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7 de enero

Cosas en claro: Cesárea Tinajero estuvo aquí. No encontramos rastros suyos ni en el Registro, ni en la universidad, ni en los archivos parroquiales, ni en la Biblioteca, que atesora, no sé por qué, los archivos del viejo hospital de Santa Teresa convertido ahora en el Hospital General Sepúlveda, un héroe de la Revolución. Sin embargo, en el Centinela de Santa Teresa le permitieron a Belano y a Lima espulgar la hemeroteca correspondiente del periódico y en las noticias del año de 1928 se menciona, el 6 de junio, a un torero de nombre Pepe Avellaneda, que lidió en la plaza de Santa Teresa a dos toros bravos de la ganadería de don José Forcat con notable éxito (dos orejas) y de quien se hace una semblanza y entrevista en el número correspondiente al 11 de junio de 1928, en donde, entre otras cosas, se dice que el tal Pepe Avellaneda viaja en compañía de una mujer llamada Cesárea Tinaja (sic), la cual es oriunda de la Ciudad de México. No hay fotos que ilustren la noticia, pero el periodista local dice de ella que «es alta, atractiva y discreta», lo que francamente no sé qué querrá decir, salvo que lo diga para acentuar la asimetría entre la mujer que acompaña al torero y éste, a quien describe, un poco chocarreramente, como hombre bajito, de no más de metro cincuenta de estatura, muy delgado, con el cráneo grande y abollado, descripción que a Belano y a Lima les recuerda la figura de un torero de Hemingway (autor al que desgraciadamente aún no he leído), el típico torero de Hemingway sin suerte y valiente y más bien triste, más bien mortalmente triste, dicen, aunque yo no me atrevería a decir tanto con tan poco en donde sostenerme, y además una cosa es Cesárea Tinajero y otra cosa es Cesárea Tinaja, algo que mis amigos pasan por alto achacándolo a una errata, a una mala transcripción o una mala audición por parte del periodista e incluso a un error intencionado por parte de Cesárea Tinajero, decir mal su apellido, una broma, una forma humilde de tapar una pista humilde.

El resto de la noticia es intrascendente, Pepe Avellaneda habla de los toros: dice cosas incomprensibles o incongruentes, pero lo dice en voz tan baja que nunca suena a pedante. Una última pista, el Centinela de Santa Teresa del 10 de julio, anuncia la partida del torero (y presumiblemente de su acompañante) rumbo a Sonoyta en cuya plaza compartirá cartel con Jesús Ortiz Pacheco, torero regiomontano. Así que Cesárea y Avellaneda estuvieron en Santa Teresa más o menos durante un mes, evidentemente sin hacer nada, de turismo, recorriendo los alrededores o encerrados en su hotel. En cualquier caso, según Lima y Belano, ya tenemos a alguien que conoció a Cesárea Tinajero, que la conoció bien, y que verosímilmente aún vive en Sonora, aunque con los toreros nunca se sabe. A mi argumento de que el tal Avellaneda posiblemente esté muerto, manifestaron que entonces nos quedarían sus familiares y amigos. Así que ahora buscamos a Cesárea y al torero. De Horacio Guerra contaron anécdotas disparatadas. Se reafirman en que se trata del doble de Octavio Paz. De hecho, dicen, aunque con el poco tiempo que lo han tratado no sé cómo pueden saber tanto de él, sus acólitos de este rincón perdido del estado de Sonora son la réplica exacta de los acólitos de Paz. Como si en la provincia olvidada unos poetas y ensayistas y profesores igualmente olvidados reprodujeran los gestos que los medios de comunicación difunden de sus ídolos.

Al principio, afirman, Guerra se mostró interesadísimo en saber quién era Cesárea Tinajero, pero su interés se desplomó cuando Belano y Lima le confirmaron la naturaleza vanguardista de su obra y lo escasa que ésta era.

8 de enero

No encontramos nada en Sonoyta. Al volver nos detuvimos otra vez en Caborca. Belano insistió en que no podía ser mera casualidad que Cesárea llamase así a su revista. Pero una vez más no hallamos nada que delatase la presencia de la poeta en el pueblo.

