Выбрать главу

A partir de ese momento, recuerda la maestra, la tensión que flotaba en el cuarto de Cesárea o la que ella percibía fue bajando hasta diluirse del todo. Después se marchó y no volvió a ver a Cesárea hasta quince días después. En aquella ocasión Cesárea le dijo que se marchaba de Santa Teresa. Traía un regalo de despedida, uno de los cuadernos de tapas negras, posiblemente el más delgado de todos ellos. ¿Aún lo conservaba?, preguntó Belano. No, ya no lo conservaba. Su marido lo leyó y lo tiró a la basura. O simplemente se perdió, la casa en la que ahora vivía no era la misma de entonces y en las mudanzas se suelen perder las cosas pequeñas. ¿Pero leyó el cuaderno?, dijo Belano. Sí, lo había leído, básicamente consistía en anotaciones, algunas muy sensatas, otras totalmente fuera de lugar, sobre el sistema de educación mexicano. Cesárea odiaba a Vasconcelos, aunque en ocasiones ese odio parecía más bien amor. Había un plan para la alfabetización masiva, que la maestra apenas entendió pues el borrador era caótico, y listas consecutivas de lecturas para la infancia, adolescencia y juventud que se contradecían cuando no eran claramente antagónicas. Por ejemplo: en la primera lista de lecturas para la infancia se encontraban las Fábulas de La Fontaine y de Esopo. En la segunda lista desaparecía La Fontaine. En la tercera lista aparecía un libro popular sobre el gangsterismo en los Estados Unidos, lectura tal vez, sólo tal vez, indicada para los adolescentes, pero en ningún caso para los niños, que en la cuarta lista desaparecía a su vez en beneficio de una recopilación de cuentos medievales. En todas las listas se mantenía La isla del tesoro de Stevenson y La edad de oro de Martí, libros que a la maestra le parecían más indicados para la adolescencia.

Después de aquel encuentro pasó mucho tiempo sin saber nada de ella. ¿Cuánto tiempo?, preguntó Belano. Años, dijo la maestra. Hasta que un día la volvió a ver. Fue en las fiestas de Santa Teresa, cuando la ciudad se llenaba de feriantes venidos de todos los rincones del estado.

Cesárea estaba detrás de un puesto de hierbas medicinales. La maestra pasó a su lado, pero como iba acompañada de su marido y de una pareja amiga le dio vergüenza saludarla. O tal vez no fue vergüenza sino timidez. E incluso puede que no fuera vergüenza ni timidez: simplemente dudó de que aquella mujer que vendía hierbas fuera su antigua amiga. Cesárea tampoco la reconoció a ella. Estaba sentada detrás de su mesa, un tablón colocado sobre cuatro cajas de madera, y hablaba con una señora acerca de la mercancía que tenía a la venta. Había cambiado físicamente: ahora era gorda, desmesuradamente gorda, y aunque la maestra no le vio ni una cana que afeara su cabello negro, alrededor de los ojos tenía arrugas y ojeras profundísimas, como si el trayecto hecho hasta llegar a Santa Teresa, hasta la feria de Santa Teresa, se hubiera dilatado durante meses, tal vez años.

Al día siguiente la maestra volvió sola y otra vez la vio. Cesárea estaba de pie y le pareció mucho más grande que en su recuerdo. Debía de pesar más de ciento cincuenta kilos y llevaba una falda gris hasta los tobillos que acentuaba su gordura. Los brazos, desnudos, eran como troncos. El cuello había desaparecido tras una papada de gigante, pero la cabeza aún conservaba la nobleza de la cabeza de Cesárea Tinajero: una cabeza grande, de huesos prominentes, el cráneo abombado y la frente amplia y despejada. Al contrario que el día anterior, esta vez la maestra se acercó y le dio los buenos días. Cesárea la miró y no la reconoció o se hizo como que no la reconocía. Soy yo, dijo la maestra, tu amiga Flora Castañeda. Al oír el nombre Cesárea arrugó el entrecejo y se levantó. Rodeó el tablón de las hierbas y se acercó a ella como si no pudiera verla bien a la distancia en que se encontraba. Le puso las manos (dos garras, según la maestra) en los hombros y durante unos segundos estuvo escrutándole la cara. Ay, Cesárea, qué desmemoriada eres, dijo la maestra por decir algo. Sólo entonces Cesárea sonrió (como una tonta, según la maestra) y le dijo que por supuesto, cómo se iba a olvidar de ella. Después estuvieron hablando durante un rato, las dos sentadas al otro lado de la mesa, la maestra en una silla de madera plegable y Cesárea en un cajón, como si ambas atendieran en sociedad el puestecito de hierbas. Y aunque la maestra se dio cuenta de inmediato de que tenían muy pocas cosas que decirse, le contó que ya tenía tres hijos y que seguía trabajando en la escuela, y le comentó a Cesárea sucesos absolutamente intrascendentes que habían acaecido en Santa Teresa. Y luego pensó en preguntarle a Cesárea si se había casado y si tenía hijos, pero no llegó a formular pregunta alguna pues se dio cuenta por sí misma que no se había casado ni tenía hijos, así que se contentó con preguntarle en dónde vivía, y Cesárea le dijo que a veces en Villaviciosa y otras veces en El Palito. La maestra sabía dónde quedaba Villaviciosa, aunque nunca había ido, pero El Palito era la primera vez que lo oía nombrar. Le preguntó dónde estaba ese pueblo y Cesárea dijo que en Arizona. La maestra entonces se rió. Dijo que ella siempre había sospechado que Cesárea acabaría viviendo en los Estados Unidos. Y eso era todo. Se separaron. Al día siguiente la maestra no fue al mercado y se pasó las horas muertas pensando si sería conveniente invitar a Cesárea a comer a su casa. Lo habló con su marido, discutieron, venció ella. Al día siguiente, a primera hora, volvió al mercado, pero cuando llegó el puesto de Cesárea estaba ocupado por una vendedora de paliacates. Nunca más volvió a verla.

Belano le preguntó si creía que Cesárea estaba muerta. Posiblemente, dijo la maestra.

Y eso fue todo. Tras la entrevista Belano y Lima estuvieron pensativos durante muchas horas. Nos alojamos en el Hotel Juárez. Al atardecer nos reunimos los cuatro en la habitación de Lima y Belano y estuvimos hablando sobre lo que íbamos a hacer. Según Belano, lo primero era ir a Villaviciosa, luego ya veríamos si volvíamos al DF o nos íbamos a El Palito. El problema con El Palito era que él no podía entrar en los Estados Unidos. ¿Por qué?, preguntó Lupe. Porque soy chileno, dijo. A mí tampoco me van a dejar entrar, dijo Lupe, y no soy chilena. Tampoco a García Madero. ¿A mí por qué?, dije yo. ¿Alguien tiene pasaporte?, dijo Lupe. Nadie tenía, excepto Belano. Por la noche Lupe se fue al cine. Cuando volvió al hotel dijo que no pensaba regresar al DF. ¿Y qué vas a hacer?, dijo Belano. Vivir en Sonora o pasar a los Estados Unidos.