La fragilidad de aquellas cabañas, pero esto lo pienso ahora, no entonces, en más de una oportunidad me provocaron una sensación extraña, no de precariedad ni de pobreza sino más bien de turbia ternura y de destino, seguramente no me sé explicar. Aquel lugar Norman lo llamaba «el balneario», aunque durante mi estancia allí no vi a nadie bañándose en las playas más bien broncas de esa parte de Puerto Ángel. El resto del día lo pasábamos hablando, sobre todo de política, de la situación del país, que veíamos desde ópticas distintas pero que a ambos nos parecía igual de grave, y luego Norman se encerraba en su estudio y preparaba un ensayo sobre Nietzsche que pensaba publicar en la Revista del Colegio de México. Pensándolo desde mi óptica actual, creo que no hablamos mucho. Es decir: no hablamos mucho de nosotros. Tal vez yo hablé de mí alguna noche. Le conté seguramente todas mis aventuras, mi vida en Israel y en Europa, pero hablar, lo que se dice hablar, no lo hicimos.
Al sexto día de estar allí, un domingo por la mañana, volvimos al DF. El lunes, Norman tenía que dar clases en la universidad y yo ponerme a buscar trabajo. Salimos de Puerto Ángel en el Renault de color blanco de Norman, que sólo utilizaba cuando venía a Oaxaca pues en el DF prefería moverse utilizando el transporte público. Al principio supongo que hablamos de lo mismo que habíamos hablado durante aquellos seis días, de La genealogía de la moral, de Niezsche, en donde Norman a cada nueva lectura encontraba más puntos de unión (y eso le pesaba) entre el filósofo y el nazismo que poco después se enseñorearía de Alemania, del tiempo, de las estaciones del año, que yo opinaba que iba a echar en falta y que Norman aseguraba que no tardaría en olvidar, de la gente que yo había dejado atrás pero a la que pensaba mandar de vez en cuando y sin falta algunas postales. No sé en qué momento empezó a hablar de Claudia. Sólo sé que de alguna manera lo supe pues a partir de entonces inmediatamente me callé y me puse a escucharlo. Dijo que la relación se había terminado poco después de que él se pusiera a trabajar en la universidad, algo que yo ya sabía, y que la ruptura no fue, como pensaron muchos, dolorosa. Ya sabes cómo es ella, dijo, y yo dije sí, ya lo sé. Luego dijo que a partir de entonces sus relaciones con las mujeres se habían enfriado. Después se rió. Recuerdo su risa con total claridad. No se veía ningún automóvil en la carretera, sólo árboles, montañas y cielo, y el ruido del Renault desplazando el viento. Dijo que se acostaba con mujeres, es decir, que todavía le gustaba acostarse con mujeres, pero que de alguna manera que no conseguía comprender cada vez tenía más problemas en este aspecto. ¿Qué clase de problemas?, le pregunté. Problemas, problemas, dijo Norman. ¿No se te levanta?, dije. Norman se rió. ¿Es eso, no te empalmas?, dije. Eso es un síntoma, dijo, no un problema. Ya me has contestado, le dije, no se te levanta. Norman volvió a reírse. Llevaba la ventana bajada y el aire le revolvía el pelo. Su piel estaba muy bronceada. Parecía feliz. Los dos nos reímos. A veces no se me empalma, dijo, ¿pero qué palabra es ésa: empalmar? No, a veces no se me pone dura, pero eso sólo es un síntoma y en ocasiones ni siquiera un síntoma. En ocasiones es sólo una broma, dijo. Le pregunté si no había encontrado a nadie en todo este tiempo, una pregunta cuya respuesta parecía obvia, y Norman dijo que sí, que de alguna forma sí había encontrado a alguien, pero que tanto él como ella, una profesora de filosofía divorciada y con dos hijos que no sé por qué imaginé fea, en cualquier caso menos hermosa que Claudia, preferían esperar, no adelantar acontecimientos, una relación en el frigorífico.
