Sus labios rozaron otra vez su boca húmeda, hinchada. Sus manos buscaron las partes más vulnerables de su cuerpo. Ella arqueó la espalda. Su cuerpo rogaba por algo que le daba vergüenza admitir. Él era un conquistador por elección. Un gemido subió por su garganta.
Él lo oyó, con sus instintos agudizados. Sus ojos destellaron en la oscuridad. Él lo sabía. Ella apenas había recobrado la respiración, y sus labios calientes le rozaron los pechos, chupando sus pezones a través de la fina seda.
Ella tembló, excitada, su cuerpo flotando. Emma Boscastle permitiendo a un hombre que acababa de conocer que le besuqueara los pechos, que se los chupara con indecencia. El placer la atravesaba como un rayo de sol sus sentidos, su confusión.
– Lord Wolverton -le dijo, incapaz de controlar otro estremecimiento-. Esto no puede ser bueno para su salud.
Él daba vueltas con la lengua a un pezón, una lenta sensación que intensificaba su jadeante placer. -Créeme, es todo lo contrario.
– ¿Y su herida? -preguntó con sus músculos contrayéndose.
Él levantó la cabeza y le dio un beso húmedo en la boca. Ella volvió a gemir. -¿Qué herida? -preguntó él, arreglándoselas para sonar ingenuo y perverso a la vez-. Tienes un cuerpo hermoso, Emma Boscastle, y una mente rápida. Me pasé toda la boda mirándote.
– ¿Debido a mi mente o a mi cuerpo? -respondió con ironía, preguntándose por qué debería escandalizarse, cuando lo que le estaba haciendo era mucho peor. Sus pezones se endurecían contra su boca. Prácticamente se estaba ofreciendo, al menos sus pechos, a sus avances.
– Ambos -respondió él con una sonrisa fugaz-. Me cautivaste. Eso es todo lo que sé.
– ¿Tú me deseaste… en la boda?
– Sí -dijo, vacilando levemente-. ¿Te ofende eso?
– ¿Frente a testigos? -Su voz era casi inaudible. El clamor en su cuerpo ahogaba casi todo lo demás, su respiración controlada, el sonido profundo de sus latidos.
Él le estaba dando mordiscos suaves y sensuales en los pechos, y ella era incapaz de disuadirlo. Un fluido caliente lubricaba los pliegues de su sexo. Solo podía imaginar cómo se sentiría si sus manos ágiles de espadachín la tocaran allí, si penetraban su dolorido vacío.
– Es demasiado -dijo con voz rota, su espalda arqueándose.
– Tengo que ser honesto -susurró él-. Para mí no es suficiente.
Ella tragó. -Eso de ser honesto está sobreestimado. Es mejor no decir en voz alta ciertas cosas.
Él pareció sopesarlo, pero obviamente sin gran preocupación, pues volvió a besarle la garganta y a mordisquearle los pechos. -No estoy de acuerdo -dijo con una cautivadora voz baja-. Ambos hemos pasado la edad de la indecisión… y ambos hemos hecho el amor antes.
– Ciertamente no entre nosotros.
– ¿No lo hace eso más tentador? -la desafió discretamente.
Tentador.
– Soy viuda -dijo en un murmullo-. Esa parte de mi vida pasó.
– Eres una mujer, Emma. Eso nunca cambiará.
Ella sintió un pequeño pellizco agridulce de reconocimiento, de anhelo. -Ya lo ha hecho.
– No recuerdo haberme sentido atraído así por ninguna mujer antes -dijo con voz poco clara.
Sus manos se desplazaron de las caderas al espacio entre sus muslos. Ella se mordió, conteniendo un sollozo. El tacto de él, o su falta, eran una tortura. Su vulva palpitaba de necesidad. No se atrevía a moverse.
Ella miró hacia abajo y vio sus piernas desnudas, y su vestido arremangado alrededor de las caderas. Qué diferentes eran. Mientras este hombre pecaba descuidadamente, ella golpeaba al pecado con los puños desnudos, llevándolo de vuelta a la alcantarilla donde pertenecía.
De hecho, se podía imaginar las exclamaciones de perverso regocijo de sus estudiantes, si pudiesen verla ahora. Emma Boscastle en la cama con un apuesto aristócrata, abandonando alegremente los principios que representaban no solo a la academia; aquellos por los que había hecho sacrificios.
– Estoy a tu merced, madame -dijo él, inesperadamente, en el silencio que se alargaba.
