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Le pregunté por su salud. Dijo que en Angola estuvo enfermo durante un tiempo, diarreas, pero que ya estaba bien. Yo le dije que mis fotos se vendían cada vez mejor y que si quería, y ésta vez creo que se lo dije en serio, le podía prestar dinero, pero él no quiso ni oír hablar de eso. Después, como quien no quiere la cosa, le pregunté por la gran muerte buscada y me dijo que ahora le daba risa pensar en eso y que la gran muerte de verdad, la más-más o la menos-menos, ya la iba a ver yo personalmente al día siguiente. Estaba, cómo diré, cambiado. Podía pasar días enteros sin tomar sus pastillas y no se le veía nervioso. Aunque cuando lo vi estaba contento porque acababa de recibir medicinas desde Barcelona. ¿Quién te las envió?, le pregunté, ¿una mujer? No, un amigo, me dijo, un tal Iñaki Echavarne con el que una vez tuve un duelo. ¿Una pelea?, dije. No, un duelo, dijo Belano. ¿Y quién gano? No sé si yo lo maté a él o él me mató a mí, dijo Belano. ¡Fantástico!, le dije. Sí, fantástico, dijo él.

Por lo demás era notorio que dominaba o empezaba a dominar el ambiente, algo que yo nunca he conseguido, y que objetivamente es una meta que sólo está al alcance de los corresponsales de los grandes medios, de la gente superrespaldada y de unos pocos free-lancer que suplen la falta de dinero con amistades múltiples y con una sabiduría especial para moverse por el espacio africano.

Físicamente estaba más flaco que en Angola, de hecho estaba en los huesos, pero su apariencia no era enfermiza sino saludable o eso me pareció a mí en medio de tanta muerte. Tenía el pelo más largo, probablemente se lo cortaba él mismo, y la ropa era la de Angola, sólo que infinitamente más sucia y estropeada. No tardé en comprender que había aprendido la jerga, el argot de aquellas tierras en donde la vida no valía nada y que en el fondo era la única llave -junto con el dinero- que servía para todo.

Al día siguiente me marché a los campos de refugiados y cuando volví ya no estaba. En el hotel encontré una nota en donde me deseaba suerte y pedía que, si no era mucha molestia, le mandara medicinas cuando volviera a París. Junto con la nota estaba su dirección. Lo fui a ver, no lo encontré.

Cuando se lo conté a mi mujer ésta no se sorprendió en lo más mínimo. Pero, Simone, le dije, si había una posibilidad entre un millón de que lo volviera a ver. Estas cosas pasan, fue su enigmática respuesta. Al día siguiente me preguntó si pensaba enviarle las medicinas. Ya lo he hecho, le dije.

Esta vez no me quedé demasiado tiempo en París. Volví a África y volví con la certeza de que una vez más me encontraría con Belano, pero nuestros caminos no se cruzaron y aunque pregunté por él a los periodistas más veteranos del lugar, ninguno lo conocía y los pocos que lo recordaban no tenían idea de adonde se había marchado. Y lo mismo ocurrió con el siguiente viaje, y con el siguiente. ¿Lo has visto?, me preguntaba mi mujer cuando volvía. No lo he visto, le respondía, tal vez ha vuelto a Barcelona o a su país. O tal vez, decía mi mujer, está en otra parte. Puede ser, le decía yo, eso nunca lo sabremos.

Hasta que me tocó viajar a Liberia. ¿Ustedes saben dónde está Liberia? Sí, en la costa oeste de África, entre Sierra Leona y Costa de Marfil, aproximadamente, bien, ¿pero saben quién gobierna en Liberia?, ¿la derecha o la izquierda? Eso seguro que no lo saben.

