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Decidí, como medida preventiva, sondearlos, darles a mi manera una última oportunidad. Tal como temía, mi hija estaba enamorada del chileno. ¿Estás segura?, le dije. Claro que estoy segura, me respondió. ¿Y qué pensáis hacer? Nada, papá, dijo mi hija, que en estas cosas no se parece a mí en nada, más bien al contrario, salió con el pragmatismo de su madre. Adeo in teneris consuescere multum est. Poco después me entrevisté con Belano. Vino a mi despacho, como cada mes, a entregarme y a cobrar una reseña de poesía para la revista del Colegio de Abogados. Bueno, Belano, le dije cuando lo tuve frente a mí, sentado en una silla más baja, aplastado bajo el peso legal de mis diplomas y bajo el peso áureo de las fotos con grandes poetas que ornaban en marcos de plata mi sólida mesa de roble de tres metros por uno y medio. Creo que es hora, le dije, de que des el salto. Me miró sin comprender. El salto cualitativo, dije. Tras un instante en que ambos guardamos silencio le aclaré mis palabras. Quería (ésa era mi voluntad, dije) que pasara de reseñista en la revista del Colegio a colaborador habitual en mi revista. Creo que su único comentario fue un «vaya» más bien apagado. Como comprenderás, le expliqué, es una gran responsabilidad la que asumo, la revista cada día tiene más prestigio, colaboran en ella poetas ilustres de España y de Hispanoamérica, supongo que la lees y que no se te habrá escapado que últimamente hemos publicado a Pepe de Dios, a Ernestina Buscarraons, a Manolo Garcidiego Hijares, para no hablar de los jóvenes espadas que forman nuestro equipo de colaboradores habituales: Gabriel Cataluña, que tiene todos los números para ser próximamente el gran poeta bilingüe que todos esperamos, Rafael Logroño, poeta jovencísimo pero de una robustez que abisma, Ismael Sevilla, certero y elegante, Ezequiel Valencia, capaz de componer los sonetos más rabiosamente modernos de la España actual, estilista de corazón ardiente e inteligencia fría, sin olvidar, por supuesto, a los dos gladiadores de la crítica poética, Beni Algeciras, casi siempre despiadado, y Toni Melilla, profesor de la Autónoma y experto en la poesía de los cincuenta. Hombres, todos, terminé, que tengo el honor de comandar y cuyos nombres están destinados a brillar en letras de bronce en la literatura de este país que te acoge, tu madre patria, como decís vosotros, y en compañía de los cuales trabajarías.

Luego me quedé en silencio y nos observamos durante un rato, o mejor dicho: yo lo observé, buscando en su rostro una señal cualquiera que delatara lo que pasaba entonces por su cabeza y Belano se dedicó a mirar mis fotos, mis objetos de arte, mis diplomas, mis cuadros, mi colección de esposas y grilletes (la mayoría de antes de 1940, una colección que solía causar un interés teñido de espanto en mis clientes, alguna broma o chascarrillo de mal gusto en mis colegas de Derecho y el embeleso y la admiración en los poetas que me visitaban), los lomos de los pocos y escogidos libros que tengo en mi despacho, la mayoría primeras ediciones de poetas románticos españoles del XIX. Su mirada se desplazaba, como digo, por mis posesiones como una rata, una rata pequeña e inconmensurablemente nerviosa. ¿Qué piensas?, le espeté. Entonces él me miró y comprendí de golpe que mi propuesta había caído en saco roto. Belano me preguntó cuánto le pensaba pagar. Yo lo miré y no le contesté. El arribista ya pensaba en la bolsa. Me miró y esperó mi respuesta. Yo lo miré y puse cara de póquer. Él tartamudeó si la paga iba a ser la misma que la de la revista del Colegio. Yo suspiré. Emere oportet, quem tibi oboedire velis. Su mirada, no me cabía duda, era la de una rata temerosa. No pago, dije. Sólo a los grandes, grandes nombres, firmas concluyentes, tú por ahora sólo te encargarás de algunas reseñas. Entonces él movió la cabeza, como si recitara: O cives, cives, quaerenda pecunia primum est, virtus post nummos. Después dijo que se lo pensaría y se marchó. Cuando cerró la puerta hundí mi cabeza entre las manos y me quedé durante un rato pensando. En el fondo no quería hacerle daño.

Fue como dormir, fue como soñar, fue como reencontrar mi verdadera naturaleza de gigante. Cuando desperté me encaminé a casa de mi hija dispuesto a sostener con ella una larga conversación paterno-filial. Posiblemente había estado durante mucho tiempo sin hablar con ella, sin escuchar sus miedos, sus preocupaciones, sus dudas. Pro peccato magno paulum supplicii satis est patri. Aquella noche nos fuimos a cenar a un buen restaurante de la calle Provenza y aunque sólo hablamos de literatura el gigante que había en mí se comportó tal como yo esperaba: elegante, ameno, comprensivo, lleno de proyectos, ilusionado por la vida. Al día siguiente visité a mi hija menor y la llevé en coche hasta La Floresta, a casa de una amiga. El gigante condujo con prudencia y habló con humor. Al despedirnos mi hija me dio un beso en la mejilla.

