Nosotros también, automáticamente, nos habíamos tumbado sobre el piso del Chevy.
Recuerdo perfectamente lo que yo hice: traté de reanimar a Luigi, le hice la respiración boca a boca y luego un masaje cardíaco, hasta que el francés me tocó el hombro y me indicó con un índice tembloroso y sucio la sien izquierda del italiano en donde había un agujero del tamaño de una aceituna. Cuando comprendí que Luigi estaba muerto ya no se oían los disparos y el silencio sólo era roto por el aire que desplazaba el Chevy en su marcha y por el ruido de los neumáticos aplastando las piedras y guijarros del camino que llevaba al pueblo.
Nos detuvimos en lo que parecía la plaza mayor de Black Creek. Nuestro guía se volvió y nos dijo que se iba a buscar a su familia. Una venda hecha con jirones de su propia camisa le taponaba la herida en el brazo. Supuse que se la había hecho él mismo o el chofer, pero no puedo ni siquiera imaginar en qué momento, a menos que para ellos el tiempo se hubiera transformado en un fenómeno distinto, ajeno a nuestra propia percepción del tiempo. Poco después de que el guía se marchara aparecieron cuatro viejos, seguramente atraídos por el ruido del Chevy. Sin decir una palabra, protegidos bajo el alero de una casa en ruinas, se nos quedaron mirando. Eran flacos y se movían con la parsimonia de los enfermos, uno de ellos estaba desnudo como algunos de los guerrilleros krahn de Kensey y Roosevelt Johnson, aunque era evidente que el viejo aquel no era guerrillero de nada. Parecía como si se acabaran de despertar, igual que nosotros. El chofer los vio y siguió sentado delante del volante, sudando y fumando mientras de vez en cuando echaba miradas a su reloj. Al cabo de un rato abrió la portezuela y les hizo una seña a los viejos, que éstos respondieron sin moverse de la protección que les brindaba el alero, y después se bajó y se puso a examinar el motor. Cuando volvió se explayó en una serie de explicaciones incomprensibles, como si el coche fuera nuestro. En resumen lo que quería decir era que la parte de adelante estaba más agujereada que un colador. El francés se encogió de hombros y cambió a Luigi de posición, de tal manera que le permitiera sentarse a su lado. Me pareció que tenía un ataque de asma, pero por lo demás parecía tranquilo. Se lo agradecí mentalmente pues si hay algo que yo odio es a un francés histérico. Más tarde apareció una adolescente que nos miró sin dejar de caminar y a la que vimos desaparecer por una de las tantas callecitas estrechas que desembocaban en la plaza. Cuando hubo desaparecido el silencio se hizo total y sólo afinando mucho el oído podíamos escuchar algo semejante a la reverberación del sol sobre el techo de nuestro vehículo. No corría ni una brizna de aire.
Vamos a palmarla, dijo el francés. Lo dijo con simpatía, así que yo le hice notar que los disparos hacía mucho que habían cesado y que probablemente quienes nos tendieron la emboscada eran pocos, tal vez un par de bandidos tan asustados como nosotros. Mierda, dijo el francés, esta aldea está vacía. Sólo entonces me di cuenta de que no había nadie más en la plaza y comprendí que eso no era nada normal y que al francés no le faltaba razón. No tuve miedo sino rabia.
Me bajé del coche y oriné largamente sobre la pared más cercana. Luego me acerqué al Chevy, le eché una mirada al motor y no vi nada que nos impidiera salir de allí tal como habíamos entrado. Tomé varias fotos del pobre Luigi. El francés y el chofer me miraban sin decir nada. Después Jean-Pierre, como si se lo hubiera pensado mucho, me pidió que le tomara una foto a él. Cumplí su orden sin hacerme de rogar. Lo fotografíe a él y al chofer y luego le pedí al chofer que nos fotografiara a Jean-Pierre y a mí, y luego le dije a Jean-Pierre que me fotografiara junto a Luigi, pero se negó aduciendo que aquello ya era el colmo del morbo y la amistad que empezaba a crecer entre nosotros volvió a resquebrajarse. Creo que lo insulté. Creo que él me insultó. Después los dos volvimos a entrar al Chevy, Jean-Pierre junto al chofer y yo junto a Luigi. Debimos de estar allí más de una hora. Durante ese tiempo Jean-Pierre y yo propusimos en varias ocasiones la conveniencia de olvidarnos del cocinero y largarnos del pueblo con viento fresco, pero el chofer se mostró inflexible a nuestros argumentos.