Llegué a Monrovia en abril de 1996, procedente de Freetown, Sierra Leona, en un barco fletado por una organización humanitaria, ya no sé cuál, cuya misión era evacuar a cientos de europeos que esperaban en la embajada norteamericana -el único lugar razonablemente seguro de Monrovia según la opinión de quienes habían estado allí o de quienes habían oído testimonios directos de lo que allí pasaba-, y que a la hora de la verdad resultaron ser paquistaníes, hindúes, magrebíes, y algún que otro inglés de raza negra. Los otros europeos, permítaseme la expresión, ya hacía mucho que se habían largado de aquel agujero y sólo quedaban sus secretarios. Para un latinoamericano pensar que la embajada norteamericana era un lugar seguro resultaba una paradoja difícil de digerir, sin embargo los tiempos han cambiado y, ¿por qué no?, tal vez yo también tuviera que refugiarme en la embajada norteamericana, pensé, pero de todos modos el dato me pareció de mal augurio, una señal inequívoca de que todo iba a salir mal.

Un grupo de soldados liberianos, ninguno de los cuales tenía veinte años, nos escoltó hasta una casa de tres pisos, en la avenida Nueva África, que era el antiguo Hotel Ritz o el antiguo Crillón en versión liberiana y que ahora gestionaba una organización de periodistas internacionales de la cual hasta entonces yo no tenía noticias. El hotel, ahora llamado Centro de Enviados de Prensa, era una de las pocas cosas que funcionaba en la capital y a ello no era ajena la presencia de un grupo de cinco marines de los Estados Unidos, que a veces vigilaban pero que la mayor parte del tiempo se la pasaban en el salón principal, bebiendo con la prensa televisiva de su país y haciendo de intermediarios entre los periodistas y un grupo de jóvenes soldados mandingos que servían de guías y guardaespaldas en las salidas hacia los barrios calientes de Monrovia o, aunque esto era una rareza o un capricho, hacia las zonas fuera de la capital, las aldeas innombradas (aunque todas tenían un nombre y habían tenido gente, niños, actividad laboral) que, más que nada por lo que contaban otros o por los reportajes que cada noche veíamos en la CNN, eran una copia fiel del fin del mundo, de la locura de los hombres, del mal que anida en todos los corazones.

El Centro de Enviados de Prensa, por lo demás, funcionaba como un hotel y como tal el primer día tuvimos que inscribir nuestros nombres en el libro de registro. Cuando me tocó mi turno, yo ya estaba bebiendo whisky y conversando con dos amigos franceses, no sé por qué tuve el impulso de volver atrás una de las páginas del libro y buscar un nombre. Sin sorpresa, hallé el de Arturo Belano.

Estaba allí desde hacía dos semanas. Había entrado junto con un grupo de alemanes, dos tipos y una tipa de un diario de Frankfurt. Traté de ponerme en contacto con él de inmediato y no lo encontré. Un periodista mexicano me dijo que ya hacía siete días que no aparecía por el Centro y que si quería saber algo de él fuera a preguntar a la embajada norteamericana. Pensé en nuestra ya lejana conversación de Angola, en su deseo de hacerse matar y se me pasó por la cabeza que ahora sí lo iba a conseguir. Los alemanes, me dijeron, ya se habían marchado. A regañadientes, pero sabiendo en mi fuero interno que no podía hacer otra cosa, fui a buscarlo a la embajada. Nadie sabía nada pero el viaje me sirvió para tomar unas cuantas fotos. Las calles de Monrovia, los patios de la embajada, algunos rostros. De vuelta en el Centro encontré a un austríaco que conocía a un alemán que lo había visto antes de partir. Aquel alemán, sin embargo, pasaba todas las horas del día en las calles, aprovechando la luz solar y la espera se me hizo larga. Recuerdo que montamos, a eso de las siete de la tarde, una partida de póquer con unos colegas franceses y que nos proveímos de velas en previsión de los apagones de luz que algunos decían se producían generalmente al caer la tarde. Pero la luz no se fue y la partida pronto se hundió en un estado común de apatía. Recuerdo que bebimos y hablamos de Ruanda y de Zaire y de las últimas películas que habíamos visto en París. A las doce de la noche, cuando ya me había quedado solo en el salón principal de aquel Ritz de fantasmas, llegó el alemán, y Jimmy, un joven mercenario (¿pero mercenario de quién?) que hacía las veces de portero y de barman, me avisó que Herr Linke, el fotógrafo, ya estaba camino de su habitación.