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Qué vergüenza. Ella habría reconocido a Bach si no hubiera estado con la guardia baja por su observación acerca de las cabezas humanas. Su mirada se encontró con la de él en el espejo. Sus mejillas se encendieron con un calor impropio.

Él sonrió de nuevo, con una franqueza abierta que le hizo imposible poder ignorarlo. No era apropiado. La directora de una academia coqueteando con un soldado de fortuna, aunque fuera amigo de su familia. Y en una boda…, para no creerlo. Gracias a Dios, sus muchachas se habían marchado con Charlotte al pequeño salón de baile.

Si sus estudiantes esperaban sorprender a Emma en una indiscreción, confiaba en defraudarlas. Era una vizcondesa viuda sin grandes bienes, pero sí con un estable, respetado lugar en Sociedad. Aceptaba su propósito en la vida, y no sólo como la fundadora de una academia para la edificación moral de las señoritas de Londres. Como la hermana mayor de una cuadrilla de hermanos propensos al escándalo, se había ofrecido para servir como brújula moral del clan.

El hecho de que ninguno de los Boscastle de espíritu libre, se molestara en consultar la brújula y en consecuencia vagaran por la vida de cualquier manera, no se podría atribuir a una negligencia de su parte. Emma había luchado por salvar a sus hermanos. El cielo sabía que lo había hecho.

Hacía grandes esfuerzos por preservar el nombre de la familia, mientras su familia hacía todo lo posible por mancharlo. El hombre alto, imprudentemente apuesto, que seguía estudiándola en el espejo, era un ejemplo. Heredero de un ducado, no obstante parecía ser un hombre con el que una mujer apenas debiera compartir más que una inclinación de cabeza.

Y sin embargo, había un atractivo lúdico en él que la hacía desear poder divertirse y disfrutar adoptando el infame comportamiento Boscastle. Solo unos momentos de peligroso coqueteo, pensó con nostalgia. Emma se había casado a los dieciocho siendo una debutante, y debería haberse asentado en una pacífica viudez.

Eres una buena chica, Emma, la habían elogiado sus padres antes de morir. Eres nuestra jovencita responsable. Y su padre la había casado diligentemente con un responsable vizconde de Escocia, el simpático y callado Stuart, Lord Lyons, que nunca le había dado un momento de dolor hasta su muerte por envenenamiento de sangre, varios años antes.

– Si me disculpa -murmuró, acercándose a Lord Wolverton-, debo encontrar a una de mis estudiantes que se encuentra mal. Ah, y extienda la mano aquí.

Él fingió una mirada de espanto. -¿Va a golpear mis nudillos con una cuchara?

– Por mucho que probablemente lo merezca, no. Extiéndala.

Él lo hizo. Y ella dejó tres bonitos confites de mazapán en su mano enguantada. -¿Cómo hizo eso? -preguntó, sorprendido, mirando de nuevo el pastel.

Ella arqueó la ceja. -Uno aprende a ser astuto cuando se tiene una reputación que proteger.

Él sonrió repentinamente. -¿De verdad? Siempre lo hice al contrario.

– Ah.

Él se metió dos confites en la boca y le ofreció el tercero. -Abra la boca.

– No, no podría… -él deslizó el dulce entre sus labios entreabiertos, el índice demorándose en su mejilla por un momento. A Emma de pronto le resultó imposible tragar. Su boca tembló.

Él se enderezó. -Es usted Emma, ¿No es cierto? No podía recordar su nombre al principio. Mi nombre es…

Emma se mordió el labio inferior, retrocediendo. Tal vez simplemente se sentía solitario y deseaba conversación. O era tímido… no, no era tímido en absoluto. -Sé quién es usted, milord -dijo en un susurro de despedida-. Usted se ha hecho un nombre por sí mismo en Londres.

– ¿Ha oído hablar de mí, entonces?

Ella suspiró.

– No soy tan malo como todos dicen -dijo tras ella, subiendo la voz.

Ella se echó a reír, volviendo la vista hacia él. -Apuesto a que tampoco es tan bueno como debería ser.

