No tardé en comprender lo vanas que habían sido todas mis ambiciones, tanto aquellas que rodaban por el laberinto de oro de las leyes, como aquellas que eché a rodar por el precipicio del precipicio de la literatura. Interdum lacrimae pondera vocis habent. Supe lo que Arturo Belano supo desde el primer día que me vio: que yo era un pésimo poeta.
En el amor, por lo menos, todavía funcionaba, es decir todavía se me levantaba, pero mis apetencias cayeron en picado: no me gustaba verme follar, no me gustaba verme moviéndome sobre el cuerpo inerme de la mujer con la que entonces salía (¡pobre desgraciada inocente!) y que no tardé en perder. Poco a poco empecé a preferir a las desconocidas, chicas que recogía en las barras de los bares y de las discotecas abiertas toda la noche y que, al menos inicialmente, podía confundir con la exhibición impúdica de mi antiguo poder de gigante. Algunas, lamento decirlo, podían haber sido mis hijas. Esta constatación, en no pocas ocasiones, la realicé in situ, lo que me llenaba de turbación y ganas de salir al jardín aullando y dando saltos, algo que no hice por respeto a los vecinos. En cualquier caso, amor odit inertes, me acostaba con mujeres y las hacía felices (los regalos que antes prodigaba con los jóvenes poetas comencé a darlos a las jóvenes descarriadas) y la felicidad de ellas retrasaba la hora de mi infelicidad, que era la hora de quedarme dormido y soñar, o soñar que soñaba, con los gritos que escapaban de la boca de la grieta, en una Galicia que toda ella era como el hocico de una fiera salvaje, una boca verde, gigantesca, que se abría hasta una desmesura dolorosa bajo un cielo en llamas, de mundo quemado, calcinado por la Tercera Guerra Mundial que nunca ocurrió, que al menos nunca ocurrió mientras yo estuve vivo, y a veces el lobo era mutilado en Galicia, pero otras veces su martirio estaba enmarcado por paisajes del País Vasco, de Asturias, de Aragón, ¡hasta de Andalucía!, y yo en el sueño, lo recuerdo, solía refugiarme en Barcelona, una ciudad civilizada, pero incluso en Barcelona el lobo aullaba y se desquijaraba y el cielo se rasgaba y todo era irremediable.
¿Quién era el que lo torturaba?
Esta pregunta me la repetí más de una vez.
¿Quién hacía aullar al lobo cada noche o cada mañana, cuando caía exhausto en mi cama o en sillones desconocidos?
Insperata accidunt magis saepe quam quae spes, me dije.
Pensé que era el gigante.
Durante un tiempo procuré dormir sin dormir. Cerrar sólo un ojo. Meterme por los callejones del sueño. Pero sólo llegaba, y tras muchos esfuerzos, hasta la abertura de la sima, nemo in sese tentat descendere, y allí me detenía y escuchaba: mis ronquidos de durmiente inquieto, los ruidos lejanos que el viento traía desde la calle, el rumor sordo que venía del pasado, las palabras carentes de sentido de los campistas atemorizados, el ruido de pisadas de los que daban vueltas alrededor de la sima sin saber qué hacer, las voces que anunciaban la llegada de refuerzos procedentes del camping, el llanto de una madre (¡que a veces era mi propia madre!), las palabras ininteligibles de mi hija, el ruido de las rocas que se desprendían como hojas de guillotinas minúsculas cuando el vigilante bajaba a buscar al niño.
Un día decidí buscar a Belano. Lo hice por mi propio bien, por mi propia salud. La década de los ochenta, que tan nefasta había sido para su continente, parecía habérselo tragado sin dejar ni rastro. De vez en cuando aparecían por la redacción de mi revista poetas que por edad o por nacionalidad podían conocerlo, saber en dónde vivía, qué hacía, pero la verdad es que conforme pasaba el tiempo su nombre se iba borrando. Nihil est annis velocius. Cuando lo comenté con mi hija, obtuve una dirección en el Ampurdán y una mirada de reproche. La dirección correspondía a una casa en la que hacía mucho no vivía nadie. Una noche particularmente desesperada incluso llamé por teléfono al camping de Castroverde. Había cerrado.
