No creo equivocarme si digo que advertí en su rostro cierta decepción, posiblemente debida a que él esperaba publicar en mi revista literaria, algo que por entonces me resultó imposible de ofrecerle, pues el listón de calidad de los colaboradores era altísimo, el tiempo no corría de balde, lo más granado de la literatura barcelonesa estaba pasando por mi revista, la créme de la créme de la poesía, y no era cosa de ponerse amable de la noche a la mañana únicamente en atención a dos jornadas estivales de amistad e intercambios más o menos caprichosos de opiniones. Discat serviré glorians ad alta venire.
Así comenzó, podría decirse, la segunda etapa de mi relación con Arturo Belano. Lo veía una vez al mes, en mi bufete, en donde a la par que despachaba casos de los más variados atendía a mis obligaciones literarias, y en donde solían presentarse, eran otros tiempos, los escritores y los poetas más finos y de mayor renombre de Barcelona y de otras partes de España e incluso de Hispanoamérica, quienes de paso por nuestra ciudad acudían a cumplimentarme. En alguna ocasión recuerdo que Belano coincidió con alguno de los colaboradores de la revista y con alguno de mis invitados y los resultados de tales encuentros no fueron todo lo satisfactorios que yo hubiera deseado. Pero, obnubilado como estaba por el trabajo y por el placer, no me cuidé de llamarle la atención, ni presté oídos al rumor de fondo que tales encuentros propiciaban. Un rumor de fondo semejante a una caravana de coches, a un enjambre de motos, al movimiento de los parkings de los hospitales, un rumor que me decía cuídate, Xosé, vive la vida, cuida tu cuerpo, el tiempo es breve, la gloria es efímera, pero que yo en mi ignorancia no descifré o creí que no iba dirigido a mí sino a él, ese rumor de desastre inminente, ese rumor de cosa perdida en la enormidad de Barcelona, un mensaje que no me atañía, un verso que no tenía nada que ver conmigo y sí con él, cuando en realidad estaba escrito ex profeso para mí. Fortuna rerum humanarum domina.
Por lo demás, los encuentros de Belano con los colaboradores de mi revista no carecían de cierto encanto. En una ocasión uno de mis muchachos, que luego dejó de escribir y ahora se dedica a la política con bastante éxito, quiso pegarle. Mi muchacho, por cierto, no hablaba en serio, aunque eso en realidad nunca se sabe, pero lo cierto es que Belano se hizo el desentendido: creo que preguntó si mi colaborador sabía karate o algo así (era cinturón negro) y luego argüyó una jaqueca y declinó la pelea. En ocasiones como ésa yo me divertía mucho. Le decía: venga, Belano, sostenga sus opiniones, argumente, enfréntese a lo más granado de la literatura, sine dolo, y él decía que le dolía la cabeza, se reía, me pedía que le pagara su colaboración mensual en la revista de los abogados y se marchaba con la cola entre las piernas.
Debí desconfiar de esa cola entre las piernas. Debí pensar: qué significa esa cola entre las piernas, sine ira et studio. Debí preguntarme qué animales tenían cola. Debí consultar libros y manuales y debí interpretar correctamente esa cola peluda que se erizaba entre las piernas del ex vigilante del camping de Castroverde.
