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Luego vino el desencanto, yo daba clases en la universidad y no estaba a gusto. No quería explicar con mi obra mis planteamientos teóricos. Daba clases y veía a mis compañeros en dos grupos claramente diferenciados: los que eran un fraude (los mediocres y los canallas), y los que tenían detrás del pupitre una obra plástica que caminaba, bien o mal, junto al trabajo docente. Y de pronto me di cuenta que no quería estar en ninguno de los dos grupos y renuncié. Me puse a dar clases en un instituto. Qué descanso. ¿Fue como ser degradado de teniente a sargento? Posiblemente. Tal vez a cabo. Aunque yo no me sentía ni teniente ni sargento ni cabo, sino pocero, trabajador de limpieza de cloacas, peón caminero perdido o marginado de su tropilla. Naturalmente, pese a que en el recuerdo el paso de un estado a otro adquiere los tintes bruscos, brutales, de lo irremediable y repentino, el ritmo de estos acontecimientos fue mucho más moderado. Conocí a un millonario que compraba mi obra, mi revista murió de inanición y falta de ganas, inicié otras revistas, hice exposiciones. Pero todo eso ahora no existe: es más una certeza verbal que vital. Lo cierto es que un día todo se acabó y me quedé solo con mi Picabia falsificado como único mapa, como único asidero legítimo. Un desempleado podría echarme en cara que a pesar de tenerlo todo no fui capaz de ser feliz. Yo podría echarle en cara al asesino el acto de matar y éste al suicida su último gesto desesperado o enigmático. Lo cierto es que un día se acabó todo y me puse a mirar a mi alrededor. Dejé de comprar tantas revistas y periódicos. Dejé de exponer. Empecé a dar mis clases de dibujo en el instituto con humildad y seriedad e incluso (aunque no me ufano de ello) con cierto sentido del humor. Arturo hacía mucho que había desaparecido de nuestras vidas.

Los motivos de su desaparición los ignoro. Un día se disgustó con mi amiga porque supo que era mi amiga o tal vez se acostó con mi otra amiga y ésta le dijo so tonto ¿no te has dado cuenta que la amiga de Guillem es su amiga?, o algo parecido, las conversaciones en la cama oscilan entre el enigma y la transparencia. No lo sé, tampoco importa. Sólo sé que se marchó y dejé de verlo durante mucho tiempo. Yo, ciertamente, no lo quise así. Intento conservar a mis amigos. Intento ser agradable y sociable, no forzar el paso de la comedia a la tragedia, de eso ya se encarga la vida. En fin, un día Arturo desapareció. Pasaron los años y no lo volví a ver. Hasta que un día mi amiga me dijo: adivina quién me llamó por teléfono esta noche. Me hubiera gustado decirle: Arturo Belano, hubiera sido divertido que lo adivinara a la primera, pero dije otros nombres y luego me rendí. Sin embargo, cuando ella dijo Arturo yo me alegré. ¿Cuántos años hacía que no lo veíamos? Muchos, tantos que más valía no enumerarlos, no recordarlos, aunque yo los recordaba todos, uno por uno. Así que un día Arturo apareció por casa de mi amiga y ésta me llamó por teléfono y yo salí de mi casa y fui a verlo. Fui a buen paso, fui corriendo. No sé por qué me puse a correr, pero lo cierto es que lo hice. Eran cerca de las once de la noche y hacía frío y cuando llegué vi a un tipo que ya tenía más de cuarenta años, igual que yo, y me sentí, mientras avanzaba hacia él, como el Desnudo bajando una escalera, aunque yo no bajaba ninguna escalera, creo.

