Pancho echó a andar rápidamente hacia la parte trasera de la casa y yo lo seguí. El padre de las Font volvió a la casa grande hablando solo. Mientras nos internábamos por un pasillo lleno de flores que comunicaba exteriormente el jardín delantero del trasero Pancho me explicó que otro de los motivos de desasosiego del pobre señor Font era su hija Angélica:
– María ya perdió la virginidad -dijo Pancho-, pero Angélica todavía no, aunque está a punto, y el viejo lo sabe y eso lo enloquece.
– ¿Cómo lo sabe?
– Misterios de la paternidad, supongo. El caso es que se lo pasa todo el día pensando en quién será el gandalla que desvirgue a su hija y eso resulta excesivo para un hombre solo. Yo en el fondo lo entiendo, si estuviera en su lugar me pasaría lo mismo.
– ¿Pero tiene a alguien en mente o sospecha de todos?
– Sospecha de todos, por supuesto, aunque hay dos o tres descartados: los jotos y su hermana. El viejo no es tonto.
No entendí nada.
– El año pasado Angélica ganó el premio de poesía Laura Damián, ¿te das cuenta?, con sólo dieciséis años.
En mi vida había oído hablar de ese premio. Según me contó Pancho después, Laura Damián era una poetisa que murió antes de cumplir los veinte años, en 1972, y sus padres instauraron el premio en su memoria. Según Pancho el premio Laura Damián era uno de los más apreciados por la gente especial del DF. Lo miré como preguntándole con los ojos qué clase de imbécil eres tú, pero Pancho, tal como esperaba, no se dio por aludido. Después levanté la vista al cielo y creí notar que una cortina se movía en una de las ventanas del segundo piso. Tal vez sólo fuera una corriente de aire, pero no dejé de sentirme observado hasta que traspuse el umbral de la casita de las hermanas Font.
Allí sólo estaba María.
María es alta, morena, de pelo negro y muy lacio, nariz recta (absolutamente recta) y labios finos. Parece de buen carácter aunque no es difícil adivinar que sus enfados pueden ser prolongados y terribles. La encontramos de pie en medio de la habitación, ensayando pasos de danza, leyendo a Sor Juana Inés de la Cruz, escuchando un disco de Billie Holiday y pintando con aire distraído una acuarela en donde aparecen dos mujeres con las manos entrelazadas, a los pies de un volcán, rodeadas de riachuelos de lava. Su recibimiento es frío al principio, como si la presencia de Pancho le resultara molesta pero la tolerara por respeto a su hermana y porque en equidad la casita del patio no es sólo suya sino de ambas. A mí ni me mira.
Para colmo me permito hacer una observación un tanto banal acerca de Sor Juana, lo que la predispone aún más en mi contra (un albur nada oportuno sobre los archifamosos versos: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis y que luego intenté vanamente remediar recitando aquellos de Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, / dulce ficción por quien penosa vivo).
Así que de pronto allí estábamos los tres, sumidos en un silencio tímido u hosco, depende, y María Font ni siquiera nos miraba aunque yo de vez en cuando la miraba a ella o miraba su acuarela (o mejor dicho la espiaba a ella y espiaba su acuarela) y Pancho Rodríguez, a quien la hostilidad de María o de su padre parecía no importarle nada, miraba los libros silbando una canción que por lo que pude escuchar nada tenía que ver con lo que estaba cantando Billie Holiday, hasta que por fin apareció Angélica y entonces comprendí a Pancho (¡él era uno de los que pretendía desvirgar a Angélica!) y casi comprendí al padre de las Font, aunque para mí, debo admitirlo francamente, la virginidad no tiene ninguna importancia (yo mismo, sin ir más lejos, soy virgen. A menos que considere la fellatio interrumpida de Brígida como un desvirgamiento. ¿Pero eso es hacer el amor con una mujer? ¿No tendría simultáneamente que haberle lamido el sexo para considerar que en efecto hicimos el amor? ¿Para que un hombre deje de ser virgen debe introducir su verga en la vagina de una mujer y no en su boca o en su culo o en su axila? ¿Para considerar que de verdad he hecho el amor debo previamente eyacular? Todo esto es complicado).
Pero a lo que iba. Apareció Angélica y a juzgar por la manera en que saludó a Pancho quedó claro, al menos para mí, que éste tenía ciertas posibilidades sentimentales con la poetisa laureada. Fui presentado fugazmente y dejado otra vez de lado.
Entre ambos desplegaron un biombo que dividía la habitación en dos y luego se sentaron en la cama y los oí hablar en susurros.
Me acerqué a María e hice unas cuantas observaciones sobre la calidad de su acuarela. Ni siquiera me miró. Opté por otra táctica: hablé del realismo visceral y de Ulises Lima y Arturo Belano. Consideré asimismo (intrépidamente: los susurros al otro lado del biombo me ponían cada vez más nervioso) como una obra real visceralista la acuarela que tenía ante mis ojos. María Font me miró por primera vez y sonrió:
– Me importan un carajo los real visceralistas.
– Pero yo pensé que tú formabas parte del grupo, quiero decir del movimiento.
– Ni loca… Si al menos hubieran buscado un nombre menos asqueroso… Soy vegetariana. Todo lo que suene a vísceras me produce náuseas.
– ¿Qué nombre le hubieras puesto tú?
– Ay, no sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.
– Creo que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca. Además lo que nosotros pretendemos es crear un movimiento a escala latinoamericana.
– ¿A escala latinoamericana? No me hagas reír.
– Bueno, a largo plazo eso es lo que queremos, si no he entendido mal.
– ¿Y tú de dónde has salido?
– Soy amigo de Lima y Belano.
– ¿Y cómo es que nunca te he visto por aquí?
– Es que los conocí hace poco…
– Tú eres el chavo del taller de Álamo, ¿verdad?
Enrojecí, la verdad es que no sé por qué. Admití que allí nos conocimos.
– Así que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca -dijo María pensativamente-. Tal vez debería irme a vivir a Cuernavaca.
– Lo leí en el Excelsior. Son unos viejitos que se dedican a pintar. Un grupo de turistas, creo.
– En Cuernavaca vive Leonora Carrington -dijo María-. ¿No te estarás refiriendo a ella?
– Nooo -dije. No tengo idea de quién es Leonora Carrington.
Oímos entonces un gemido. No era de placer, eso lo supe en el acto, sino de dolor. Caí entonces en la cuenta de que desde hacía un rato no se oía nada al otro lado del biombo.
– ¿Estás bien, Angélica? -dijo María.
– Claro que estoy bien, sal a dar un paseo, por favor, y llévate al tipo ese -respondió la voz ahogada de Angélica Font.
Con un gesto de desagrado y hastío María arrojó los pinceles al suelo. Por las manchas de pintura que pude apreciar en las baldosas comprendí que no era la primera vez que su hermana le pedía un poco más de intimidad.
– Ven conmigo.
La seguí hasta un rincón apartado del patio, junto a un alto muro cubierto de enredaderas, en donde había una mesa y cinco sillas metálicas.
– ¿Tú crees que están…? -dije y me arrepentí de inmediato de mi curiosidad que quería compartida. Por suerte María estaba demasiado enojada como para tomármelo en cuenta.
– ¿Cogiendo? No, ni pensarlo.
Durante un rato permanecimos en silencio. María tamborileaba con los dedos sobre la superficie de la mesa y yo me crucé de piernas un par de veces y me dediqué a estudiar la flora del patio.
– Bueno, qué esperas, léeme tus poemas -dijo.