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30 de enero

Ayer por la noche nos descubrieron. Lupe y yo estábamos en nuestra habitación, cogiendo, cuando la puerta se abrió y entró Ulises Lima. Vístanse rápido, dijo, Alberto está en la recepción hablando con Arturo. Sin decir una palabra hicimos lo que nos ordenó. Metimos nuestras cosas en bolsas de plástico y bajamos a la primera planta procurando no hacer ruido. Salimos por la puerta de atrás. El callejón estaba oscuro. Vamos a buscar el carro, dijo Lima. En la avenida Juárez no había ni un alma. Nos alejamos tres calles del hotel, hasta el lugar en donde estaba estacionado el Impala. Lima temía que hubiera alguien junto al coche, pero el lugar estaba desierto y nos pusimos en marcha. Pasamos al lado del Hotel Juárez. Desde la calle se veía parte de la recepción y la ventana iluminada del bar del hotel. Allí estaba Belano, y enfrente de él se encontraba Alberto. Al policía que acompañaba a Alberto no lo vimos por ninguna parte. Belano tampoco nos vio y Lima no consideró prudente tocar la bocina. Dimos la vuelta a la manzana. El esbirro, dijo Lupe, probablemente había subido a nuestras habitaciones. Lima negó con la cabeza. Una luz amarilla caía sobre las cabezas de Belano y Alberto. Hablaba Belano, pero igual hubiera podido hablar el otro. No parecían enfadados. Cuando volvimos a pasar ambos se habían puesto a fumar. Bebían cerveza y fumaban. Parecían amigos. Hablaba Belano: movía la mano izquierda como si dibujara un castillo o el perfil de una mujer. Alberto no le quitaba la vista de encima y a veces sonreía. Toca el claxon, dije yo. Dimos otra vuelta. Cuando volvió a aparecer el Hotel Juárez Belano miraba por la ventana y Alberto se llevaba a los labios una lata de TKT. Un hombre y una mujer discutían en la puerta principal del hotel. El policía amigo de Alberto los contemplaba apoyado en el capó de un coche, a unos diez metros de distancia. Lima hizo sonar el claxon tres veces y aminoró la marcha. Belano ya nos había visto antes. Se dio la vuelta, se acercó a Alberto, le dijo algo, Alberto lo cogió de la camisa, Belano le dio un empujón y echó a correr. Cuando apareció por la puerta del hotel el policía se dirigió hacia él mientras se llevaba una mano al interior del saco. Lima tocó el claxon otras tres veces y detuvo nuestro Impala a unos veinte metros del Hotel Juárez. El policía sacó la pistola y Belano siguió corriendo. Lupe abrió la portezuela del coche. Alberto apareció en la acera del hotel con una pistola en la mano. Yo esperaba que llevara el cuchillo. En el momento en que Belano entró en el coche Lima arrancó y nos alejamos a toda velocidad por las calles mal iluminadas de Santa Teresa. Salimos, sin saber cómo, en dirección a Villaviciosa, lo que nos pareció de buen augurio. A eso de las tres de la mañana estábamos completamente perdidos. Bajamos del coche a estirar las piernas, no se veía ninguna luz por ningún lado. Nunca había visto tantas estrellas en el cielo.

Dormimos en el interior del Impala. Nos despertamos a las ocho de la mañana, ateridos de frío. Hemos estado dando vueltas y vueltas por el desierto sin encontrar ni un pueblo, ni una mísera ranchería. A veces nos perdemos por colinas peladas. A veces el camino discurre entre quebradas y riscos y luego bajamos otra vez al desierto. Por aquí estuvieron las tropas imperiales en 1865 y 1866. La sola mención del ejército de Maximiliano nos hace morirnos de risa. Belano y Lima, que ya antes de viajar a Sonora sabían algo de la historia del estado, dicen que hubo un coronel belga que intentó tomar Santa Teresa. Un belga al mando de un regimiento belga. Nos morimos de risa. Un regimiento belga-mexicano. Por supuesto, se perdieron, aunque los historiadores de Santa Teresa prefieren creer que fueron las fuerzas vivas del pueblo quienes los derrotaron. Qué risa. También está registrada una escaramuza en Villaviciosa, posiblemente entre la retaguardia de los belgas y los habitantes de la aldea. Lima y Belano conocen esta historia muy bien. Hablan de Rimbaud. Si hubiéramos hecho caso a nuestro instinto, dicen. Qué risa.