Era sólo el principio pero ya empezaba a sentir en mi interior, en la balsa ardiendo que era mi cerebro, los efectos lenitivos de mi nueva actitud. Homo totiens moritur quotiens emittit suos. Quería a mis hijas, sabía que había estado a punto de perderlas. Tal vez, pensé, han estado demasiado solas, demasiado tiempo con su madre, una mujer acomodaticia y más bien propensa al abandono de la carne y ahora es necesario que el gigante se muestre, les demuestre que está vivo y que piensa en ellas, sólo eso, algo tan sencillo que me daba rabia (o tal vez sólo pena) no haberlo hecho antes. Por lo demás, la llegada del gigante no sólo contribuyó a mejorar la relación con mis hijas. En el trato diario con los clientes del bufete empecé a notar un cambio evidente: el gigante no tenía miedo de nada, era audaz, se le ocurrían de forma instantánea los artificios más inesperados, podía transitar sin temor alguno por los vericuetos y recovecos legales con los ojos cerrados y sin sombra de vacilación. Ya no digamos en el trato con los literatos. Allí el gigante, me di cuenta con verdadero placer, era excelso, majestuoso, una montaña de sonidos y de dicterios, una afirmación y una negación constantes, una fuente de vida.

Dejé de espiar a mi hija y a su desdichado amante. Odero, si potero. Si non, invitus amabo. Contra Belano, sin embargo, cayó todo el peso de mi autoridad. Recobré la paz. Fue la mejor época de mi vida.

Ahora pienso en los poemas que pude haber escrito y no escribí y me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Pero entonces no pensaba en los poemas que podía escribir: los escribía, creía que los escribía. Por aquella época publiqué un libro: conseguí que me lo editara una de las editoriales más prestigiosas del momento. Por supuesto, yo corrí con todos los gastos, ellos sólo imprimieron el libro y lo distribuyeron. Quantum quisque sua nummorum servat in arca, tantum habet ei fidei. El gigante no se preocupaba por dinero, al contrario, lo hacía circular, lo distribuía, ejercía su soberanía sobre él, tal como corresponde a un gigante, sin miedo y sin pudor.

Sobre el dinero, naturalmente, tengo recuerdos imborrables. Recuerdos que brillan como un borracho bajo la lluvia o como un enfermo bajo la lluvia. Sé que hubo un tiempo en que mi dinero fue el leit-motiv de bromas y de chanzas. Vilius argentum est auro, virtutibus aurum. Sé que hubo un tiempo, al principio de la singladura de mi revista, en que mis jóvenes colaboradores se reían de la procedencia de mi capital. Pagas a los poetas, se dijo, con el oro que te entregan los financieros deshonestos, los banqueros desfalcadores, los narcotraficantes, los asesinos de mujeres y de niños, los que lavan dinero, los políticos corruptos. Pero yo no me molestaba en responder a los infundios. Plus augmentantur rumores, quando negantur. Alguien tiene que defender a los asesinos, alguien tiene que defender a los deshonestos, a los que se quieren divorciar y no tienen ganas de que su mujer se quede con todo su capital, alguien tiene que defenderlos. Y mi bufete los defendía a todos y el gigante a todos los absolvía y les cobraba el precio justo. Ésa es la democracia, imbéciles, les decía, aprendan. Para lo bueno y para lo malo. Y con el dinero ganado no me compré un yate sino que fundé una revista de literatura. Y aunque yo sabía que ese dinero quemaba las conciencias de algunos jovencísimos poetas de Barcelona y de Madrid, cuando tenía un rato libre me acercaba a ellos, por detrás, silenciosamente, y les tocaba la espalda con la punta de mis dedos que exhibían una manicura perfecta (no como ahora, que hasta por las uñas estoy sangrando) y les decía al oído: non olet. No huele. Las monedas ganadas en los mingitorios de Barcelona y de Madrid no huelen. Las monedas ganadas en los retretes de Zaragoza no huelen. Las monedas ganadas en los albañales de Bilbao no huelen. Y si huelen sólo huelen a dinero. Sólo huelen a lo que el gigante sueñe hacer con su dinero. Entonces los jovencísimos poetas comprendieron y asintieron, aunque tal vez sin darse cuenta del todo de lo que había querido decirles, de la espantosa y eterna lección que había pretendido introducir en sus cabezas de chorlitos. Y si hubo uno que no entendiera, cosa que dudo, cuando vio sus textos publicados, cuando olió las páginas recién impresas, cuando vio su nombre en la portada o en el índice, olió a lo que de verdad huele el dinero: a fuerza, a delicadeza de gigante. Y entonces se acabaron las bromas y todos maduraron y me siguieron.