Creo que en algún momento de la espera caí en un sueño breve y agitado, pero sueño al fin y al cabo, y probablemente soñé con Luigi y con un dolor de muelas inmenso. El dolor era peor que la certeza de la muerte del italiano. Cuando desperté, cubierto de transpiración, vi a Jean-Pierre que dormía con la cabeza reclinada en el hombro de nuestro chofer mientras éste fumaba otro cigarrillo con la vista clavada al frente, en el amarillo mortuorio de la plaza desierta, y el fusil cruzado sobre las rodillas.
Finalmente apareció nuestro guía.
Junto a él caminaba una mujer flaca que al principio tomamos por su madre pero que resultó ser su esposa y un niño de unos ocho años, vestido con una camisa roja y unos pantalones cortos de color azul. Vamos a tener que dejar a Luigi, dijo Jean-Pierre, no hay sitio para todos. Durante unos minutos estuvimos discutiendo. El guía y el chofer estaban de parte de Jean-Pierre y finalmente tuve que transigir. Me colgué las cámaras de Luigi en el cuello y vacié sus bolsillos. Entre el chofer y yo lo bajamos del Chevy y lo pusimos a la sombra de una especie de toldo de paja. La mujer del guía dijo algo en su idioma, era la primera vez que hablaba, y Jean-Pierre se la quedó mirando y le pidió al cocinero que tradujera. Éste al principio se mostró reacio, pero luego dijo que su mujer había dicho que era mejor meter el cadáver en el interior de cualquiera de las casas que rodeaban la plaza. ¿Por qué?, preguntamos al unísono Jean-Pierre y yo. La mujer, aunque estragada, tenía una presencia de reina, tanta era o nos pareció en aquel momento su quietud y su serenidad. Porque allí se lo comerán los perros, dijo señalando el sitio del cadáver con un dedo. Jean-Pierre y yo nos miramos y nos reímos, claro, dijo el francés, cómo no se nos había ocurrido, normal. Así que volvimos a levantar el cadáver de Luigi y mientras el chofer abría a patadas la puerta que le pareció más frágil, nosotros introdujimos el cadáver en una habitación de suelo de tierra, en donde se amontonaban esterillas y cajas de cartón vacías y cuyo olor nos resultó a tal grado insoportable que dejamos al italiano tirado y salimos tan rápido como nos fue posible.
Cuando el chofer puso en marcha el Chevy todos dimos un salto, menos los viejos que nos seguían mirando desde el alero. ¿Por dónde vamos?, dijo Jean-Pierre. El chofer hizo un gesto que quería decir que no lo molestáramos o que no lo sabía. Por otro camino, dijo el guía. Sólo en ese momento me fijé en el niño: se había abrazado a las piernas de su padre y estaba dormido. Vamos por donde ellos digan, le dije a Jean-Pierre.
Durante un rato vagamos por las desiertas calles de la aldea. Cuando salimos de la plaza nos internamos por una calle recta, luego torcimos a la izquierda y el Chevy avanzó muy despacio, casi rozando las paredes de las casas, los aleros de los tejados de paja, hasta salir a una explanada en la que se veía un gran galpón de zinc, de un solo piso, grande como un almacén industrial y en cuyo frontispicio pudimos leer «CE-RE-PA, Ltd.», en grandes letras rojas, y en la parte inferior: «fábrica de juguetes, Black Creek amp; Brownsville». Este pueblo de mierda se llama Brownsville, no Black Creek, oí que decía Jean-Pierre. El chofer, el guía y yo disentimos sin desviar nuestra mirada del galpón. El pueblo era Black Creek, Brownsville debía de estar un poco más al este, pero Jean-Pierre incomprensiblemente siguió diciendo que estábamos en Brownsville y no en Black Creek como era el trato. El Chevy atravesó la explanada y se internó por un camino que discurría a través de un bosque cerrado. Ahora sí que estamos en África, le dije a Jean-Pierre, tratando vanamente de insuflarle ánimo, pero éste sólo me contestó algo incongruente referido a la fábrica de juguetes que habíamos dejado atrás.