Pero no lo hice y seguí viviendo. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum. Un día llegué a casa de mi hija mayor y sentí ruidos. Por supuesto, tengo llave, de hecho hasta poco antes de mi divorcio aquélla fue la casa en donde vivíamos los cuatro, mi mujer, mis dos hijas y yo, después del divorcio me compré una torre en Sarriá, mi mujer se compró un ático en plaza Molina adonde se fue a vivir con mi hija menor y yo decidí regalarle nuestro viejo piso a mi hija mayor, poeta como yo y la principal colaboradora de mi revista. Como digo, tenía llave aunque mis visitas no eran frecuentes, las más de las veces acudía para llevarme un libro o porque las reuniones del consejo de redacción se celebraban allí. Así que entré y sentí ruidos. Con discreción, como conviene a un padre y a un hombre moderno, me asomé a la sala y no vi a nadie. Los ruidos provenían del fondo del pasillo. Non vis esse iracundus? Ne fueris curiosus, me repetí un par de veces. Sin embargo seguí deslizándome por mi antigua residencia. Pasé por la habitación de mi hija, me asomé, no había nadie. Seguí caminando de puntillas. Pese a la hora ya avanzada de la mañana la casa estaba en penumbras. No encendí la luz. Los ruidos, lo descubrí entonces, provenían de la habitación que otrora fuera mía, una habitación que por otra parte sigue igual a como mi mujer y yo la dejamos. Entreabrí la puerta y vi a mi hija mayor en brazos de Belano. Lo que éste le hacía me pareció, al menos al primer golpe de vista, inenarrable. La arrastraba por la enorme extensión de mi cama de un lado a otro, se montaba en ella, la daba vueltas, todo en medio de una serie espantosa de gemidos, rugidos, rebuznos, zureos, ruidos obscenos que me pusieron la piel de gallina. Mille modi Veneris, recordé con Ovidio, pero esto me pareció el colmo. Sin embargo no traspuse el umbral, me quedé inmóvil, silencioso, hechizado, como si de golpe hubiera regresado al camping de Castroverde y el vigilante neogallego se hubiera sumergido otra vez en la sima y yo y los funcionarios de vacaciones estuviéramos otra vez en la boca del infierno. Magna res est vocis et silentii tempora nosse. Nada dije. Guardé silencio y tal como había llegado me marché. No pude, sin embargo, alejarme mucho de mi antigua casa, de la casa de mi hija, y mis pasos me llevaron a una cafetería del vecindario que alguien, su nuevo propietario seguramente, había transformado en un local mucho más moderno, con mesas y sillas de un plástico refulgente, y en donde, tras pedir un café con leche, estuve considerando la situación. Las imágenes de mi hija comportándose como una perra acudían a mi cabeza en oleadas, y cada oleada me dejaba empapado en sudor, como si estuviera afiebrado, por lo que tras beberme el café pedí una copa de coñac a ver si con algo más fuerte conseguía calmarme de una vez por todas. Finalmente, a la tercera copa, lo conseguí. Post vinum verba, post imbrem nascitur herba.
Lo que en mí nació, sin embargo, no fueron las palabras o la poesía, ni siquiera un pobre verso huérfano, sino un enorme deseo de venganza, la voluntad de tomarme el desquite, la implacable decisión de hacer pagar a aquel Julien Sorel de tres al cuarto su insolencia y su descaro. Prima crátera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam. La cuarta copa da la locura, dijo Apuleyo, y ésa era la que a mí me faltaba. Lo supe en ese momento con una claridad que hoy me enternece. La camarera, una chiquita de la edad de mi hija, me miraba desde el otro lado de la barra. Junto a ella tomaba un refresco una mujer que se dedicaba a hacer encuestas. Las dos hablaban animadamente aunque de vez en cuando la camarera desviaba la mirada en mi dirección. Levanté la mano y pedí una cuarta copa de coñac. No creo exagerar si digo que percibí en la camarera un gesto de conmiseración.
Decidí aplastar como una cucaracha a Arturo Belano. Durante dos semanas, alucinado, desequilibrado, seguí presentándome en mi antigua casa, en la casa de mí hija, a horas intempestivas. En cuatro ocasiones los sorprendí, de nuevo, en la intimidad. En dos de ellas estaban en mi dormitorio, en una en el dormitorio de mi hija y en otra en el baño principal. En esta última ocasión no me fue posible espiarlos, aunque sí escucharlos, pero en las otras tres pude ver con mis propios ojos los actos terribles a los que se entregaban con fervor, con abandono, con impudicia. Amor tussisque non caelatur: el amor y la tos no se pueden ocultar. ¿Pero era amor lo que aquellos dos jóvenes sentían el uno por el otro?, me pregunté más de una vez, sobre todo cuando abandonaba sigiloso y afiebrado mi casa después de aquellos actos indecibles que una fuerza misteriosa me obligaba a presenciar. ¿Era amor lo que sentía Belano por mi hija? ¿Era amor lo que sentía mi hija por aquel remedo de Julien Sorel? Qui non zelat, non amat, me dije o me susurré cuando pensé -en un golpe de lucidez- que mi actitud, más que la de un padre severo era la de un amante celoso. Y sin embargo yo no era un amante celoso. ¿Qué era, pues, lo que sentía? Amantes, amentes. Enamorados, locos, Plauto dixit.