– Qué hay, Lupe, me alegro de verte.
Lupe era muy delgada y tenía el pelo corto. Me pareció tan hermosa como María.
– ¡María! Híjoles, mana, cuánto tiempo -dijo y luego le dio un abrazo.
Las que acompañaban a Lupe siguieron recostadas sobre el capó del Cadillac y sus ojos se posaron sobre María escrutándola parsimoniosamente. A mí apenas me miraron.
– Pensé que te habías muerto -dijo María de golpe. La brutalidad de su afirmación me dejó helado. La delicadeza de María tiene estos cráteres.
– Bien viva que estoy. Pero casi. ¿No es verdad, Carmencita?
La llamada Carmencita dijo «ixtles» y siguió estudiando a María.
– La que se rindió fue Gloria, ¿la conociste, no? Qué sacón de onda, mana, pero a esa ruca nadie la quería.
– No, no la conocí -dijo María con una sonrisa en los labios.
– Se la cargaron los tiras -dijo Carmencita.
– ¿Y se ha hecho algo? -dijo María.
– Nelson -dijo Carmencita-. ¿Para qué? La ruca estaba lurias con sus historias secretas. Le entraba a todano, así que ni modo.
– Pues qué triste -dijo María.
– ¿Y a ti cómo te va en la uni? -dijo Lupe.
– Más o menos -dijo María.
– ¿Todavía te balconea el toro ese?
María se rió y me miró.
– Aquí la carnal es bailarina -dijo Lupe a sus amigas-. Nos conocimos en la Danza Moderna, la escuela que está en Donceles.
– Bájale de pasas a tu cake -dijo Carmencita.
– Es verdad, Lupe rolaba por la Escuela de Danza -dijo María.
– ¿Y cómo es que ahora se dedica a este jale? -dijo una que hasta ese momento no había hablado, la más bajita de todas, casi una enana.
María la miró y se encogió de hombros.
– ¿Te vienes a tomar un café con leche con nosotros? -dijo.
Lupe consultó su reloj en la muñeca derecha y luego miró a sus amigas.
– Es que estoy trabajando.
– Sólo un rato, luego vuelves -dijo María.
– A la goma el trabajo, ahí nos vemos -dijo Lupe y echó a andar con María. Yo las seguí.
Torcimos en Magnolia, a la izquierda, hasta la avenida Jesús García. Luego caminamos otra vez hacia el sur, hasta Héroes Revolucionarios Ferrocarrileros, en donde nos metimos en una cafetería.
– ¿Este chavo es el que ahora te agasaja? -oí que le decía Lupe a María.
María volvió a reírse.
– Es sólo un amigo -dijo, y a mí-: Si aparece por aquí el chulo de Lupe, nos tendrás que defender a las dos, García Madero.
Pensé que bromeaba. Luego sopesé la posibilidad de que hablara en serio y la situación se me pintó francamente atractiva. En aquel momento no imaginaba otro incidente mejor para quedar bien ante los ojos de María. Me sentí feliz, con toda la noche a nuestra disposición.
– Mi hombre es grueso -dijo Lupe-. No le gusta que ande rolando por ahí con desconocidos. -Era la primera vez que hablaba mirándome directamente a mí.
– Pero yo no soy una desconocida -dijo María.
– No, mana, tú no.
– ¿Sabes cómo conocí a Lupe? -preguntó María.
– No tengo ni idea -dije.
– En la Escuela de Danza. Lupe era la amiguita de Paco Duarte, el bailarín español. El director de la Escuela.
– Iba a verlo una vez a la semana -dijo Lupe.
– No tenía idea de que estudiaras danza -dije.
– Yo no estudio nada, sólo iba a pisar -dijo Lupe.
– No me refería a ti sino a María -dije.
– Desde los catorce años -dijo María-. Muy tarde ya para ser una buena bailarina. Qué le vamos a hacer.
– Pero si tú bailas superbien, mana. Superraro, pero es que allí todos están medio zafados. ¿Tú la has visto bailar? -Dije que no-. Te quedarías prendado de ella.
María hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando llegó la mesera pedimos tres cafés con leche y Lupe pidió además una torta de queso sin frijoles.
– No los digiero bien -explicó.
– ¿Cómo sigues del estómago? -dijo María.
