18 de enero
En Santa Teresa, al entrar en un café con una gran luna detrás de la barra, pude apreciar cuánto habíamos cambiado. Belano no se afeita desde hace días. Lima es lampiño pero yo diría que no se ha peinado más o menos por las mismas fechas que Belano dejó de afeitarse. Yo estoy en los puros huesos (cada noche cojo un promedio de tres veces). Sólo Lupe está bien, quiero decir: está mejor de lo que estaba cuando salimos del DF.
19 de enero
¿Cesárea Tinajero era prima del torero muerto? ¿Era pariente lejana? ¿Hizo que inscribieran en la lápida su propio apellido, le dio su propio apellido a Avellaneda, como una forma de decir que aquel hombre era suyo? ¿Adjuntó su nombre al del torero como una broma? ¿Una forma de decir por aquí pasó Cesárea Tinajero? Poco importa. Hoy volvimos a llamar al DF. En casa de Quim todo está tranquilo. Belano habló con Quim, Lima habló con Quim, cuando quise hablar yo la comunicación se cortó pese a que teníamos monedas de sobra. Tuve la impresión de que Quim no quería hablar conmigo y colgó el teléfono. Después Belano telefoneó a su padre y Lima a su madre y después Belano telefoneó a Laura Jáuregui. Las dos primeras conversaciones fueron relativamente largas, formales, y la última muy corta. Sólo Lupe y yo no telefoneamos a nadie del DF, como si no tuviéramos ganas o no tuviéramos a nadie con quien hablar.
20 de enero
Esta mañana, mientras desayunábamos en un café de Nogales, vimos a Alberto al volante de su Camaro. Vestía una camisa del mismo color que el coche, amarillo reluciente, y a su lado iba un tipo con chaqueta de cuero y pinta de policía. Lupe lo reconoció enseguida: empalideció y dijo que ahí estaba Alberto. No dejó que el miedo se le trasluciera, pero yo supe que tenía miedo. Lima miró en la dirección que le indicaban los ojos de Lupe y dijo que en efecto, ahí estaba Alberto y uno de sus cuates del alma. Belano vio pasar el coche por delante de los ventanales del café y dijo que estábamos alucinando. Yo vi a Alberto con total claridad. Vamonos de aquí ahora mismo, dije. Belano nos miró y dijo que ni soñarlo. Primero íbamos a ir a la biblioteca de Nogales y luego, tal como lo habíamos planeado, volveríamos a Hermosillo a seguir con nuestra indagación. Lima estuvo de acuerdo. Me gusta tu obstinación, buey, dijo. Así que terminaron de desayunar (ni Lupe ni yo pudimos comer nada más) y luego salimos del café, nos metimos en el Impala y dejamos a Belano en las puertas de la biblioteca. Sean valientes, carajo, no vean fantasmas, dijo antes de desaparecer. Lima contempló durante un rato la puerta de la biblioteca, como si estuviera pensando en qué respuesta darle a Belano, y luego puso el coche en marcha. Tú lo viste, Ulises, dijo Lupe, era él. Creo que sí, dijo Lima. ¿Qué vamos a hacer si me encuentra?, dijo Lupe. Lima no contestó. Estacionamos el coche en una calle desierta, en una colonia de clase media, sin bares ni comercios a la vista salvo un almacén de frutas y Lupe se puso a contarnos episodios de su infancia y luego yo también me puse a contar historias de cuando era niño, para matar el tiempo, nada más, y aunque Ulises no abrió la boca en ningún momento y se puso a leer un libro, sin abandonar su asiento junto al volante, se notaba que nos estaba escuchando porque a veces levantaba la vista y nos miraba y sonreía. Pasadas las doce fuimos a buscar a Belano. Lima estacionó cerca de una plaza cercana y me dijo que fuera a la biblioteca. Él se quedaba con Lupe y el Impala, por si aparecía Alberto y había que salir huyendo. Recorrí aprisa, sin mirar hacia los lados, las cuatro calles que me separaban de la biblioteca. Encontré a Belano sentado en una larga mesa de madera oscurecida por los años, con varios volúmenes encuadernados del periódico local de Nogales. Cuando llegué levantó la cabeza, era el único usuario de la biblioteca, y con un gesto me indicó que me acercara y me sentara a su lado.
21 de enero
De la semblanza necrológica que el periódico de Nogales hizo en su día de Pepín Avellaneda sólo me queda la imagen de Cesárea Tinajero caminando por una triste carretera del desierto de la mano de su torero chaparro, un torero chaparro que, además, lucha por no seguir empequeñeciéndose, que lucha por crecer, y que en efecto, poco a poco va creciendo, hasta alcanzar el metro sesenta, pongamos por caso, y luego desaparece.
22 de enero
En El Cubo. Para ir de Nogales a El Cubo hay que bajar por la federal hasta Santa Ana, y de allí hacia el oeste, de Santa Ana a Pueblo Nuevo, de Pueblo Nuevo a Altar, de Altar a Caborca, de Caborca a San Isidro, de San Isidro hay que seguir por la carretera que va a Sonoyta, en la frontera con Arizona, pero hay que desviarse antes, por una carretera de tierra, y recorrer unos veinticinco o treinta kilómetros. El periódico de Nogales hablaba de «su fiel amiga, una abnegada maestra de El Cubo». En el pueblo vamos a la escuela y una sola mirada nos basta para darnos cuenta de que se trata de una construcción posterior a 1940. Aquí no pudo dar clases Cesárea Tinajero. Si escarbáramos debajo de la escuela, sin embargo, podríamos encontrar la vieja escuela.
Hablamos con la maestra. Enseña a los niños el español y el pápago. Los pápagos viven entre Arizona y Sonora. Le preguntamos a la maestra si ella es pápago. No, no lo es. Soy de Guaymas, nos dice, y mi abuelito era un indio mayo. Le preguntamos por qué enseña pápago. Para que no se pierda esta lengua, nos dice. En México sólo quedan unos doscientos pápagos. En efecto, son muy poquitos, reconocemos. En Arizona hay unos dieciséis mil, pero en México sólo doscientos. ¿Y en El Cubo cuántos pápagos quedan? Unos veinte, dice la maestra, pero no le hace, yo voy a seguir. Después nos explica que los pápagos no se nombran a sí mismos de esa manera, sino como ó'otham y que los pimas se autonombran óob y los seris konkáak. Le decimos que estuvimos en Bahía Kino, en Punta Chueca y El Dólar y escuchamos a los pescadores cantar canciones seris. La maestra se muestra extrañada. Los konkáak, dice, son apenas setecientos, si llegan, y no se dedican a la pesca. Pues esos pescadores, decimos, se habían aprendido una canción seri. Puede ser, dice la maestra, pero es más probable que los engañaran. Más tarde nos invitó a comer a su casa. Vive sola. Le preguntamos si no le gustaría irse a vivir a Hermosillo o al DF. Nos dice que no. Le gusta este lugar. Después vamos a ver a una vieja india pápago que vive a un kilómetro de El Cubo. La casa de la vieja es de adobes. Consta de tres habitaciones, dos vacías y una en donde vive ella y sus animales. El olor, sin embargo, apenas es perceptible, barrido por el viento del desierto que entra por las ventanas sin cristales.