El mismo día de la muerte del niño o un día después llegaron los padres de la mujer de López Lobo a Nueva York. Una tarde tuvieron una discusión. Estaban en el bar de un hotel de Broadway, cerca de la calle 81, todos juntos, los suegros, el hijo menor y la mujer, y López Lobo se puso a llorar y dijo que quería a sus dos hijos y que el culpable de la muerte del hijo mayor había sido él. Aunque tal vez no dijera nada ni hubiera ninguna discusión y todo sólo sucediera en la mente de López Lobo. Después López Lobo se emborrachó y dejó las cenizas del niño olvidadas en un vagón del metro de Nueva York y volvió a París sin decirle nada a nadie. Un mes después supo que su mujer había regresado a Madrid y quería el divorcio. López Lobo firmó los papeles y pensó que todo había sido un sueño.
Mucho más tarde oí la voz de Belano que preguntaba cuándo había ocurrido «la desgracia». Me pareció la voz de un campesino chileno. Hace dos meses, contestó López Lobo. Y después Belano preguntó qué pasaba con el otro hijo, el niño sano. Vive con su madre, respondió López Lobo.
A esa hora ya podía distinguir sus siluetas recostadas contra la pared de madera. Los dos estaban fumando y los dos parecían cansados, pero tal vez esta última impresión fuera debida a mi propio cansancio. López Lobo ya no hablaba, sólo hablaba Belano, como al principio y, cosa sorprendente, estaba contando su historia, una historia sin pies ni cabeza, una y otra vez, con la particularidad de que a cada repetición resumía la historia un poco más, hasta que finalmente sólo decía: quise morirme, pero comprendí que era mejor no hacerlo. Sólo entonces me di cuenta cabal que López Lobo iba a acompañar a los soldados al día siguiente y no a los civiles, y que Belano no lo iba a dejar morir solo.
Creo que me dormí.
Al menos, creo que dormí algunos minutos. Cuando desperté la claridad del nuevo día empezaba a filtrarse al interior de la casa. Oí ronquidos, suspiros, gente que hablaba en sueños. Luego vi a los soldados que se preparaban para salir. Junto a ellos vi a López Lobo y a Belano. Me levanté y le dije a Belano que no fuera. Belano se encogió de hombros. La cara de López Lobo estaba impasible. Sabe que ahora va a morir y está tranquilo, pensé. La cara de Belano, por el contrario, parecía la de un demente: en cuestión de segundos era dable ver en ella un miedo espantoso o una alegría feroz. Lo cogí de un brazo e irreflexivamente salí con él a dar un paseo por el exterior.
Era una mañana hermosísima, de una levedad azul que erizaba los pelos. López Lobo y los soldados nos vieron salir y no dijeron nada. Belano sonreía. Recuerdo que caminamos en dirección a nuestro inservible Chevy y que le dije varias veces que lo que pensaba hacer era una barbaridad. Oí la conversación de anoche, le confesé, y todo me obliga a conjeturar que tu amigo está loco. Belano no me interrumpió: miraba hacia los bosques y las colinas que circundaban Brownsville y de vez en cuando asentía. Cuando llegamos al Chevy recordé a los francotiradores y tuve un repentino principio de pánico. Me pareció absurdo. Abrí una de las portezuelas y nos instalamos en el interior del coche. Belano se fijó en la sangre de Luigi pegada en la tapicería, pero no dijo nada ni yo consideré oportuno darle una explicación a esas alturas. Durante un rato permanecimos ambos en silencio. Yo tenía la cara oculta entre las manos. Después Belano me preguntó si me había dado cuenta de lo jóvenes que eran los soldados. Todos son jodidamente jóvenes, le contesté, y se matan como si estuvieran jugando. No deja de ser bonito, dijo Belano mirando por la ventanilla los bosques atrapados entre la niebla y la luz. Le pregunté por qué iba a acompañar a López Lobo. Para que no esté solo, respondió. Eso ya lo sabía, esperaba otra respuesta, algo que resultara decisivo, pero no le dije nada. Me sentí muy triste. Quise decir algo más y no encontré palabras. Luego bajamos del Chevy y volvimos a la casa alargada. Belano cogió sus cosas y salió con los soldados y el fotógrafo español. Lo acompañé hasta la puerta. Jean-Pierre iba a mi lado y miraba a Belano sin entender nada. Los soldados ya comenzaban a alejarse y allí mismo le dijimos adiós. Jean-Pierre le dio un apretón de manos y yo un abrazo. López Lobo se había adelantado y Jean-Pierre y yo comprendimos que no deseaba despedirse de nosotros. Luego Belano se puso a correr, como si en el último instante creyera que la columna se iba a marchar sin él, alcanzó a López Lobo, me pareció que se ponían a hablar, me pareció que se reían, como si partieran de excursión, y así atravesaron el claro y luego se perdieron en la espesura.
