– Tengo algo que decirles -miró sus cabezas gachas-. Más tarde. Ahora deben felicitar a la pareja de recién casados, y esperaría que tuviesen el objetivo de alcanzar un estado similar para ustedes mismas.
– Pero él es hijo de un duque…
– Silencio. Tiene mala reputación, y… -Emma se interrumpió consternada.
Las muchachas eran sólo muchachas, y se temía que sólo agudizaría su curiosidad femenina si añadía detalles de la aventurera historia del hombre.
En su opinión la mayoría de las jóvenes albergaba una secreta atracción por los caballeros prohibidos. No es que Emma hubiera tenido ese problema en el pasado. Como hermana de cinco Boscastle, había podido observar a demasiados hombres perversos para albergar ilusiones románticas acerca de casarse con uno de ellos.
– Sólo son tres -dijo de pronto-. Una no está. ¿Dónde está la señorita Butterfield?
– Comió demasiado syllabub [2] de limón, Lady Lyons. Corrió escaleras arriba y dijo que iba a vomitar.
– ¿En una boda?
– Asqueroso, ¿No es cierto?
Emma hizo una mueca. -Le daré unos minutos para recuperarse. Y después nos marcharemos todas tranquilamente -echó una mirada furtiva por la habitación, buscando a Sir William. Parecía un caballero decente, poco apuesto, pero maduro y hombre de principios. Seguramente no se habría marchado sin despedirse adecuadamente. Pero tal vez lo había intentado y ella había estado demasiado distraída para notarlo…
Distraída.
Levantó la vista vacilantemente a los ojos entrecerrados del hombre quieto frente a la elegantemente arreglada mesa. Normalmente ella no fijaría su mirada en un hombre lo bastante como para poder evaluarle. Pero que rostro tan notable tenía. Con experta mirada, abarcó su bien cortado abrigo de seda gris y sus pantalones negros, que moldeaban un par de largas y musculosas… parpadeó con decepción.
¿Este hombre llevaba botas de montar en una boda? ¿Y acababa de apoyar la palma de la mano sobre la mesa, al lado del plato de salchichas condimentadas? Eso no debía hacerse nunca.
Chasqueó la lengua, dándole la espalda antes de que él pudiera llamar su atención. Demasiado tarde.
– Solicito su perdón -dijo por encima de su hombro. Tenía que admitir que tenía una voz profunda y hermosa-. Si usted me acaba de decir algo, no pude entenderlo.
Mucho ruido y pocas nueces.
Una década no había cambiado los tristes rituales de la Sociedad inglesa.
Después de haber escapado a la voracidad de las debutantes que Heath ya le había advertido que podrían asistir a la boda, Adrian se había acercado a la mesa y a la mujer de aspecto elegante que estaba al otro lado. La hermana menor de Heath, pensó.
Un refugio seguro en un mar de pretensiones. Los Boscastle habían cometido demasiados pecados propios para juzgarle. Adrian se sentía libre entre ellos para decir lo que pensaba en voz alta, y para ser él mismo. Se burlaban de las pretensiones, y siempre bromeaban, tomándose el pelo unos a otros. Un hombre podía respirar cerca de los Boscastle.
Cuando la tímida joven no le devolvió la sonrisa, se puso las manos a la espalda y simuló examinar el pastel de bodas. Su mirada se iluminó ante la fila de violetas de azúcar que adornaban el último piso de la tarta.
– Confites -dijo-. No he tenido un confite desde los cinco años. Mi madre solía esconderlos para mí en Navidad. Después, fingía que la cocinera los había olvidado de nuevo y la mandaba de vuelta a la cocina por más.
Miró a su alrededor. Luego acercó una mano para coger uno de la tarta. Una fina mano, cubierta con un guante blanco abotonado hasta el codo, descendió sobre su muñeca como una guillotina.
Él sonrió juguetonamente. -Lo siento. No sabía que tuviera su nombre en ellos.
Ella se acercó a la mesa para encararse a él. No es que hubiera gran cantidad de ella para ver, pero lo que Adrian observó parecía más que atractivo.
