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—Cuando colonizaron Anarres, no había otras razas conocidas. Por extensión, esas cláusulas incluyen a todos los extranjeros.

—Eso fue lo que decidieron nuestros dirigentes, hace sesenta años, cuando ustedes vinieron por primera vez a este sistema solar y trataron de hablar con nosotros. Pero yo creo que hicieron mal. Seguían levantando muros. —Dio media vuelta y con las manos cruzadas en la espalda, miró al otro hombre—. ¿Por qué quiere desembarcar, Ketho?

—Quiero ver Anarres —dijo el hainiano—. Ya antes de que usted fuera a Urras, despertó mi curiosidad. Empezó cuando leí las obras de Odo. Me interesaron mucho. He… —Titubeó, como turbado, pero prosiguió en su tono contenido, escrupuloso—: He aprendido un poco de právico. No mucho todavía.

—¿Es un deseo personal entonces… lo decidió usted mismo?

—Totalmente.

—¿Y entiende que podría ser peligroso?

—Sí.

—Las cosas están… un poco alborotadas en Anarres. Así me lo han contado mis amigos, por la radio. Lo que nos proponíamos, nuestro Sindicato, este viaje mío, era mover un poco las cosas, agitarlas, romper algunos hábitos, incitar a la gente a cuestionarse. ¡A comportarse como anarquistas! Todo esto ha continuado mientras yo estuve ausente. Así que ya lo ve, nadie sabe a ciencia cierta lo que va a pasar. Y si usted desembarca conmigo, habrá aún más alboroto. No puedo presionar demasiado. No puedo llevarlo a usted como representante oficial de un gobierno extranjero. Eso en Anarres no tiene sentido.

—Lo entiendo.

—Una vez que esté allí, una vez que cruce el muro conmigo, entonces, tal como yo lo veo, usted es uno de nosotros. La responsabilidad es mutua; usted se conviene en un anarresti, con las mismas opciones que todos los demás. Pero no son opciones seguras. La libertad nunca es muy segura. —Miró en torno la sala tranquila, ordenada, con consolas simples e instrumentos delicados, el techo alto y las paredes sin ventanas, y volvió a mirar a Ketho—. Se sentiría usted muy solo —dijo.

—Mi raza es muy antigua —dijo Ketho—. Nacimos a la civilización hace mil milenios. Nuestras épocas históricas abarcan centenares de esos milenios. Lo hemos probado todo. El anarquismo, con todo lo demás. Peroro no lo he probado. Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero si cada vida no es nueva, cada vida individual, entonces ¿para qué nacemos?

—Somos hijos del tiempo —dijo Shevek en právico. El hombre más joven lo miró un rato, y luego repitió las palabras en iótico—: Somos hijos del tiempo.

—Muy bien —le dijo Shevek, y se rió—. ¡Muy bien, ammar! Convendría que volviera a llamar a Anarres por la radio, primero al Sindicato… Le dije a Keng, la Embajadora, que no tenía nada que dar a cambio de lo que su gente y la tuya habían hecho por mí; bueno, quizás algo pueda dar. Una idea, una promesa, un riesgo…

—Iré a hablar con el comandante —dijo Ketho, grave como siempre pero con un temblor en la voz, un temblor de emoción, de esperanza.

A la noche siguiente, muy tarde, Shevek estaba en el jardín del Davenant. Habían apagado las luces, y sólo las estrellas lo iluminaban. El aire era muy frío. El capullo de una flor nocturna traída de un mundo inimaginable acababa de abrirse en medio del follaje oscuro y esparcía su perfume con una dulzura paciente, inútil, como si quisiera atraer a una mariposa inimaginable a trillones de millas de distancia, desde el jardín de un mundo que giraba alrededor de otra estrella. Los soles irradian todos una luz diferente, pero hay una sola oscuridad. Shevek, de pie junto a la alta escotilla, contemplaba la fase nocturna de Anarres, una curva oscura que cubría la mitad de las estrellas. Se preguntaba si Takver estaría allí, en el Puerto. La última vez que había hablado con Bedap, ella no había llegado aún de Paz-y-Abundancia, y Shevek le había encargado a Bedap que discutiera y resolviera con ella si sería o no prudente que fuese al Puerto. «No supondrás que podré impedirle que vaya aunque no sea prudente» había observado Bedap. También se preguntaba por qué medio habría viajado desde la costa del Sorruba; esperaba que en un dirigible, si traía a las niñas. Las travesías en tren eran duras para los niños pequeños. Aún recordaba los contratiempos del viaje de Chakar a Abbenay en el 68, cuando Sadik había estado mareada durante tres días mortales.

Se abrió la puerta y en la sala-jardín iluminada por el tenue resplandor de las estrellas, hubo más luz. El comandante del Davenant asomó la cabeza y lo llamó; Shevek respondió; el comandante entró seguido de Ketho.

—Hemos recibido desde Anarres las instrucciones para el descenso —dijo el comandante. Era un terrano bajo, de un color ferroso, frío y formal—. Si está usted listo, iniciaremos las maniobras de lanzamiento.

—Sí.

El comandante asintió con un movimiento de cabeza y se marchó. Ketho se acercó hasta detenerse junto a Shevek en la escotilla.

—¿Está seguro de que quiere atravesar el muro conmigo, Ketho? Usted sabe que para mí es fácil. Suceda lo que suceda, para mí es el retorno. Para usted, en cambio, es la partida. «El verdadero viaje es el retorno…»

—Espero retornar —dijo Ketho con su voz tranquila—. A su debido tiempo.

—¿Cuándo pasaremos a la nave de aterrizaje?

—Dentro de unos veinte minutos.

—Estoy listo. No tengo nada que empacar. —Shevek se rió con una risa límpida, de pura felicidad. El otro hombre lo miró con aire grave como si no supiera muy bien qué era la felicidad, y sin embargo la reconociera o quizá la recordara, de un pasado remoto. Seguía de pie junto a Shevek como si quisiera preguntarle algo. Pero no preguntó.

—Estará amaneciendo en el Puerto de Anarres —dijo por último, y se alejó a recoger sus cosas; luego se reuniría con Shevek en la escotilla de lanzamiento.

Cuando se quedó solo, Shevek volvió a la escotilla. En aquel momento asomaba sobre el Terras la curva deslumbrante del sol naciente.

—Me acostaré a dormir en Anarres esta noche —se dijo—. Al lado de Takver. Me gustaría haber traído la postal, el corderito, para Pilun.

Pero no había traído nada. Como siempre, tenía las manos vacías.