– Aguas.
Brígida cesó de inmediato en su cometido. Se levantó, me miró a los ojos con una expresión de quebranto y después, tironeándome del saco, me llevó hasta una puerta que yo hasta entonces no había advertido.
– Hasta otra, mi vida -dijo con una voz mucho más ronca de lo usual mientras me empujaba al otro lado.
De golpe y porrazo me encontré en los servicios del Encrucijada Veracruzana, una habitación rectangular, larga, estrecha y lóbrega.
Caminé unos pasos a la deriva, aún aturdido por la celeridad de los hechos que acababan de ocurrir. Olía a desinfectante y el suelo estaba húmedo, en algunos tramos encharcado. La iluminación era escasa, por no decir nula. En medio de dos lavamanos desportillados vi un espejo; me miré de reojo; el azogue correspondió con una imagen que me erizó los pelos. En silencio, procurando no chapotear sobre el suelo por el que fluía, lo vi en ese momento, un delgado río procedente de uno de los retretes, me volví a acercar al espejo picado por la curiosidad. Éste me devolvió un rostro cuneiforme, de color rojo oscuro, perlado de sudor. Di un salto hacia atrás y estuve a punto de caerme. En uno de los excusados había alguien. Lo sentí rezongar, maldecir. Un borrachín patibulario, sin duda. Entonces alguien me llamó por mi nombre:
– Poeta García Madero.
Vi dos sombras junto a los urinarios. Estaban envueltas en una nube de humo. ¿Dos maricones, pensé, dos maricones que conocen mi nombre?
– Poeta García Madero, acérquese, hombre.
Aunque lo que la lógica y la prudencia me indicaban era que buscara la puerta de salida y sin más dilación me marchara del Encrucijada, lo que hice fue dar dos pasos en dirección a la humareda. Dos pares de ojos brillantes, como de lobos en medio de un vendaval (licencia poética, pues yo nunca he visto lobos; vendavales sí, y no se ajustan demasiado a la estola de humo que envolvía a los dos tipos) me observaron. Los escuché reír. Ji ji ji. Olía a marihuana. Me tranquilicé.
– Poeta García Madero, le cuelga el aparato.
– ¿Qué?
– El pene… Lo llevas colgando.
Manoteé mi bragueta. Efectivamente, con las prisas y el susto no había acertado a guardarme el pajarito. Enrojecí, pensé en mentarles la madre pero me contuve, alisé mis pantalones y di un paso en dirección a ellos. Me parecieron conocidos e intenté penetrar la oscuridad que los envolvía y descifrar sus rostros. Fue en vano.
Entonces una mano y después un brazo surgieron del huevo de humo que los protegía y me ofrecieron la bacha de marihuana.
– No fumo -dije.
– Es mota, poeta García Madero. Golden Acapulco.
Negué con la cabeza.
No me gusta-dije.
El ruido proveniente de la habitación de al lado me sobresalto. Alguien levantaba la voz. Un hombre. Después alguien gritaba. Una mujer. Brígida. Imaginé que el dueño del bar le estaría pegando y quise acudir en su defensa, aunque la verdad es que Brígida no me importaba mucho (en realidad, no me importaba nada). Cuando estaba a punto de dar media vuelta en dirección a la bodega las manos de los desconocidos me sujetaron. Entonces vi salir sus rostros de la humareda. Eran Ulises Lima y Arturo Belano.
Di un suspiro de alivio, casi aplaudí, les dije que los había estado buscando durante muchos días y luego hice otro intento de acudir en ayuda de la mujer que gritaba, pero no me dejaron.
– No te metas en problemas, esos dos siempre están así -dijo Belano.
– ¿Quiénes dos?
– La mesera y su patrón.
– Pero le está pegando -dije, y en efecto, el sonido de las bofetadas ahora era claramente audible-. Eso no lo podemos permitir.
– Ah, qué poeta García Madero -dijo Ulises Lima.
– No lo podemos permitir, pero a veces los ruidos nos engañan. Hágame caso y confíe en mí -dijo Belano.
Tuve la impresión de que sabían muchas cosas del Encrucijada y hubiera querido hacerles algunas preguntas al respecto, pero no lo hice por no parecer indiscreto.