– Más o menos, a veces me duele mucho, otras veces me olvido de que existe. Son los nervios. Cuando no lo puedo soportar me doy un prix y asunto solucionado. ¿Y tú qué? ¿Ya no vas a la Escuela de Danza?
– Menos que antes -dijo María.
– Esta mensa me pilló una vez en la oficina de Paco Duarte -dijo Lupe.
– Casi me morí del ataque de risa -dijo María-. La verdad es que no sé por qué me puse a reír. Igual estaba enamorada de Paco y fue en realidad un ataque de histeria.
– Huy, no lo creo, mana, ese gabacho no era tu tipo.
– ¿Y qué estabas haciendo con el tal Paco Duarte? -dije yo.
– La neta, pues nada. Lo conocía de una vez en la avenida y como él no podía venir ni yo podía ir a su casa, él está casado con una gringa, pues iba yo a verlo a la Escuela de Danza. Además, creo que eso era lo que le gustaba al muy puerco. Cogerme en su oficina.
– ¿Y tu chulo te dejaba aventurarte tan lejos de tu zona? -dije.
– ¿Y tú qué sabes cuál es mi zona, chavo? ¿Tú qué sabes si tengo chulo o no tengo chulo?
– Oye, perdona si te he ofendido, pero María hace un momento dijo que tu chulo era un tipo violento, ¿no?
– Yo no tengo chulo, chavito. ¿Qué te crees, que por estar conversando conmigo ya me puedes insultar?
– Cálmate, Lupe, nadie te está insultando -dijo María.
– Este buey ha insultado a mi hombre -dijo Lupe-. Si él te llega a oír te da cran, chavito, te vence en un tris tras. Seguro que a ti te gustaba la verga de mi hombre.
– Oye, yo no soy homosexual.
– Todos los amigos de María son putos, eso es sabido.
– Lupe, no te metas con mis amigos. Cuando ésta estuvo enferma -me dijo María-, entre Ernesto y yo la llevamos a un hospital para que la curaran. Hay que ver qué pronto olvidan los favores algunas personas.
– ¿Ernesto San Epifanio? -dije yo.
– Sí -dijo María.
– ¿Él también estudia danza?
– Estudiaba -dijo María.
– Ay, Ernesto, qué buenos recuerdos tengo de él. Me acuerdo que me levantó él sólito y me metió en volandas en un taxi. Ernesto es puto -me explicó Lupe-, pero es fuerte.
– No fue Ernesto el que te metió en el taxi, cabrona, fui yo -dijo María.
– Esa noche pensé que me iba a morir -dijo Lupe-. Estaba puestísima y de pronto me encontré con mareos y vomitando sangre. Cubos de sangre. Yo creo que en el fondo no me hubiera importado morirme. Lo único que hacía era acordarme de mi hijo y de la promesa rota y de la Virgen de Guadalupe. Había inflado hasta que salió la luna, poco a poco, y como no me encontraba bien la enana que viste hace un rato me convidó un poco de flexo. En mala hora, el cemento debía estar babeado o yo ya estaba muy mal, el caso es que me empecé a morir en un banco de la plaza San Fernando y fue entonces cuando apareció aquí mi cuatacha y su amigo el puto angelical.
– ¿Tienes un hijo, Lupe?
– Mi hijo se murió -dijo Lupe mirándome fijamente a los ojos.
– ¿Pero qué edad tienes entonces?
Lupe me sonrió. Su sonrisa era grande y bonita.
– ¿Qué edad me calculas?
Preferí no arriesgarme y no dije nada. María le pasó una mano por el hombro. Ambas se miraron y se sonrieron o se guiñaron un ojo, no sé.
– Un año menos que María. Dieciocho.
– Las dos somos Leo -dijo María.
– ¿Tú qué signo eres? -preguntó Lupe.
– No sé, la verdad es que nunca me ha preocupado eso.
– Pues entonces eres el único mexicano que no sabe su signo -dijo Lupe.
– ¿En qué mes naciste, García Madero? -dijo María.
– En enero, el seis de enero.
– Eres Capricornio, como Ulises Lima.
– ¿El famoso Ulises Lima? -dijo Lupe.
Le pregunté si lo conocía. Temí que me dijeran que Ulises Lima también iba a la Escuela de Danza. ¡Me vi a mí mismo, en una microfracción de segundo, bailando en las puntas de los pies en un gimnasio vacío! Pero Lupe dijo que sólo de oídas, que María y Ernesto San Epifanio hablaban a menudo de él.