En la hemeroteca de Hermosillo, en cambio, nos dimos de bruces, el primer día de búsqueda, con la noticia de la muerte de Pepe Avellaneda. En viejas hojas apergaminadas leímos que el torero había muerto en la plaza de toros de Agua Prieta, embestido por el toro mientras ejecutaba el lance de la muerte, algo que nunca se le había dado excesivamente bien a Avellaneda dada su baja estatura: para matar a según qué toros tenía que dar un salto y durante ese salto su pequeño cuerpo quedaba inerme, vulnerable a la más mínima cabezada del animal.

La agonía no fue larga. Avellaneda se terminó de desangrar en la habitación de su hotel, el Excelsior de Agua Prieta, y dos días después fue enterrado en el cementerio de la misma población. No hubo misa. Al sepelio asistió el alcalde y las principales autoridades municipales, el torero regiomontano Jesús Ortiz Pacheco, más algunos aficionados taurinos que lo vieron morir y que quisieron tributarle un último adiós. La noticia nos hizo reflexionar sobre dos o tres cuestiones que quedaban como entre interrogantes, además de decidirnos a visitar Agua Prieta.

En primer lugar, según Belano, lo más probable era que el periodista hablara de oídas. Cabía, ciertamente, la posibilidad de que el principal periódico de Hermosillo tuviera un corresponsal en Agua Prieta y que éste hubiera telegrafiado a su redacción el trágico suceso, pero lo que quedaba claro (no sé por qué, por otra parte) era que aquí, en Hermosillo, se había embellecido la historia, alargándola, puliéndola, haciéndola más literaria. Una pregunta: ¿quién veló el cadáver de Avellaneda? Una curiosidad: ¿quién era el torero Ortiz Pacheco cuya sombra parecía no despegarse de la sombra de Avellaneda? ¿Realizaba junto a éste la gira sonorense o su presencia en Agua Prieta era pura casualidad? Tal como temíamos, no volvimos a encontrar más noticias de Avellaneda en la hemeroteca de Hermosillo, como si luego de testificar la muerte del torero el más absoluto olvido hubiera caído sobre él, lo que por otra parte, cerrado el filón informativo, era de lo más natural. Así que nos dirigimos a la Peña Taurina Pilo Yáñez, situada en la parte vieja de la ciudad, en realidad un bar familiar con un ligero aire español, en donde se juntaban los fanáticos de la tauromaquia hermosillense. Allí nadie tenía noticias de un torero chaparrito de nombre Pepe Avellaneda, pero cuando les dijimos la época en que estuvo activo, los años veinte, y la plaza en que murió, nos remitieron a un viejito que sabía todo sobre el torero Ortiz Pacheco, ¡otra vez!, aunque su favorito era Pilo Yáñez, el Sultán de Caborca (de nuevo Caborca), apodo que a nosotros, poco enterados de los laberintos por los que discurre el toreo mexicano, nos pareció más propio de un boxeador.

El viejito se llamaba Jesús Pintado y recordaba a Pepe Avellaneda, Pepín Avellaneda, dijo, un torero sin suerte, pero valiente como pocos, sonorense, puede que sí, tal vez de Sinaloa, tal vez de Chihuahua, aunque su carrera la hizo en Sonora o sea que por lo menos fue sonorense de adopción, muerto en Agua Prieta, en un cartel que compartía con Ortiz Pacheco y Efrén Salazar, en la fiesta mayor de Agua Prieta, en mayo de 1930. ¿Señor Pintado, sabe usted si tenía familia?, preguntó Belano. El viejito no lo sabía. ¿Sabe usted si viajaba con una mujer? El viejito se rió y miró a Lupe. Todos viajaban con mujeres o las conseguían allí donde estuvieran, dijo, los hombres en aquella época estaban locos y también algunas mujeres. ¿Pero usted no lo sabe?, dijo Belano. El viejito no lo sabía. ¿Ortiz Pacheco está vivo?, dijo Belano. El viejito dijo que sí. ¿Sabe usted dónde lo podríamos encontrar, señor Pintado? El viejito nos dijo que tenía un rancho en las cercanías de El Cuatro. ¿Eso qué es, dijo Belano, un pueblo, una carretera, un restaurante? El viejito nos miró como si de pronto nos reconociera de algo; después dijo que era un pueblo.