¿Tú antes te emborrachabas?, le pregunté una mañana. Claro que sí, dijo él, como todos, aunque generalmente prefería estar sobrio. Ya me lo imaginaba, le dije.
Una noche tuve una pelea con un tío que intentó sobrepasarse. Fue en La Sirena. El tío me insultó y yo le dije que saliera afuera y me repitiera lo que había dicho. No me fijé que el tío iba acompañado. Esos prontos son los que un día me van a perder. El tío salió detrás de mí y yo le hice una llave y lo tiré al suelo. Sus amigos intentaron defenderlo, pero el encargado de La Sirena y Arturo los disuadieron. Hasta ese momento yo no me había dado cuenta de nada, pero cuando vi a Arturo y al encargado, no sé qué me pasó, me sentí libre, eso por encima de todo, y también me sentí querida, arropada, protegida, sentí que valía la pena y eso me alegró. Y, lo que son las cosas, esa misma noche, un poco más tarde, apareció Pepe y a las cinco de la mañana nos pusimos a hacer el amor y eso ya era lo máximo, la felicidad completa, mientras estábamos en la cama cerraba los ojos y pensaba en todo lo que había pasado esa noche, todas las cosas violentas y luego todas las cosas bonitas y cómo las cosas bonitas se habían impuesto a las cosas violentas y eso sin ni siquiera haber tenido que volverse demasiado violentas, digo, las cosas bonitas, yo me entiendo, y pensaba en esas cosas y le susurraba otras al oído de Pepe y de pronto, plas, me puse a pensar en Arturo, oí el tecleo de su máquina y en vez de asimilar esa imagen, en vez de decirme «Arturo también está bien», en vez de decirme «todos estamos bien, el planeta sigue su curso por los océanos de tiempo», en vez de hacer eso, como digo, me puse a pensar en mi compañero de piso y me puse a pensar en su estado de ánimo y me hice el firme propósito de ayudarlo. Y a la mañana siguiente, mientras Pepe y yo hacíamos unos estiramientos de músculo y Arturo nos miraba sentado en el sitio de siempre, empecé a atacarlo. Aquel día no sé qué le dije. Tal vez que se tomara el día libre, ya que él era su propio patrón, y que se fuera a pasar el día con su hijo. Y si eso fue lo que le dije debí seguramente de insistir tanto que al final Arturo dio su brazo a torcer y Pepe dijo que se fuera con él, que él lo acercaba hasta Arenys.
Aquella noche Arturo no apareció por La Sirena.
Volví a casa a las tres de la mañana y en uno de los teléfonos públicos del Paseo Marítimo me lo encontré. Lo vi desde lejos. Un grupo de turistas borrachos rondaba el teléfono que estaba al lado y que al parecer no funcionaba. Un coche estaba detenido en el bordillo, con las puertas abiertas y la música a todo volumen. A medida que me acercaba (iba con la Cristina) la imagen de Arturo se iba haciendo más nítida. Mucho antes de que pudiera verle la cara (estaba de espaldas a mí, empotrado en la cabina) supe que estaba llorando o a punto de llorar. ¿Era posible que se hubiera emborrachado? ¿Estaría drogado? Todas esas preguntas me hice mientras aceleraba el paso y dejaba a la Cristina atrás y llegaba a su lado. Justo entonces, mientras los guiris me miraban con extrañeza, pensé que tal vez no fuera él. Iba vestido con una camisa hawaiana que no le había visto nunca. Le toqué el hombro. Arturo, le dije, pensé que esta noche ibas a dormir en Arenys. Él se volvió y me dijo hola. Luego colgó el teléfono y se puso a hablar conmigo y con la Cristina, que ya me había dado alcance. Me di cuenta de que se había olvidado de sacar las monedas de la ranura. Había más de mil quinientas pesetas. Esa noche, cuando estuvimos solos, le pregunté qué tal le había ido en Arenys. Dijo que bien. Su mujer vivía con un tipo, un vasco, con el que parecía ser feliz y su hijo estaba bien. ¿Y qué más?, dije. Eso es todo, dijo él. ¿A quién estabas llamando? Arturo me miró y sonrió. ¿A la andaluza de los cojones?, dije. ¿A la gilipollas que te tiene sorbido el seso? Sí, dijo. ¿Y hablaste con ella? Sólo un rato, dijo, los ingleses no paraban de chillar y era molesto. ¿Y si ya no hablabas con ella qué demonios hacías allí, colgado del teléfono?, dije. Él se encogió de hombros y tras pensarlo dijo que se disponía a llamarla otra vez. Llámala desde aquí, le dije. No, dijo, mis llamadas son largas y luego la cuenta del teléfono te subirá mucho. Tú pagas tu parte y yo la mía, murmuré. No, dijo él. Cuando llegue la cuenta espero estar en África. Por Dios, qué tonto eres, le dije, anda, llama tranquilo, me voy a dar un baño, avísame cuando hayas terminado.