Al salir de los lavabos la luz del bar me hirió los ojos. Todo el mundo hablaba a gritos. Otros cantaban siguiendo la melodía del ciego, un bolero o eso me pareció, que hablaba de un amor desesperado, un amor que los años no podían aplacar, aunque sí volver más indigno, más innoble, más atroz. Lima y Belano llevaban tres libros cada uno y parecían estudiantes como yo. Antes de salir nos acercamos a la barra, hombro con hombro, pedimos tres tequilas que nos tomamos de un solo trago y luego salimos riéndonos a la calle. Al abandonar el Encrucijada miré hacia atrás por última vez con la vana esperanza de ver aparecer a Brígida en la puerta de la bodega, pero no la vi.
Los libros que llevaba Ulises Lima eran:
Manifeste electrique aux paupiers de jupes, de Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Jean-Jacques Faussot, Jean-Jacques N'Guyen That, Gyl Bert-Ram-Soutrenom F.M., entre otros poetas del Movimiento Eléctrico, nuestros pares de Francia (supongo).
Sang de satin, de Michel Bulteau.
Nord d'eté naitre opaque, de Matthieu Messagier.
Los libros que llevaba Arturo Belano eran:
Le parfait criminel, de Alain Jouffroy.
Le pays ou tout est permis, de Sophie Podolski.
Cent mille milliards de poemes, de Raymond Queneau. (Este último estaba fotocopiado y los cortes horizontales que exhibía Ia fotocopia más el desgaste propio de un libro manoseado en exceso, lo convertían en una especie de asombrada flor de papel, con los pétalos erizados hacia los cuatro puntos cardinales.)
Más tarde nos encontramos con Ernesto San Epifanio, que también llevaba tres libros. Le pedí que me los dejara anotar. Eran éstos:
Little Johnny's Confession, de Brian Patten.
Tonigth at Noon, de Adrián Henri.
The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.
11 de noviembre
Ulises Lima vive en un cuarto de azotea de la calle Anáhuac, cerca de Insurgentes. El habitáculo es pequeño, tres metros de largo por dos y medio de ancho y los libros se acumulan por todas partes. Por la única ventana, diminuta como un ojo de buey, se ven las azoteas vecinas en donde, según dice Ulises Lima que dice Monsiváis, se celebran todavía sacrificios humanos. En el cuarto sólo hay un colchón en el suelo, que Lima enrolla por el día o cuando recibe visitas y utiliza como sofá; también hay una mesa minúscula cuya superficie cubre del todo su máquina de escribir y una única silla. Los visitantes, obviamente, deben sentarse en el colchón o en el suelo o permanecer de pie. Hoy éramos cinco: Lima, Belano, Rafael Barrios y Jacinto Requena, y la silla la ocupó Belano, el colchón Barrios y Requena, Lima se mantuvo de pie todo el rato (incluso a veces dando vueltas por su cuarto) y yo me senté en el suelo.
Hablamos de poesía. Nadie ha leído ningún poema mío y sin embargo todos me tratan como a un real visceralista más. ¡La camaradería es espontánea y magnífica!
A eso de las nueve de la noche apareció Felipe Müller, que tiene dieciocho años y que por lo tanto, hasta mi irrupción, era el más joven del grupo. Luego salimos todos a cenar a un café chino y estuvimos hasta las tres de la mañana caminando y hablando de literatura. Coincidimos plenamente en que hay que cambiar la poesía mexicana. Nuestra situación (según me pareció entender) es insostenible, entre el imperio de Octavio Paz y el imperio de Pablo Neruda. Es decir: entre la espada y la pared.
Les pregunté dónde podía comprar los libros que ellos llevaban la otra noche. La respuesta no me sorprendió: los roban en la Librería Francesa de la Zona Rosa y en la Librería Baudelaire, de la calle General Martínez, cerca de la calle Horacio, en la Polanco. También quise saber algo acerca de los autores y entre todos (lo que lee un real visceralista es leído acto seguido por los demás) me instruyeron sobre la vida y la obra de los eléctricos, de Raymond Queneau, de Sophie Podolski, de Alain Jouffroy.