Ella miró ese hermoso rostro, con cínica resolución. -¿A mi merced? -preguntó lentamente.
– Creo que he perdido el sentido -susurró con voz penitente.
– Bueno, no lo encontrarás bajo mi vestido.
Él rió y deslizó sus largos brazos alrededor de su cintura. -Emma, oh Emma, me estoy muriendo de deseo por ti. ¿Por qué tienes que ser una Boscastle?
– Me he hecho esa misma pregunta muchas veces.
Él deslizó la mano desde su vientre al cuello y le desabotonó el vestido. Sus suaves pechos blancos se hincharon y sus pezones rosados asomaron por la seda.
– Muy bonito -musitó él-. ¿Y qué tal por abajo? ¿Todo delicioso y tierno también?
Ella tragó saliva con dificultad mientras su mano bajaba al hueco entre sus muslos. -Oh, Emma -dijo cerrando los ojos brevemente-. Estás tan mojada, querida. Déjame darte placer.
– ¿Darme…? -Un rubor de vergüenza enrojeció su piel. El centro de su feminidad se suavizó, abriéndose húmedo tras su invitación. Ella no hizo ningún movimiento para pararlo.
– Lo necesitas. -Sus nudillos con cicatrices se desplazaron de su monte de Venus hasta sus hinchados pliegues. Sus músculos internos se derritieron, esperando su toque-. ¿O no? -murmuró él.
Emma cerró los ojos con la tentación ardiendo en el interior de su vientre.
Él dobló la cabeza y lamió tiernamente las cimas de sus pechos. Su cara ardía, y ese calor se desparramó hasta llegar al fuego del interior de su vientre.
– No puedo… -su voz se quebró.
– Tranquila. Yo me ocuparé de todo. -Su pulgar se movió una y otra vez por los sensibles pezones hasta que el dolorido placer la hizo temblar. Él se acercó aún más. Su erección latía a través del grueso género de sus pantalones y de la bata que cubría su vientre desnudo.
– ¿Por qué permito esto? -preguntó con un gemido impotente.
Un largo dedo calloso presionó en su pulsante hendidura. -Porque tu cuerpo lo pide. Querida Emma, ¿Soy bienvenido?
Él la besó mientras ella luchaba por responder. Enredó su pulgar en el suave mechón de vello que coronaba su hendidura. Lentamente insertó dos dedos más entre sus pliegues, flexionándolos y estirándolos en su interior. Ella dio un grito ahogado, suspirando de placer. Él retiró la mano y la subió a su hombro. Su esencia perlada brillaba en sus nudillos. Ella escuchó aprobación en el profundo gruñido que salió de su garganta.
Él le besó la frente. -Dime -dijo, ásperamente-. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que un hombre entró en tu cuerpo? ¿Desde qué te tocaste?
A ella se le abrieron los ojos de par en par. -Tú, hombre impertinente.
Él sonrió de oreja a oreja, el hoyuelo de su barbilla pareció profundizarse. -Nos encargaremos de mi impertinencia más tarde, ¿Vale? Por ahora tenemos que cuidarte a ti.
Ella se retorció. Él puso la otra mano sobre su vientre, aprisionándola. Sus ojos quedaron cara a cara, mientras delicadamente pellizcaba su escondido capullo entre los dedos, hasta que se tensó y sus caderas se elevaron. Su mirada se oscureció, mientras forzaba tres dedos dentro de su dolorido pasaje. Ella se sentía expuesta, vulnerable, preparada.
Ella movió la cabeza. ¿Negando? ¿Con deleite? ¿Ambos? Él la besó otra vez, su lengua tomando su boca, absorbiendo sus suaves gemidos. Su duro muslo presionó su costado. Ella puso una mano en su poderoso antebrazo. Él se levantó levemente, con los músculos de los hombros tensados con fuerza. Él era sexy y hermoso, y tan sin principios, como un dios de la antigüedad.
En un momento lo pondría en su lugar.
Pero ahora, ah, ahora. Observó su maravilloso rostro. El calor de sus ojos mandó una corriente de consciencia sexual consciente por su columna. Tan desinhibido, tan masculino.
Emma oyó el estruendo de las ruedas de un coche en alguna parte del exterior y cascos de caballos sobre los adoquines. Levantó la mano a su cuello tostado por el sol. Sintió cómo sus músculos se contraían con su vacilante tacto y su respiración se hacía más profunda. Su pene se engrosó apretado contra el muslo de ella, dibujando su cuerpo.