Después nos encontramos varias veces. Un día apareció por mi estudio. Yo estaba sentado contemplando una tela muy pequeña dispuesta al lado de una tela de más de tres metros por dos. Arturo miró la pintura pequeña y la pintura grande y me preguntó qué eran. ¿Qué crees tú?, dije. Osarios, dijo él. Efectivamente, eran osarios. Por entonces yo apenas pintaba y no exponía nada. Aquellos que habían sido tenientes conmigo, ahora eran capitanes, coroneles e incluso uno había llegado al grado de general o mariscal, mi querido Miguelito. Otros habían muerto de sida o de sobredosis o de cirrosis hepática o simplemente fueron dados por desaparecidos. Yo seguía siendo pocero. Sé que esta situación se presta a interpretaciones diversas, la mayoría conducentes a un territorio donde todo es sombrío. Y mi situación no era sombría en lo más mínimo. Me sentía razonablemente bien, investigaba, miraba, me miraba mirar, leía, vivía tranquilo. Producía poco. Esto tal vez sea importante. Arturo, por el contrario, producía mucho. Una vez, al salir de la lavandería, me lo encontré. Iba a mi casa. ¿Qué haces?, me dijo. Ya ves, le contesté, salgo con la ropa limpia. ¿Pero es que no tienes lavadora en tu casa?, me dijo. Se me estropeó hace unos cinco años, le dije. Esa tarde Arturo salió a la galería del patio de luces y estuvo mirando mi lavadora. Yo me preparé un té (por entonces ya no bebía casi nada) y lo estuve mirando mientras él miraba la lavadora. Por un instante pensé que la iba a arreglar. No me hubiera parecido nada del otro mundo, pero sí que me hubiera alegrado. Al final la lavadora seguía tan muerta como siempre. Otra vez le conté de un accidente que tuve. Creo que se lo conté porque me di cuenta que miraba de soslayo mis cicatrices. El accidente fue en Mallorca. Un accidente de coche. Estuve a punto de perder los dos brazos y la quijada. En el resto del cuerpo apenas tenía unos cuantos arañazos. Extraño accidente, ¿verdad? Muy extraño, dijo Arturo. Él también me contó que había estado hospitalizado en seis ocasiones en el lapso de dos años. ¿En qué país?, le pregunté. Aquí, dijo, en el Valle Hebrón y antes en el Josep Trueta de Girona. ¿Y por qué no nos avisaste?, te hubiéramos ido a ver. Bueno, no tiene importancia. Una vez me preguntó si no me sentía deprimido. No, le dije, a veces me siento como el Desnudo bajando una escalera, lo que resulta incluso agradable si estás en una reunión con amigos, y no tan agradable si vas por el Paseo de Gracia, por ejemplo, pero en general me siento bien.

Un día, poco antes de desaparecer por última vez, llegó a mi casa y me dijo: me van a hacer una mala crítica. Le preparé una infusión de manzanilla y me quedé callado, que es lo que se hace, creo, cuando uno tiene que escuchar una historia, ya sea triste o alegre. Pero él también se quedó callado y durante un rato estuvimos así, él mirando su infusión o la rodajita de limón que flotaba en su infusión y yo fumando un Ducados, creo que soy de los pocos que sigue fumando Ducados, digo, de los pocos de mi generación, incluso el mismo Arturo ahora fuma rubios ultra lights. Al cabo de un rato, por decir algo, dije: ¿te vas a quedar a dormir en Barcelona? y él negó con la cabeza, cuando se quedaba a dormir en Barcelona lo hacía en casa de mi amiga (en habitaciones separadas, aunque esta precisión lo enturbia todo), no en mi casa, cenábamos juntos, eso sí, y a veces salíamos los tres a dar vueltas en el coche de mi amiga. En fin, le pregunté si se iba a quedar a dormir y él dijo que no podía, que tenía que volver al pueblo en donde residía, un pueblo de la costa a poco más de una hora en tren. Y entonces otra vez nos volvimos a quedar callados los dos, y yo me puse a pensar en lo que había dicho acerca de una mala crítica, y por más que pensé no entendí nada, así que dejé de pensar y me puse a esperar, que es lo que hace, contra todo pronóstico, el Desnudo bajando una escalera, y precisamente en eso consiste su extraña crítica.