Al cabo de un tiempo creí que me acostumbraría a vivir con el gigante desquiciado y con los aullidos que noche tras noche salían de la sima. Busqué la paz, y si no la paz la distracción, en la vida social (que tenía, por culpa de las chicas descarriadas, un tanto abandonada), en la expansión de mi revista, en alguna distinción oficial que la Generalitat por mi condición de emigrante gallego siempre me había mezquineado. Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes. Busqué la paz en el trato con los poetas y en el reconocimiento de mis pares. No la encontré. Más bien encontré desolación y resistencia. Encontré mujeres de yeso que pretendían que se las tratara con guante de seda (¡y todas habían rebasado la barrera de los cincuenta!), encontré funcionarios salidos del camping de Castroverde que me miraban como lo que eran, gallegos asustados ante lo irremediable y que sólo me provocaban más ganas de llorar, encontré nuevas revistas que salían a la palestra y cuya existencia ponía a la mía en un jaque permanente. Busqué la paz y no la encontré.
Para entonces creo que podía recitar de memoria el cuento de don Pío, periturae parcere chartae, y seguía sin entender nada. Aparentemente mi vida discurría por los mismos campos de mediocridad de siempre, pero yo sabía que caminaba por el territorio de la destrucción.
Finalmente contraje una enfermedad mortal y dejé los negocios. En un esfuerzo postrero por recobrar mi identidad perdida traté de que me dieran el Premio Ciudad de Barcelona. Contemptu famae contemni virtutes. Quienes sabían del estado de mi salud creyeron que trataba de conseguir una especie de reconocimiento postumo en vida y me censuraron acremente. Yo sólo intentaba morirme siendo yo mismo, no una oreja en el borde de una sima. Los catalanes sólo entienden lo que les conviene.
Hice testamento. Repartí mis bienes, que no eran tantos como yo creía, entre las mujeres de mi familia y dos chicas descarriadas a las que había tomado cariño. No quiero ni imaginar la cara que van a poner mis hijas cuando sepan que tendrán que compartir con dos flores de la calle mi dinero. Venenum in auro bibitur. Después me senté en mi despacho a oscuras y vi pasar, como en un diorama, a la carne débil y al cerebro fuerte, como marido y mujer que se odiaran, y también vi pasar, tomados del brazo, a la carne fuerte y al cerebro débil, otra pareja ejemplar, y los vi pasear por un parque como el de la Ciudadela (aunque en ocasiones más bien era como el Gianicolo a la altura del Piazzale Giuseppe Garibaldi), cansadísimos e incansables, a paso de enfermos de cáncer o de damnificados prostáticos, bien vestidos, aureolados por una cierta dignidad que espantaba, y la carne fuerte y el cerebro débil iban de derecha a izquierda y la carne débil y el cerebro fuerte iban de izquierda a derecha, y cada vez que se cruzaban se saludaban pero no se detenían, no sé si por educación o porque se conocían, si bien superficialmente, de anteriores paseos, y yo pensaba: por Dios, hablen, hablen, dialoguen, en el diálogo está la llave para cualquier puerta, ex abundantia cordis os loquitur, pero ellos sólo inclinaban la cabeza, el cerebro débil y el cerebro fuerte, y ellas tal vez sólo inclinaban los párpados (los párpados no se inclinan, me dijo un día Toni Melilla, qué equivocado estaba, claro que se inclinan, los párpados incluso se arrodillan), orgullosas como perras, la carne débil y la carne fuerte, maceradas en el atanor del destino, si se me permite la expresión, una expresión carente de significado, pero dulce como una perra perdida en las faldas de una montaña.
Después ingresé en una clínica de Barcelona, después ingresé en una clínica de Nueva York, después, una noche, toda mi mala leche gallega me subió hasta el cuero cabelludo y me quité las sondas y me vestí y viajé a Roma en donde ingresé en el Ospedale Britannico en donde trabaja mi amigo el doctor Claudio Palermo Rizzi, poeta en sus ratos libres, que son pocos, y en donde tras someterme a incontables pruebas e iniquidades (a las que ya me había sometido en Barcelona y Nueva York) se dictaminó que me quedaban pocos días de vida. Qui fodit foveam, incidet in eam.