Por nuestra parte, el viaje de regreso a Monrovia transcurrió casi sin incidentes. Fue largo e ingrato, pero no nos cruzamos con soldados de ningún bando. Llegamos a Brewerville al caer la noche. Allí nos despedimos de la mayoría de los que habían venido con nosotros y a la mañana siguiente una furgoneta de una organización humanitaria nos trasladó a Monrovia. Jean-Pierre no tardó más de un día en marcharse de Liberia. Yo aún permanecí dos semanas más. El cocinero, su mujer y su hijo, de quienes me hice amigo, se instalaron en el Centro de Prensa. La mujer trabajaba haciendo camas y barriendo el suelo y a veces yo me asomaba a la ventana de mi habitación y veía al niño que jugaba con otros niños o con los soldados que guardaban el hotel. Al chofer no lo volví a ver más, pero llegó a Monrovia vivo, lo que de alguna manera es un consuelo. Por descontado, durante los días que permanecí allí intenté localizar a Belano, averiguar qué había pasado en la zona de Brownsville-Black Creek-Thomas Creek, pero en claro apenas saqué nada. Según algunos, aquel territorio estaba ahora dominado por las bandas armadas de Kensey, según otros, una columna del general Lebon, creo que ése era su nombre, un general de diecinueve años, había conseguido restablecer el poder de Taylor en todo el territorio comprendido entre Kakata y Monrovia, lo que incluía a Brownsville y Black Creek. Pero nunca supe si aquello era cierto o falso. Un día asistí a una conferencia en un local cercano a la embajada norteamericana. La conferencia la daba un tal general Wellman y a su manera trataba de explicar la situación del país. Todo el mundo, al final, pudo preguntarle lo que quiso. Cuando ya se habían ido todos o todos se habían cansado de hacer preguntas que sabíamos de alguna manera inútiles, yo le pregunté por el general Kensey, por el general Lebon, por la situación en la aldea de Brownsville y de Black Creek, por la suerte corrida por el fotógrafo Emilio López Lobo, de nacionalidad española y por el periodista Arturo Belano, de nacionalidad chilena. El general Wellman me miró fijamente antes de responder (pero eso lo hacía con todos, tal vez tenía un problema de miopía y no sabía dónde conseguir un par de anteojos). Con parsimonia dijo que según sus informes el general Kensey ya llevaba una semana muerto. Lo habían matado las tropas de Lebon. El general Lebon, a su vez, también había muerto, esta vez a manos de una banda de salteadores, en uno de los barrios del este de Monrovia. Sobre Black Creek dijo: «En Black Creek reina la calma.» Literalmente. Sobre el poblado de Brownsville, aunque fingió lo contrario, jamás había oído hablar.
Dos días después me marché de Liberia y no volví nunca más.
