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Aquella noche disfrutamos de la hospitalidad del antiguo matador. Ortiz Pacheco tenía setentainueve años y una memoria que la vida en el campo, según él, en el desierto, según nosotros, había fortificado. Se acordaba perfectamente de Pepe Avellaneda (Pepín Avellaneda, el chaparro más triste que he visto en mi vida, dijo) y de la tarde en que un toro lo mató en la plaza de Agua Prieta. Él estuvo en el velorio, que se realizó en el salón del hotel y por donde pasaron a rendirle un último adiós la práctica totalidad de las fuerzas vivas de Agua Prieta, y en el entierro, que fue multitudinario, un broche negro para unas fiestas homéricas, dijo. Recordaba, por supuesto, a la mujer que iba con Avellaneda. Una mujer alta, como suelen gustarles a los chaparritos, callada, pero no por timidez o discreción, sino callada más bien como imposición, como si estuviera enferma y no pudiera hablar, una mujer de pelo negro, rasgos aindiados, delgada y fuerte. ¿Si era la amante de Avellaneda? De eso no cabía la menor duda. Su santa no, porque Avellaneda estaba casado y su mujer, a la que había abandonado hacía mucho, vivía en Los Mochis, Sinaloa, el torero, según Ortiz Pacheco, cada mes o cada dos meses (¡o cada vez que podía, chingados!) le mandaba dinero. El toreo, entonces, no era como ahora que hasta los novilleros se hacen ricos. Lo cierto es que Avellaneda por entonces vivía con esa mujer. El nombre de ella no lo recordaba, pero sabía que venía del DF y que era una mujer cultivada, una mecanógrafa o una taquígrafa. Cuando Belano nombró a Cesárea, Ortiz Pacheco dijo que sí, ése era su nombre. ¿Era una mujer interesada por los toros?, preguntó Lupe. No lo sé, dijo Ortiz Pacheco, puede que sí, puede que no, pero si alguien sigue a un torero a la larga este mundo acaba por gustarle. En cualquier caso, Ortiz Pacheco sólo había visto a Cesárea dos veces, la última en Agua Prieta, de lo que se deducía que no llevaban mucho tiempo siendo amantes. La influencia que ejerció sobre Pepín Avellaneda, sin embargo, fue notoria, según Ortiz Pacheco.

La noche antes de su muerte, por ejemplo, mientras los dos toreros bebían en un bar de Agua Prieta y poco antes de que ambos se marcharan al hotel, Avellaneda se puso a hablarle de Aztlán. Al principio Avellaneda hablaba como si le estuviera contando un secreto, como si en el fondo no tuviera ganas de hablar, pero a medida que pasaban los minutos se fue entusiasmando cada vez más. Ortiz Pacheco no tenía idea ni siquiera de qué significaba «Aztlán», una palabra que no había oído en su vida. Así que Avellaneda se lo explicó todo desde el principio, le habló de la ciudad sagrada de los primeros mexicanos, la ciudad-mito, la ciudad desconocida, la verdadera Atlántida de Platón, y cuando volvieron al hotel, medio borrachos, Ortiz Pacheco creyó que la culpa de aquellas ideas tan locas sólo podía ser de Cesárea. Durante el velorio ella estuvo sola la mayor parte del tiempo, encerrada en su habitación o en un rincón del salón principal del Excelsior habilitado como pompas fúnebres. Ninguna mujer le dio el pésame. Sólo los hombres, y en privado, pues a nadie se le escapaba que ella era sólo la querida. En el entierro no dijo una palabra, habló el tesorero de la municipalidad que además era, digamos, el poeta oficial de Agua Prieta, y el presidente de la asociación de tauromaquia, pero no ella. Tampoco, según Ortiz Pacheco, se la vio derramar ni una lágrima. Eso sí, se encargó de que el marmolista grabara unas palabras en la lápida de Avellaneda, Ortiz Pacheco no recordaba cuáles, palabras raras en todo caso, del estilo Aztlán, le parecía recordar, y que seguramente inventó ella para la ocasión. No dijo dictó sino inventó. Belano y Lima le preguntaron qué palabras eran esas. Ortiz Pacheco se puso a pensar durante un rato, pero finalmente dijo que las había olvidado.

