en la ventosa oscuridad, pero ya estaba demasiado lejos para ver al padre y la hija, o se habían ido. Y qué quería decir «eso», no hubiera podido explicarlo, aunque manejaba bien las palabras; sin embargo, tenía la impresión de que lo comprendía, de que no le quedaba otra esperanza que esa comprensión, y que sí quería salvarse tenía que cambiar de vida.

Cuando Sadik se tranquilizó, Shevek la dejó sola un momento, sentada en el escalón del frente del dormitorio, y entró a avisarle a la cuidadora que la niña se quedaría esa noche en el cuarto de los padres. La cuidadora le habló con frialdad. Los adultos que trabajaban en los dormitorios infantiles desaprobaban que los niños pernoctaran en los domicilios. Shevek se dijo que quizá estaba equivocado al advertir algo más que esa desaprobación en la actitud de la cuidadora. En los salones del centro de aprendizaje brillantemente iluminados, bulliciosos, resonaban los ejercicios musicales, las voces infantiles. Allí estaban todos los ruidos de antaño, los olores, las sombras, los ecos de la infancia que Shevek recordaba, y también los miedos. Uno se olvida de los miedos.

Salió, y regresó al cuarto con Sadik, el brazo alrededor de los hombros frágiles de la niña. Ella callaba, debatiéndose aún, y en el momento en que llegaban a la entrada principal del domicilio Peshek, dijo abruptamente:

—Sé que no es agradable para ti y para Takver que me quede de noche.

—¿De dónde sacas semejante idea?

—Porque vosotros queréis estar solos, las parejas adultas necesitan estar solas.

—Está Pilun —observó él.

—Pilun no cuenta.

—Tú tampoco.

La niña se sorbió los mocos, y trató de sonreír.

No obstante, cuando entraron a la claridad de la habitación, las manchas rojas en la cara blanca, tumefacta de Sadik, alarmaron a Takver:

—¡Qué ha pasado! —exclamó. Y Pilun, interrumpida de golpe, arrancada de la bienaventuranza del pecho de la madre, rompió a llorar a gritos, y Sadik volvió a derrumbarse, y durante un rato fue como si todos lloraran y se consolaran mutuamente, y no aceptaran ser consolados. Todo se resolvió de pronto en un largo silencio; Pilun en el regazo de la madre, Sadik en el del padre.

Luego de haber acostado a Pilun, ya saciada y dormida, Takver dijo con voz queda pero vehemente:

—¡A ver! ¿Qué ha pasado?

Sadik dormitaba ahora, la cabeza apoyada contra el pecho de Shevek. Shevek sintió que se movía, que trataba de responder. Le acarició los cabellos, tranquilizándola y respondió por ella.

—Algunas personas nos desaprueban en el centro de aprendizaje.

—¿Y con qué maldito derecho?

—Calla, calla. Desaprueban al Sindicato.

—¡Oh! —dijo Takver, un sonido extraño, gutural y al abotonarse la túnica arrancó el botón de la tela. Lo miró un momento sobre la palma de la mano. Luego miró a Shevek y a Sadik.

—¿Cuándo empezó?

—Hace mucho tiempo —respondió Sadik sin levantar la cabeza.

—¿Días, décadas, en el último trimestre?

—¡Oh, mucho más! Pero… Pero ahora están peores en el dormitorio. De noche. Terzol no los obliga a callar. —Sadik hablaba como en sueños, muy serena, como si ya no le importara.

—¿Qué hacen? —preguntó Takver, sin atender a la mirada de advertencia que le echaba Shevek.

—Bueno, dicen… me tratan mal, simplemente. Me excluyen de los juegos y las cosas. Tip, ella era una amiga, sabes, siempre venía a charlar, al menos después que apagaban las luces. Ahora no viene más. Terzol, la hermana grande del dormitorio, es… dice «Shevek es… Shevek…»

Shevek la interrumpió, sintiendo la tensión que crecía en el cuerpo de la niña, desgarrada entre la timidez y el deseo de no parecer cobarde.

—Dice «Shevek es un traidor, Sadik es egotista…» ¡Tú sabes lo que dice, Takver! —Los ojos le relampagueaban.

Takver se acercó y tocó la mejilla de su hija, una vez, casi tímidamente. Dijo en voz baja:

—Sí, sé —y se apartó y se sentó en la plataforma de la otra cama, frente a ellos.

Pilun, acurrucada cerca de la pared, roncaba dulcemente. La gente de la habitación contigua regresó del comedor, sonó un portazo, alguien en el patio gritó buenas noches, y alguien le contestó desde una ventana abierta. El gran domicilio, doscientas habitaciones, estaba en movimiento, plácidamente vivo todo alrededor; así como la vida de ellos era parte del domicilio, así la vida del domicilio era parte de ellos, parte de un todo. Sadik se deslizó fuera de las rodillas del padre y se sentó en la plataforma junto a él, muy cerca. Los cabellos oscuros, revueltos y enredados le colgaban en guedejas alrededor de la cara.

—No quería decirlo porque… —La voz era tenue, pequeña—. Pero es cada vez peor. Se incitan unos a otros.

—Entonces no volverás allí —dijo Shevek. Quiso rodearla con el brazo, pero la niña se resistió, sentándose muy erguida.

—Iré a hablar con ellos… —dijo Takver.

—Es inútil. Sienten lo que sienten.

—Pero ¿contra qué, contra qué esta lucha? —dijo Takver como confundida.

Shevek no respondió. Seguía tratando de abrazar a Sadik, y la niña cedió al fin, vencida por el cansancio, y apoyó la cabeza en el brazo de Shevek.

—Hay otros centros de aprendizaje —dijo Shevek, sin mucha convicción.

Takver se levantó. Era obvio que no podía quedarse quieta, que necesitaba hacer algo, actuar. Pero no había mucho que hacer.

—Deja que te trence el pelo, Sadik —dijo con una voz vencida.

Le cepilló y le trenzó los cabellos; pusieron el biombo abierto en medio del cuarto, y acostaron a Sadik junto a la pequeña. Cuando dijo buenas, noches, Sadik parecía a punto de llorar, pero media hora más tarde oyeron que respiraba acompasadamente y supieron que se había dormido.

Shevek se había instalado en la cabecera de la plataforma con un cuaderno de notas y la pizarra que usaba para los cálculos.

—Numeré las páginas del manuscrito —dijo Takver.

—¿Cuántas son?

—Cuarenta y una. Incluyendo el apéndice.

Shevek asintió. Takver se puso de pie, miró por encima del biombo a las niñas dormidas, y volvió a sentarse al borde de la plataforma.

—Sabía que algo andaba mal. Pero ella no decía nada. Nunca se ha quejado, es una estoica. No pensé que ese fuera el problema. Creía que nos concernía sólo a nosotros. No se me ocurrió que pudieran hostigar a los niños. —Hablaba en voz baja, con encono—. Crece, sigue creciendo… ¿Será distinto en otra escuela?

—No sé. Si ella pasa mucho tiempo con nosotros, quizá no.

—No estarás sugiriendo…

—No. Enuncio un hecho, nada más. Si hemos elegido para ella la fuerza del amor personal, no podemos ahorrarle lo que trae aparejado, el riesgo del dolor. El dolor que recibe de nosotros, y por nosotros.

—No es justo que la atormenten por lo que hacemos; es tan buena, tan noble, como agua cristalina… —Takver calló, ahogada por un breve acceso de llanto; se secó los ojos, apretó la boca.