27 de enero
En Pitiquito no encontramos nada. Durante un rato estuvimos con el coche detenido en la carretera que va a Caborca y que luego se bifurca hacia El Cubo, pensando si hacerle una nueva visita a la maestra o no. La última palabra la tenía Belano y nosotros esperamos sin impacientarnos, mirando la carretera, los pocos coches que de vez en cuando pasaban, las nubes blanquísimas que el viento arrastraba desde el Pacífico. Hasta que Belano dijo vámonos a Bábaco y Lima sin decir una palabra encendió el motor y giró hacia la derecha y nos alejamos de allí.
El viaje fue largo y por lugares por donde no habíamos estado nunca, aunque, al menos para mí, la sensación de cosa vista persistió todo el tiempo. De Pitiquito fuimos a Santa Ana y enlazamos con la federal. Por la federal fuimos hasta Hermosillo. De Hermosillo cogimos la carretera que lleva hasta Mazatán, hacia el este, y de Mazatán a La Estrella. A partir de allí se acabó la carretera pavimentada y seguimos por caminos de terracería hasta Bacanora, Sahuaripa y Bábaco. Desde la escuela de Bábaco nos mandaron de vuelta a Sahuaripa, que era la cabecera municipal y supuestamente allí podíamos encontrar los registros. Pero era como si la escuela de Bábaco, la escuela del Bábaco de los años treinta, hubiera desaparecido barrida por un huracán. Volvimos a dormir, como en los primeros días, dentro del coche. Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales. La presencia (más bien debería decir la inminencia) de Alberto es por momentos tan real como los ruidos nocturnos. Con las luces del coche encendidas, en las afueras de Bábaco adonde hemos vuelto no sé por qué, antes de dormirnos hablamos de cualquier cosa, menos de Alberto. Hablamos del DF, hablamos de poesía francesa. Luego Lima apaga las luces. Bábaco también está a oscuras.
28 de enero
¿Y si encontráramos a Alberto en Santa Teresa?
29 de enero
Esto encontramos: una maestra aún en activo nos cuenta que conoció a Cesárea. Fue en 1936 y nuestra interlocutora tenía entonces veinte años. Ella acababa de ganar la plaza y Cesárea hacía pocos meses que trabajaba en la escuela, por lo que fue natural que se hicieran amigas. No sabía la historia del torero Avellaneda ni la historia de ningún otro hombre. Cuando Cesárea dejó el trabajo tardó en comprenderlo, pero lo aceptó como una de las peculiaridades que distinguían a su amiga.
Durante un tiempo, meses, tal vez un año, desapareció. Pero una mañana la vio a la puerta de la escuela y reanudaron la amistad. Por entonces Cesárea tenía treintaicinco o treintaiséis años y ella la consideraba, aunque ahora se arrepentía de ello, una solterona. Consiguió trabajo en la primera fábrica de conservas que hubo en Santa Teresa. Vivía en un cuarto de la calle Rubén Darío, que por entonces estaba en una colonia del extrarradio y que para una mujer sola resultaba peligroso o poco recomendable. ¿Si sabía que Cesárea era poeta? No lo sabía. Cuando ambas trabajaban en la escuela, en muchas ocasiones la vio escribir, sentada en el aula vacía, en un cuaderno de tapas negras muy grueso que Cesárea llevaba siempre consigo. Suponía que era un diario de vida. En la época en que Cesárea trabajó en la fábrica de conservas, cuando se citaban en el centro de Santa Teresa para ir al cine o para que la acompañara de compras, cuando acudía tarde a las citas solía encontrarla escribiendo en un cuaderno de tapas negras, como el anterior, pero de formato más pequeño, un cuaderno que parecía un misal y en donde la letra de su amiga, de caracteres diminutos, se deslizaba como una estampida de insectos. Nunca le leyó nada. Una vez le preguntó sobre qué escribía y Cesárea le contestó que sobre una griega. El nombre de la griega era Hipatía. Tiempo después buscó el nombre en una enciclopedia y supo que Hipatía era una filósofa de Alejandría muerta por los cristianos en el año 415. Pensó, tal vez impulsivamente, que Cesárea se identificaba con Hipatía. No le preguntó nada más o si se lo preguntó ya lo había olvidado.
