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9 de enero

Para entretener el viaje me puse a hacer dibujos que son enigmas que me enseñaron en la escuela hace siglos. Aunque aquí no hay charros. Aquí nadie usa sombrero charro. Aquí sólo hay desierto y pueblos que parecen espejismos y montes pelados.

– ¿Qué es esto? -dije.

Lupe miró el dibujo como si no tuviera ganas de jugar y se quedó callada. Belano y Lima tampoco lo sabían.

– ¿Un verso elegíaco? -dijo Lima.

– No. Un mexicano visto desde arriba -dije-. ¿Y esto?

– Un mexicano fumando en pipa -dijo Lupe.

– ¿Y esto?

– Un mexicano en triciclo -dijo Lupe-. Un niño mexicano en triciclo.

– ¿Y esto?

– Cinco mexicanos meando dentro de un orinal -dijo Lima.

– ¿Y esto?

– Un mexicano en bicicleta -dijo Lupe.

– O un mexicano en la cuerda floja -dijo Lima.

– ¿Y esto?

– Un mexicano pasando por un puente -dijo Lima.

– ¿Y esto?

– Un mexicano esquiando -dijo Lupe.

– ¿Y esto?

– Un mexicano a punto de sacar las pistolas -dijo Lupe.

– Carajo, te las sabes todas, Lupe -dijo Belano.

– Y tú ni una -dijo Lupe.

– Es que yo no soy mexicano -dijo Belano.

– ¿Y ésta? -dije yo, mientras le mostraba el dibujo primero a Lima y después a los otros.

– Un mexicano subiendo por una escalera -dijo Lupe.

– ¿Y ésta?

– Híjole, ésta es difícil -dijo Lupe.

Durante un rato mis amigos dejaron de reírse y miraron el dibujo y yo me dediqué a mirar el paisaje. Vi algo que de lejos parecía un árbol. Al pasar junto a él me di cuenta que era una planta: una planta enorme y muerta.

– Nos rendimos -dijo Lupe.

– Es un mexicano friendo un huevo -dije yo-. ¿Y éste?

– Dos mexicanos en una de esas bicicletas para dos -dijo Lupe.

– O dos mexicanos en la cuerda floja -dijo Lima.

– Ahí les va uno difícil -dije.

– Fáciclass="underline" un zopilote con sombrero charro -dijo Lupe.

– ¿Y éste?

– Ocho mexicanos hablando -dijo Lima.

– Ocho mexicanos durmiendo -dijo Lupe.

– Incluso ocho mexicanos contemplando una pelea de gallos invisibles -dije yo-. ¿Y éste?

– Cuatro mexicanos velando un cadáver -dijo Belano.

10 de enero

El viaje hacia El Cuatro fue accidentado. Nos pasamos casi todo el día en la carretera, primero buscando El Cuatro, que según nos habían dicho estaba unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Hermosillo, por la carretera federal y luego, al llegar a Benjamín Hill, a la izquierda, hacia el este, por un camino de terracería en el que nos perdimos y volvimos a salir a la federal, pero esta vez unos diez kilómetros al sur de Benjamín Hill, lo que nos llevó a pensar que El Cuatro no existía, hasta que de nuevo nos metimos por la desviación de Benjamín Hill (en realidad para llegar a El Cuatro es mejor coger la primera bifurcación, la que está a diez kilómetros de Benjamín Hill) y dimos vueltas y vueltas por parajes que a veces parecían lunares y a veces exhibían pequeñas parcelas verdes, y que siempre eran desolados, y luego llegamos a un pueblo llamado Félix Gómez y allí un tipo se paró delante de nuestro coche con las piernas abiertas y los brazos en jarra y nos insultó y luego otras personas nos dijeron que para llegar a El Cuatro había que ir por allí y luego girar por allá y luego llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda y Lupe dijo que si la dejaran conducir a ella ya hacía tiempo que hubiéramos llegado, a lo que Lima respondió frenando en seco y bajándose de su asiento y diciéndole a Lupe que manejara ella. No sé qué pasó entonces, lo cierto es que todos nos bajamos del Impala y estiramos las piernas, a lo lejos veíamos la federal y algunos coches que iban hacia el norte, probablemente hacia Tijuana y los Estados Unidos, y otros hacia el sur, hacia Hermosillo o hacia Guadalajara o hacia el DF, y entonces nos pusimos a hablar del DF, nos pusimos a tomar el sol (a comparar nuestros antebrazos tostados) y a fumar y a hablar del DF y Lupe dijo que ya no echaba de menos a nadie. Cuando lo dijo pensé que era extraño, pero que yo tampoco echaba de menos a nadie, aunque me guardé de decirlo. Luego todos volvieron a subirse, menos yo, que me entretuve lanzando terrones a ninguna parte, lo más lejos que podía, y aunque sentía que me llamaban no giraba la cabeza ni hacía el menor gesto de volver con ellos, hasta que Belano dijo: García Madero, o subes o te quedas, y entonces me di la vuelta y empecé a caminar en dirección al Impala, sin querer me había alejado bastante y mientras regresaba miré el coche de Quim y pensé que estaba bastante sucio, me imaginé a Quim mirando su Impala con mis ojos o a María mirando el Impala de su padre con mis ojos y en efecto, no tenía buena pinta, el color casi había desaparecido bajo la capa de polvo del desierto.

Después volvimos a El Oasis y a Félix Gómez y por fin llegamos a El Cuatro, en el municipio de Trincheras, y allí comimos y le preguntamos al camarero y a los que estaban en la mesa de al lado si sabían dónde quedaba el rancho del ex torero Ortiz Pacheco, pero éstos no lo habían oído nombrar nunca, así que nos dedicamos a vagar por el pueblo, Lupe y yo sin abrir la boca y Belano y Lima hablando hasta por los codos, pero no de Ortiz Pacheco ni de Avellaneda ni de la poeta Cesárea Tinajero, sino de chismes del DF o de libros o de revistas latinoamericanas que habían leído poco antes de emprender este viaje errático, o de películas, en fin, hablaban de cosas que a mí se me antojaron frívolas y a Lupe posiblemente también porque los dos nos mantuvimos silenciosos, y después de mucho preguntar encontramos en el mercado (que a esa hora estaba desierto) a un tipo que tenía tres cajas de cartón llenas de pollitos y que nos supo indicar cómo llegar al rancho de Ortiz Pacheco. Así que volvimos a subirnos al Impala y emprendimos otra vez la marcha.

A mitad del camino que enlazaba El Cuatro con Trincheras debíamos desviarnos a la izquierda, por una pista que pasaba por las faldas de un cerro con forma de codorniz, pero cuando cogimos el desvío todos los cerros, todas las elevaciones, hasta el desierto nos pareció que tenía forma de codorniz, una codorniz en múltiples posiciones, por lo que vagamos por sendas que ni a camino de terracería llegaban, maltratando el coche y maltratándonos a nosotros mismos, hasta que la pista terminó en una casa, una construcción que parecía una misión del siglo XVII que surgiera de pronto de entre la polvareda, y un viejo salió a recibirnos y nos dijo que en efecto aquel era el rancho del torero Ortiz Pacheco, el rancho La Buena Vida, y que él era (pero eso lo dijo después de mirarnos fijamente durante un rato) el torero Ortiz Pacheco en persona.