Recuerdo que me di una ducha, luego me puse crema por todo el cuerpo e incluso tuve tiempo para hacer unos pocos ejercicios delante del espejo empañado del baño. Cuando salí Arturo estaba sentado a la mesa, con una infusión de manzanilla y una taza de té con leche para mí, tapada con un platillo para que no se enfriara. ¿Has llamado? Sí, dijo. ¿Y qué pasó? Me colgó, dijo. Ella se lo pierde, dije yo. Soltó un bufido. Para cambiar de tema le pregunté cómo iba su libro. Bien, dijo. ¿Me dejas verlo? ¿Me dejas entrar en tu habitación y verlo? Me miró y dijo que sí. Su habitación no estaba limpia, pero tampoco estaba sucia. La cama sin hacer, ropa en el suelo, unos pocos libros desparramados por todas partes. Más o menos como la mía. Cerca de la ventana, en una mesa muy pequeña, había instalado la máquina de escribir. Me senté y me puse a mirar sus papeles. No entendí nada, por supuesto, aunque tampoco esperaba entender algo. Sé que el secreto de la vida no está en los libros. Pero también sé que es bueno leer, en eso estábamos los dos de acuerdo, es instructivo o es un consuelo. Él leía libros, yo leía revistas como Muscle Mag o Muscle amp; Fitness o Bodyfitness. Después nos pusimos a hablar de ese gran amor. Así lo llamaba yo, para burlarme de él, tu gran amor, una tía a la que conoció mucho tiempo atrás, cuando ella tenía dieciocho años, y a la que había vuelto a ver hacía poco. Los viajes de regreso a Cataluña siempre habían sido desastrosos. La primera vez, me dijo, el tren casi descarriló, la segunda vez volvió enfermo, con cuarenta de fiebre, hundido en la litera, sudando, envuelto en mantas y sin sacarse el abrigo. ¿Y estando tan enfermo esa tía te dejó subir al tren?, le dije mientras miraba sus cosas, tan poquitas cosas en realidad. Esa tía no te quiere, Arturo, pensé. Olvídala, le dije. Tenía que marcharme, dijo él, tenía que venir a ver a mi hijo. Me gustaría conocerlo, dije. Ya te he mostrado su foto, dijo él. Yo es que no lo entiendo, dije. ¿Qué es lo que no entiendes?, dijo él. Nunca hubiera permitido que un amigo enfermo, aunque ya no lo quisiera, aunque ya no estuviera enamorada de él, se subiera a un tren con cuarenta de fiebre, dije. Primero lo hubiera cuidado, me hubiera ocupado de que recobrara la salud, al menos una parte de su salud y luego lo hubiera despachado. A veces tengo muchos remordimientos, pensé, pero lo más raro es que no sé por qué, qué he hecho mal para tener remordimientos. Tú eres una buena persona, dijo él. ¿Y a ti te gustan las malas personas?, dije yo. La primera vez ella tuvo miedo de venir a vivir conmigo, dijo él, sólo tenía dieciocho años. No sigas, le dije, me voy a enojar contigo. Esa tía es una cobarde y tú eres un imbécil, pensé. Ya no tengo nada que hacer aquí, dijo él. ¿Por qué eres tan melodramático? La quería, dijo él. ¡Stop!, dije yo, no quiero seguir escuchando sandeces. Esa noche volvimos a hablar de la jodida andaluza cabrona y de su hijo. ¿Te falta dinero?, dije. ¿Te vas porque no tienes dinero? ¿No ganas lo suficiente? Yo te presto dinero. No me pagues el alquiler de este mes. Ni el del mes que viene. No me pagues hasta que tengas dinero de sobras. ¿Tienes dinero para comprar tus medicinas? ¿Vas al médico? ¿Tienes dinero para comprarle juguetes a tu hijo? Yo te puedo prestar. Tengo un amigo que trabaja en una juguetería. Tengo una amiga que es ATS en el ambulatorio. Todo tiene solución.