A las seis de la tarde encontramos una casa a un lado de la carretera. Nos dan tortillas con frijoles, que pagamos generosamente, y agua fresca que bebemos directamente de una jicara. Los campesinos nos miran comer sin hacer ni un solo gesto. ¿Dónde queda Villaviciosa? Al otro lado de esas colinas, nos dicen.

31 de enero

Hemos encontrado a Cesárea Tinajero. Alberto y el policía, a su vez, nos han encontrado a nosotros. Todo ha sido mucho más simple de lo que hubiera imaginado, pero yo nunca imaginé nada así. El pueblo de Villaviciosa es un pueblo de fantasmas. El pueblo de asesinos perdidos del norte de México, el reflejo más fiel de Aztlán, dijo Lima. No lo sé. Más bien es un pueblo de gente cansada o aburrida.

Las casas son de adobe aunque a diferencia de otras aldeas por donde hemos pasado este mes loco, las de aquí tienen, casi todas, un patio delantero y un patio trasero y algunos patios están encementados, lo que resulta curioso. Los árboles del pueblo se están muriendo. Hay, por lo que pude ver, dos bares, un almacén de comestibles y nada más. El resto son casas. El comercio se hace en la calle, en los bordillos de la plaza o bajo los arcos del edificio más grande del pueblo, la casa del presidente municipal, en donde al parecer no vive nadie.

Llegar hasta Cesárea no fue difícil. Preguntamos por ella y nos indicaron que fuéramos a los lavaderos, en la parte oriental del pueblo. Las artesas allí son de piedra y están puestas de tal manera que un chorrito de agua, que sale a la altura de la primera y que baja por un canalito de madera, basta para la colada de diez mujeres. Cuando llegamos sólo habían tres lavanderas. Cesárea estaba en el medio y la reconocimos de inmediato. Vista de espaldas, inclinada sobre la artesa, Cesárea no tenía nada de poética. Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al restregado y enjuagado de la ropa. Llevaba el pelo largo hasta casi la cintura. Iba descalza. Cuando la llamamos se volvió y nos enfrentó con naturalidad. Las otras dos lavanderas también se volvieron. Durante un instante Cesárea y sus acompañantes nos miraron sin decir nada: la que estaba a su derecha tendría unos treinta años, pero igual podía tener cuarenta o cincuenta, la que estaba a su izquierda no debía de pasar de los veinte. Los ojos de Cesárea eran negros y parecían absorber todo el sol del patio. Miré a Lima, había dejado de sonreír. Belano parpadeaba como si un grano de arena le estorbara la visión. En algún momento que no sé precisar nos pusimos a caminar rumbo a la casa de Cesárea Tinajero. Recuerdo que Belano, mientras atravesábamos callejuelas desiertas bajo un sol implacable, intentó una o varias explicaciones, recuerdo su posterior silencio. Después sé que alguien me guió a una habitación oscura y fresca y que me arrojé sobre un colchón y me dormí. Cuando desperté Lupe estaba a mi lado, dormida, sus brazos y piernas enlazando mi cuerpo. Tardé en comprender dónde me hallaba. Oí voces y me levanté. En la habitación contigua Cesárea y mis amigos hablaban. Cuando aparecí nadie me miró. Recuerdo que me senté en el suelo y que encendí un cigarrillo. De las paredes del cuarto colgaban matojos de hierbas atados con pita. Belano y Lima fumaban, pero el olor que percibí no era el del tabaco.