Esa noche dormimos en el rancho. Belano y Lima lo hicieron en la sala (había muchas habitaciones, pero todas eran inhabitables), Lupe y yo en el coche. Cuando recién amanecía me desperté y oriné en el patio contemplando las primeras luces amarillo pálido (pero también azules) que se deslizaban sigilosas por el desierto. Encendí un cigarrillo y me estuve un rato mirando el horizonte y respirando. A lo lejos creí divisar una polvareda, pero luego me di cuenta que sólo era una nube baja. Baja y estática. Pensé que era raro no oír el ruido de los animales. De vez en cuando, sin embargo, si uno prestaba atención, se oía el canto de un pájaro. Cuando me di la vuelta vi a Lupe que me miraba asomada a una de las ventanas del Impala. Su pelo negro y corto estaba despeinado y parecía más delgada que antes, como si se estuviera volviendo invisible, como si la mañana la estuviera deshaciendo sin dolor, pero al mismo tiempo parecía más hermosa que antes.

Entramos juntos en la casa. En la sala, sentados cada uno en un sillón de cuero, encontramos a Lima, Belano y a Ortiz Pacheco. El viejo torero estaba arrebujado en un sarape y dormía con una expresión de pasmo dibujada en el rostro. Mientras Lupe preparaba café yo desperté a mis amigos. No me atreví a despertar a Ortiz Pacheco. Creo que está muerto, susurré. Belano se estiró, los huesos le crujieron, dijo que hacía mucho que no había dormido tan bien y luego él mismo se encargó de despertar a nuestro anfitrión. Mientras desayunábamos Ortiz Pacheco nos dijo que había tenido un sueño muy extraño. ¿Ha soñado con su amigo Avellaneda?, dijo Belano. No, para nada, dijo Ortiz Pacheco, he soñado que tenía diez años y mi familia se trasladaba de Monterrey a Hermosillo. En aquella época ése debía ser un viaje larguísimo, dijo Lima. Larguísimo, sí, dijo Ortiz Pacheco, pero feliz.

11 de enero

Fuimos a Agua Prieta, al cementerio de Agua Prieta. Primero del rancho La Buena Vida a Trincheras, y después de Trincheras a Pueblo Nuevo, Santa Ana, San Ignacio, Ímuris, Cananea y Agua Prieta, justo en la frontera con Arizona.

Al otro lado está Douglas, un pueblo norteamericano, y en medio la aduana y los policías de frontera. Más allá de Douglas, unos setenta kilómetros al noroeste, se encuentra Tombstone, en donde se reunían los mejores pistoleros norteamericanos. En una cafetería, mientras comíamos, oímos contar dos historias: en una se ilustraba el valor del mexicano y en la otra el valor del norteamericano. En una el protagonista era un natural de Agua Prieta y en la otra uno de Tombstone.

Cuando el que contaba la historia, un tipo con el pelo largo y canoso y que hablaba como si le doliera la cabeza, se marchó de la cafetería, el que la había escuchado se echó a reír sin motivo aparente, o como si sólo transcurridos unos minutos pudiera encontrarle un sentido a la historia que acababa de escuchar. En realidad, sólo eran dos chistes. En el primero, el sheriff y uno de sus ayudantes sacan a un preso de su celda y se lo llevan a un lugar apartado del campo para matarlo. El preso lo sabe y más o menos está resignado a la suerte que le espera. Es un invierno inclemente, está amaneciendo, y tanto el preso como sus verdugos se quejan del frío que se levanta en el desierto. En determinado momento, sin embargo, el preso se pone a reír y el sheriff le pregunta qué demonios le provoca tanta hilaridad, si se ha olvidado que lo van a matar y enterrar en donde nadie pueda encontrarlo, si se ha vuelto defínitivamente loco. El preso responde, y a eso se reduce todo el chiste, que lo que le hace gracia es saber que dentro de pocos minutos él ya no pasará más frío mientras que los hombres de la ley tendrán que hacer el camino de vuelta.

La otra historia cuenta el fusilamiento del coronel Guadalupe Sánchez, hijo pródigo de Agua Prieta, que en el momento de enfrentar el paredón de fusilamiento pidió, como última voluntad, fumarse un puro. El oficial que mandaba el pelotón le concedió el deseo. Le dieron su último habano. Guadalupe Sánchez lo encendió con calma y empezó a fumárselo sin prisa, saboreándolo y mirando el amanecer (porque esta historia, como la de Tombstone, también sucede al amanecer e incluso es probable que se desarrollen en el mismo amanecer, un 15 de mayo de 1912), y envuelto en el humo el coronel Sánchez estaba tan tranquilo, tan soñador o tan sereno, que la ceniza se mantuvo pegada al puro, puede que eso fuera precisamente lo que el coronel pretendía, ver con sus propios ojos si el pulso le flaqueaba, si un temblor le desvelaba en el último suspiro su falta de valor, pero se acabó el habano y la ceniza no cayó al suelo. Entonces el coronel Sánchez arrojó la colilla y dijo cuando quieran.