Quisimos saber si Cesárea leía y si recordaba algunos títulos. En efecto, leía mucho pero la maestra no recordaba ni uno solo de los libros que Cesárea sacaba de la biblioteca y que solía cargar a todas partes. Trabajaba en la fábrica de conservas de ocho de la mañana a seis de la tarde, por lo que mucho tiempo para leer no tenía, pero ella suponía que le robaba horas al sueño para dedicárselas a la lectura. Después la fábrica de conservas tuvo que cerrar y Cesárea durante un tiempo se quedó sin trabajo. Eso fue allá por 1945. Una noche, después de salir del cine, la acompañó a su cuarto. Por entonces la maestra ya se había casado y veía a Cesárea menos que antes. Sólo una vez había estado en aquel cuarto de la calle Rubén Darío. Su marido, aunque era un santo, no veía con buenos ojos su amistad con Cesárea. La calle Rubén Darío por entonces era como la cloaca adonde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa. Había un par de pulquerías en las cuales, al menos una vez a la semana, se producía un altercado con sangre; los cuartos de las vecindades estaban ocupados por obreros sin empleo o por campesinos recién emigrados a la ciudad; la mayoría de los niños estaban sin escolarizar. Eso la maestra lo sabía porque Cesárea en persona había llevado a unos cuantos a su escuela y los había matriculado. También vivían algunas putas y sus padrotes. No era una calle recomendable para una mujer decente (tal vez el vivir en ese lugar fue lo que predispuso en contra de Cesárea al marido de la maestra), y si ésta todavía no lo había percibido fue porque la primera vez que estuvo allí fue antes de casarse, cuando era, según sus propias palabras, inocente y distraída.
Pero esta segunda visita fue diferente. La pobreza y el abandono de la calle Rubén Darío se le derrumbaron encima como una amenaza de muerte. El cuarto donde vivía Cesárea estaba limpio y ordenado, tal como cabía esperar del cuarto de una ex maestra, pero algo emanaba de él que le pesó en el corazón. El cuarto era la prueba feroz de la distancia casi insalvable que mediaba entre ella y su amiga. No era que el cuarto estuviera desordenado o que oliera mal (como preguntó Belano) o que su pobreza hubiera traspasado los límites de la pobreza decente o que la suciedad de la calle Rubén Darío tuviera su correlato en cada uno de los rincones de la habitación de Cesárea, sino algo más sutil, como si la realidad, en el interior de aquel cuarto perdido, estuviera torcida, o peor aún, como si alguien, Cesárea, ¿quién si no?, hubiera ladeado la realidad imperceptiblemente, con el lento paso de los días. E incluso cabía una opción peor: que Cesárea hubiera torcido la realidad conscientemente.
¿Qué vio la maestra? Vio una cama de hierro, una mesa llena de papeles en donde se apilaban, en dos montones, más de veinte cuadernos de tapas negras, vio los pocos vestidos de Cesárea colgados de una cuerda que iba de lado a lado de la habitación, una alfombra india, un velador y sobre el velador un hornillo de parafina, tres libros prestados por la biblioteca cuyos títulos no recordaba, un par de zapatos sin tacón, unas medias negras que salían de debajo de la cama, una maleta de cuero en un rincón, un sombrero de paja teñido de negro que colgaba de un minúsculo perchero clavado tras la puerta, y alimentos: vio un trozo de pan, vio un tarro de café y otro de azúcar, vio una tableta de chocolate a medio comer que Cesárea le ofreció y que ella rechazó, y vio el arma: una navaja de muelle, con el mango de cuerno y la palabra Caborca grabada en la hoja. Y cuando le preguntó a Cesárea para qué necesitaba un cuchillo, ésta le contestó que estaba amenazada de muerte y luego se rió, una risa, recuerda la maestra, que traspasó las paredes del cuarto y las escaleras de la casa hasta llegar a la calle, en donde murió. En ese momento a la maestra le pareció que caía sobre la calle Rubén Darío un silencio repentino, perfectamente tramado, el volumen de las radios bajó, el parloteo de los vivos se apagó de pronto y sólo quedó la voz de Cesárea. Y entonces la maestra vio o le pareció que veía un plano de la fábrica de conservas pegado en la pared. Y mientras escuchaba las palabras que Cesárea tenía que decirle, unas palabras que no vacilaban pero que tampoco atrepellaban, unas palabras que la maestra prefiere olvidar, pero que recuerda perfectamente e incluso comprende, ahora comprende, sus ojos recorrieron el plano de la fábrica de conservas, un plano que había dibujado Cesárea, en algunas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otras estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico. Y luego, ante la risa que provocó en la maestra una fecha tan peregrina, risita sofocada que apenas se escuchaba, Cesárea volvió a reírse, aunque esta vez el estruendo de su risa se mantuvo en los límites de su propia habitación.