Todos, menos Arturo Belano, y éste no me siguió por la sencilla razón de que no fue llamado. Sequitur superbos ultor a tergo deus. Y todos los que me siguieron comenzaron una carrera en el mundo de las letras o cimentaron una carrera que ya había empezado pero que sólo estaba en la fase de los balbuceos, menos Arturo Belano, que se hundió en el mundo donde todo olía, donde todo olía a mierda y a orines y a podredumbre y a miseria y a enfermedad, un mundo en donde el olor era sofocante y anestesiante y en donde lo único que no olía era el cuerpo de mi hija. Y yo no moví un dedo para romper esa relación anómala, pero me mantuve a la expectativa. Y así un día supe, no me pregunten cómo porque lo he olvidado, que hasta mi hija, mi hermosa hija mayor, comenzó a oler para el desdichado ex vigilante del camping de Castroverde. La boca de mi hija comenzó a oler. Un olor que se enroscaba por las paredes de la casa en donde entonces vivía el desdichado ex vigilante del camping de Castroverde. Y mi hija, cuyos hábitos de higiene no permito que nadie ponga en duda, se lavaba la boca a todas horas, al levantarse, a media mañana, después de comer, a las cuatro de la tarde, a las siete, después de cenar, antes de dirigirse a la cama, pero no había manera de sacarse el olor, de extirpar o disimular el olor que el vigilante husmeaba o venteaba como un animal acorralado, y aunque mi hija entre cepillado y cepillado se hacía enjuagues de boca con Listerine, el olor persistía, desaparecía momentáneamente para volver a aparecer en los momentos más inesperados, a las cuatro de la mañana, en la ancha cama de náufrago del vigilante, cuando éste en sueños se volvía hacia mi hija y procedía a montarla, un olor insoportable que socavaba su paciencia y discreción, el olor del dinero, el olor de la poesía, tal vez incluso el olor del amor.
Pobre hija mía. Son las muelas del juicio, decía. Pobre hija mía. Es la última muela del juicio que me está saliendo. Por eso me huele la boca, argüía ante la desgana cada vez mayor del ex vigilante del camping de Castroverde. ¡La muela del juicio! Numquam aliud natura, aliud sapientia dicit. Una noche la invité a cenar. A ti sola, dije, aunque por entonces ella y Belano casi no se veían, pero yo precisé: a ti sola, hija mía. Hablamos hasta las tres de la mañana. Yo hablé del camino que estaba desbrozando el gigante, el camino que conducía hacia la literatura verdadera, ella habló de su muela del juicio, de las palabras nuevas que esa muela emergente estaba colocando sobre su lengua. Poco después, en una reunión literaria, casi sin darle importancia y como de pasada, mi hija me anunció que había roto con Belano y que ella, bien mirado, no veía con buenos ojos una futura colaboración de éste en el magno equipo de reseñistas de la revista. Non aetate verum ingenio apiscitur sapientia.
¡Corazón inocente! En aquel momento me hubiera encantado decirle que Belano jamás formó parte del equipo de reseñistas, algo que resultaba evidente con sólo revisar los últimos diez números de la revista. Pero no le dije nada. El gigante la abrazó y la perdonó. La vida siguió su curso. Urget diem nox et dies noctem. Julien Sorel había muerto.
Por aquella época, meses después de que Arturo Belano hubiera salido por completo de nuestras vidas, en un sueño volví a escuchar el aullido que una vez salió de la boca del pozo en el camping de Castroverde. In se semper armatus Furor, como decía Séneca. Desperté temblando. Eran las cuatro de la mañana, lo recuerdo, y en vez de volver a la cama me dediqué a buscar en mi biblioteca el cuento de Pío Baroja, La sima, sin saber muy bien para qué. Lo leí dos veces, hasta que amaneció, la primera lentamente, entorpecido aún por las brumas del sueño, la segunda a gran velocidad y volviendo sobre ciertos párrafos que me parecían altamente reveladores y que no terminaba de comprender. Con lágrimas en los ojos intenté leerlo por tercera vez, pero el sueño venció al gigante y me quedé dormido en el sillón de la biblioteca.
Cuando desperté, a las nueve de la mañana, me dolían todos los huesos y había empequeñecido por lo menos treinta centímetros. Me di una ducha, cogí el libro de don Pío y me marché a la oficina. Allí, nil sine magno vita labore dedit mortalibus, tras despachar unos pocos asuntos urgentes, di órdenes de que no se me molestara y me sumergí de nuevo en las inclemencias de La sima. Cuando terminé cerré los ojos y pensé en el temor de los hombres. ¿Por qué nadie bajó a rescatar al niño?, me dije. ¿Por qué su propio abuelo tuvo miedo?, me dije. ¿Por qué, si lo dieron por muerto, nadie bajó a buscar su cuerpecito, cojones?, me dije. Después cerré el libro y estuve dando vueltas por mi oficina como un león enjaulado, hasta que ya no pude más, me tiré en el sofá, me encogí todo lo que pude y dejé que fluyeran mis lágrimas de abogado, mis lágrimas de poeta y mis lágrimas de gigante, todas juntas, revueltas en un magma ardiente que lejos de aliviarme me empujaban hacia la boca del pozo, hacia la grieta abierta, grieta que pese a las lágrimas (que velaban los objetos de mi oficina) veía con una claridad cada vez mayor y que identificaba, no sé por qué pues no estaba en mi ánimo, con una boca desdentada, con una boca dentada, con una sonrisa pétrea, con un sexo de joven abierto, con un ojo que observaba desde el fondo de la tierra, ojo inocente (de algún modo oscuro) pues yo sabía que el ojo creía que mientras observaba no era observado, situación bastante absurda pues era inevitable que mientras él observaba los gigantes o ex gigantes como yo lo observaran a él. No sé cuánto tiempo estuve así. Después me levanté, entré al lavabo a lavarme la cara y le dije a mi secretaria que cancelara todos mis asuntos para aquel día.
Las semanas siguientes las viví como en un sueño. Todo lo hacía bien, como era mi costumbre, pero ya no estaba dentro de mi piel sino afuera, facies tua computat annos, mirándome y compadeciéndome, autocriticándome acerbamente, burlándome de mi protocolo ridículo, de unos modales y de unas frases huecas que sabía no me iban a conducir a ninguna parte.