Pechos firmes como un par de manzanas, cintura estrecha, y el resto parecía prometedor, o lo que él podía ver con su vestido verde grisáceo con cintas plisadas y altos volantes en el cuello, en las muñecas, y en el dobladillo. Ella debería tener alas, pensó. Un hada de jardín con veloces manos.
– No tienen el nombre de nadie -dijo en voz baja-. Son para decorar.
– ¿Decorar? -preguntó divertido.
– Son pequeños toques -murmuró-. Detalles.
– ¿Sí? -dijo, mirándola subrepticiamente otra vez.
– No espero que usted lo entienda -dijo suavemente, como si los confites fueran algún código críptico que sólo unos pocos pudieran descifrar.
Él cruzó los brazos sobre el pecho. -Yo no quiero entender esas condenadas cosas, sólo comerlas.
– Esta es una boda -le recordó, abriendo los labios con asombro.
– Sé que lo es -dijo en un susurro burlón-. Lo supuse en el instante en que vi a la novia y al novio. Y ahora sé que los confites son suyos. Por cierto, realmente no iba a coger ninguno.
– Entonces, ¿por qué…? Oh, no importa.
– Muchachos -agregó él, adivinando lo que pensaba-. Todos somos iguales.
Bajó la mano obedientemente, notando que los labios de ella se contraían en lo que podría haber pasado por otra sonrisa. Ella parecía una Boscastle, con sus irresistibles ojos azules, pero la mayoría de sus hermanos tenía el pelo negro brillante, y el suyo era de un sutil dorado peinado en ocho sobre la delicada nuca. Su piel parecía tan blanca, tan tentadora como la gruesa capa de glaseado del pastel de bodas.
Se preguntó de repente cómo se vería ella desnuda con solo ese pelo dorado suelto alrededor de su pecho y espalda. Un ángel, quizás, que incitaba sentimientos terrenales en este hombre mortal.
Se aclaró la garganta con un poco de culpabilidad. -Sé a lo que se refiere acerca de los detalles de ciertas ceremonias de boda. He estado en reinos de la selva donde se regalan cabezas humanas como parte de la dote de la novia.
Ella lo miró con disgusto. -Eso no es para nada lo que quería decir.
Él suspiró con buen humor. -No lo creo.
Hubo una larga pausa.
Emma no reaccionó exteriormente a su burla descarada, acostumbrada desde su nacimiento a la provocación del sexo masculino. De hecho, este caballero tenía un largo camino por recorrer antes de poder perturbarla, aunque realmente no debería estar hablando con él de nada. Pero por lo menos, mientras, sus alumnas no podían hacer el tonto ante él, y él había sido invitado por sus hermanos.
– ¿No es afortunado -preguntó ella, desafiándolo-, que vivamos en una sociedad civilizada?
– Esa es una cuestión de…
Por casualidad, en ese instante la suave música de órgano de la pequeña orquesta reanudó sus calmantes sonidos. Emma no podía adivinar lo que había estado a punto de decir y llegó a la conclusión que era mejor ignorarlo. El heredero del duque cerró los ojos, cantando con una sorprendente voz agradable de tono bajo. -Señor Jesucristo…
– Este no es lugar para la blasfemia, milord -le reprendió con suavidad.
Sus ojos color avellana se abrieron con diversión perezosa. -"Señor Jesucristo, presente ahora". Es el nombre del preludio.
– ¿Preludio?
– Bach. La música. ¿No la reconoce?
– Oh, Bach -ella contuvo el aliento ante la sonrisa de placer que le dirigió. Pensó fugazmente que no parecía tan temible en persona como uno esperaría de los relatos de sus pasadas hazañas. No tenía ninguna cimitarra entre los dientes, por lo menos-. Lo siento -dijo finalmente-. No estaba prestando atención, -no a la música, de todos modos.
– No se preocupe.
Ella asintió, mirando alrededor de la habitación. Su mirada se fijó en ella. Emma notó esta secreta infracción al observar su reflejo en el espejo que colgaba detrás del candelabro dorado de la repisa de la chimenea.