Se escapó hacia el pasillo y se dirigió hacia la pequeña escalera que conducía al servicio de damas, con la esperanza de que a estas alturas el estómago de la señorita Butterfield pudiera sobrevivir al breve viaje de regreso a la casa en la ciudad de su hermano. Para su sorpresa, seguía sonriendo por su encuentro con Lord Wolverton. No esperaba que fuera tan cándidamente encantador.

Era preferible hacer una discreta y temprana retirada. Estaba un poco molesta porque Sir William hubiera desaparecido sin despedirse, pero tal vez había sido asaltado por algún amigo político. William era un verdadero defensor de los oprimidos y donaba gran parte de su tiempo a obras de caridad.

Asaltado.

Reconoció su voz educada, la voz que podía mover la conciencia del Parlamento, flotando desde el vano al final del pasillo. El fuerte chasquido de un golpe y la indignada protesta de una camarera le siguieron. Emma se vio dividida entre una apresurada salida y enfrentar al desvergonzado que había pretendido cortejarla.

– No voy a hacer nada incorrecto con usted, señorito bonito -insistió la joven. -Y le agradecería que mantuviera sus joyitas dentro de sus pantalones.

Emma se tragó su desagrado y se volvió con rapidez antes de que cualquiera de las partes pudiera verla. Había escuchado suficiente. Agarró la barandilla de hierro y comenzó a bajar las escaleras.

Qué amargo descubrimiento. Sir William había parecido un caballero ejemplar. Qué decepción, pensó con ironía, darse cuenta de que no era el defensor que creía, y en una boda. No podría volver a mirar nunca a su pretendiente a la cara.

– Emma -dijo él en estado de shock cuando, al parecer notó su presencia.

Ella volvió la vista sin pensar, agradecida de que sus joyas no estuvieran a la vista, aunque su estado desaliñado hablaba por sí mismo.

La sirvienta se retorció, apartándose de él, con la mirada baja.

– Ella me abordó -balbuceó él ante la mirada de desagrado que Emma le dirigió-. La descarada buscona me empujó contra la pared y me exigió que le entregara mis…

– Joyitas -dijo Emma con voz suave-. Sí, lo oí. Me gustaría no haberlo hecho.

– No es verdá, señora -murmuró la sirvienta, enderezando su torcida gorra blanca-. Solo estaba aziendo mi travajo.

– Ya lo sé -Emma miró a Sir William con repugnancia. Su atractivo rostro parecía enrojecido por la bebida y de pronto mezquino, mucho menos maduro. ¿Defender a los oprimidos le daba el derecho de aprovecharse de la clase obrera? ¿Cómo había pasado por alto las señales? Los buenos modales no siempre iban acompañados de un buen corazón.

– Márchate en silencio -dijo a la doncella-. El día no se ha arruinado todavía. Cepilla tu pelo y compórtate como si nada hubiese sucedido.

Sir William cogió el brazo de Emma. Ella retrocedió. La sirvienta dudó. Otro hombre hacía ruidos en la parte de arriba de la escalera de servicio, al final del pasillo, detrás de donde estaban.

– No se atreva a tocarme -advirtió Emma a William en voz baja.

– Podemos pretender que nunca sucedió, Emma -dijo con cuidado, agarrando su mano-. Usted y yo tenemos un futuro juntos.

– Aparte sus sucios guantes de ella -dijo la criada, colocándose lentamente al lado de Emma-. Ella es una dama.

Los ojos de Sir William se estrecharon con molestia. -Este asunto es solo un malentendido. Entré en la sala por error. Usted y yo vamos a casarnos, Emma.

– En realidad no lo haremos. -dijo indignada.

Ella quitó la mano de las suyas. Él la atrapó de nuevo y cerró los dedos sobre los de ella. -¿Lo anunciamos ahora? Sería una manera muy romántica de finalizar una boda.

– Voy a pedir ayuda -susurró la sirvienta, clavando un último alfiler en su cofia-. No se preocupe por esta pequeña comadreja.

CAPÍTULO 02

Adrian llegó al final de las escaleras y se detuvo. Después del claro y conciso comentario de Emma Boscastle sobre su reputación y su posterior desaparición antes de que pudiera defenderse, no tenía ganas de quedarse solo en la mesa como un lacayo. Decidió que se había portado mal y debería disculparse, aunque probablemente terminara burlándose de ella otra vez. Además, no había mucho que defender de su reputación.