26
Ernesto García Grajales, Universidad de Pachuca, Pachuca, México, diciembre de 1996. En mi humildad, señor, le diré que soy el único estudioso de los real visceralistas que existe en México y, si me apura, en el mundo. Si Dios quiere pienso publicar un libro sobre ellos. El profesor Reyes Arévalo me ha dicho que tal vez la editorial de nuestra universidad podría publicarlo. Por supuesto, el profesor Reyes Arévalo jamás ha oído hablar de los real visceralistas y en su fuero interno preferiría una monografía sobre los modernistas mexicanos o una edición anotada sobre Manuel Pérez Garabito, el poeta pachuqueño por excelencia. Pero poco a poco mi obstinación lo ha convencido de que no es malo estudiar ciertos aspectos de nuestra poesía más rabiosamente moderna. Así, de paso, llevamos a Pachuca a los umbrales del siglo XXI. Sí, se podría decir que soy el principal estudioso, la fuente más autorizada, pero eso no es ningún mérito. Probablemente yo soy el único que se interesa por este tema. Ya casi nadie los recuerda. Muchos de ellos han muerto. De otros no se sabe nada, desaparecieron. Pero algunos siguen en activo. Jacinto Requena, por ejemplo, ahora hace crítica de cine y gestiona el cine-club de Pachuca. A él debo mi interés por este grupo. María Font vive en el DF. No se ha casado. Escribe, pero no publica. Ernesto San Epifanio murió. Xóchitl García trabaja en revistas y suplementos dominicales de la prensa capitalina. Me parece que ya no escribe poesía. Rafael Barrios desapareció en los Estados Unidos. No sé si estará vivo o muerto. Angélica Font publicó hace poco su segundo libro de poesía, un volumen de no más de treinta páginas, el libro no está mal, una edición muy elegante. Piel Divina murió. Pancho Rodríguez murió. Emma Méndez se suicidó. Moctezuma Rodríguez anda metido en política. Dicen que Felipe Müller sigue en Barcelona, está casado y tiene un hijo, parece que es feliz, de vez en cuando los cuates de por acá le publican algún poema. Ulises Lima sigue viviendo en el DF. Las pasadas vacaciones lo fui a ver. Un espectáculo. Le confieso que al principio hasta me dio un poco de miedo. Todo el rato que estuve con él me trató de señor profesor. Pero, mano, le dije, si soy más joven que tú, así que por qué no nos tuteamos. Como usted quiera, señor profesor, me contestó. Ah, qué Ulises. De Arturo Belano no sé nada. No, a Belano no lo conocí. A varios. No conocí a Müller ni a Pancho Rodríguez ni a Piel Divina. Tampoco conocí a Rafael Barrios. ¿Juan García Madero? No, ése no me suena. Seguro que nunca perteneció al grupo. Hombre, si lo digo yo que soy la máxima autoridad en la materia, por algo será. Todos eran muy jóvenes. Yo tengo sus revistas, sus panfletos, documentos inencontrables hoy por hoy. Hubo un chavito de diecisiete años, pero no se llamaba García Madero. A ver… se llamaba Bustamante. Sólo publicó un poema en una revista fotocopiada que se hizo en el DF, no más de veinte ejemplares el primer número, además sólo salió ese primer número. Y no era mexicano, sino chileno, como Belano y Müller, el hijo de unos exiliados. No, que yo sepa el tal Bustamente ya no escribe poesía. Pero perteneció al grupo. Los real visceralistas del DF. Claro, porque ya había habido otro grupo de real visceralistas, allá por los años veinte, los real visceralistas del norte. ¿Eso no lo sabía? Pues sí. Aunque de esos sí que no hay mucha documentación. No, no fue una coincidencia. Más bien fue un homenaje. Una señal. Una respuesta. Quién sabe. De todas formas, yo prefiero no perderme en esos laberintos. Me ciño a la materia tratada y que el lector y el estudioso saquen sus conclusiones. Yo creo que mi librito va a quedar bien. En el peor de los casos voy a traer la modernidad a Pachuca.