Después habló de los niños, los niños en general y los niños de Puerto Ángel en particular, me preguntó qué pensaba de los niños de Puerto Ángel y la verdad es que yo no pensaba nada de los niños de aquel pueblo que dejábamos atrás, ¡es que ni siquiera me había fijado en ellos!, y entonces Norman me miró y dijo: cada vez que pienso en ellos me centro. Tal cual. Me centro. Y yo pensé: mejor sería que mirara a la carretera y no a mí, y también pensé: algo pasa. Pero no dije nada. No le dije: conduce con cuidado, no le dije ¿qué pasa, Norman? En vez de eso me puse a mirar el paisaje, árboles y nubes, montañas, suaves colinas, el trópico, mientras Norman hablaba ya de otra cosa, de un sueño que Claudia había tenido, ¿cuándo?, hacía poco, lo llamó por teléfono una madrugada y se lo contó, muy buenos amigos, evidentemente. ¿Y sabes cuál era ese sueño?, me dijo. ¿Qué pasa, mano, dije yo, quieres que te lo interprete? Un sueño con colores, con una batalla al fondo, una batalla que se aleja y que al alejarse arrastra tras de sí todas las interpretaciones. Pero Norman dijo: soñó con los hijos que no tuvimos. No jodas, le dije. Ése era el significado del sueño. ¿La batalla que se aleja, según tú, eran los hijos que no tuvieron? Más o menos, dijo Norman. Esas sombras que combatían. ¿Y los colores? Lo que queda, dijo Norman, la pinche abstracción de lo que queda.
Y entonces yo pensé en el pintor y en sus cuadros abstractos y no sé por qué se me ocurrió decirle a Norman (con quien seguramente ya lo había comentado mientras estábamos en Puerto Ángel) que el ojete de Abraham Manzur estaba peleando en rings de segunda fila, tal vez para cambiar de tema, tal vez porque eso era lo único que tenía que decir en aquel momento, en donde dijera lo que dijera poco importaba, pues era Norman el que llevaba la batuta y nada de lo que yo añadiera iba a cambiar esa verdad incontrovertible, el Renault lanzado a más de ciento veinte por la carretera desierta. ¿Viste sus cuadros?, dijo Norman. Algunos, dije. ¿Y qué te parecieron?, dijo Norman como si todo lo que habíamos hablado en Puerto Ángel estuviera olvidado. Estaban bien, dije. ¿Y a Claudia qué le parecieron? No me dio su opinión, dije yo. Durante un rato seguimos así. Norman se puso a hablar de pintura mexicana, del estado de las carreteras, de la política universitaria, de la interpretación de los sueños, de los niños de Puerto Ángel, de Nietzsche, y yo intervenía muy de tanto en tanto con algún monosílabo, alguna pregunta que servía sólo para aclarar conceptos aunque la verdad es que a esas alturas los conceptos me valían madre y lo único que quería era llegar cuanto antes al DF y no volver a poner los pies en el estado de Oaxaca nunca más en mi vida.
Y entonces Norman dijo: Ulises Lima. ¿Te acuerdas de Ulises Lima? Claro que me acordaba, cómo iba a haberlo olvidado. Y Norman dijo: últimamente he estado pensando en él, como si Ulises Lima fuera parte de su cotidianidad o hubiera sido parte de su vida, cuando yo sabía fehacientemente que apenas había sido un episodio, un episodio más bien molesto, además. Y luego Norman me miró, como si esperara un guiño o una palabra de complicidad, pero yo sólo le dije cuidado con la carretera, fíjate cómo conduces, pues el Renault se había escorado hacia la derecha y ya estábamos tocando el bordillo, aunque eso a Norman no parecía preocuparle pues con un solo golpe de volante volvió a ponerlo en el medio, en la justa senda, y de nuevo me miró y yo dije ¿qué? Ulises Lima, sí, los días que pasó con nosotros en Tel-Aviv, y Norman: ¿no notaste nada raro, nada que se saliera de lo corriente?, normalísimo Norman. Y entonces yo le dije: ¡todo!, porque así era Ulises y así, secretamente, queríamos que fuera, no él, no Norman, que no era su amigo y que lo conocía mayormente de oídas, las historias que los adolescentes nos contábamos de Ulises, pero sí Claudia y yo que por aquellas fechas aún creíamos que íbamos a ser escritores y que hubiéramos dado todo por pertenecer a ese grupo más bien patético, los real visceralistas, la juventud es una estafa.