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– Yo también te quiero, Miranda. Y no te preocupes por la tonta de Fiona. Cuando seamos mayores, te puedes casar con Winston y así seremos hermanas de verdad.

Miranda miró hacia el otro lado del salón y observó a Winston con recelo. Estaba tirando del pelo a una niña.

– No sé -dijo, dubitativa-. No estoy segura de que quiera casarme con Winston.

– Bobadas. Sería perfecto. Además, mira, acaba de manchar el vestido de Fiona de ponche.

Miranda se rió.

– Ven -dijo, tomándola de la mano-. Quiero abrir los regalos. Prometo que gritaré con más fuerza cuando llegue al tuyo.

Las dos volvieron al salón y Olivia y Winston abrieron sus regalos. Por suerte (en la opinión de lady Rudland), terminaron a las cuatro en punto, la hora en que se suponía que los niños tenían que volver a casa. A ninguno fue a recogerlo un criado; una invitación a Haverbreaks se consideraba un honor y ningún padre quiso perderse la oportunidad de codearse con los condes. Ninguno, excepto los de Miranda, claro. A las cinco todavía estaba en el salón, repasando el botín del cumpleaños con Olivia.

– No me imagino qué les ha podido pasar a tus padres, Miranda -dijo lady Rudland.

– Yo sí -respondió Miranda, alegre-. Mamá ha ido a Escocia a visitar a su madre y estoy segura de que papá se ha olvidado de mí. Suele hacerlo cuando está trabajando en un manuscrito. Traduce del griego.

– Lo sé. -Lady Rudland sonrió.

– Del griego antiguo.

– Lo sé -suspiró lady Rudland. No era la primera vez que sir Rupert Cheever perdía a su hija-. Bueno, pues tendrás que ir a casa de alguna manera.

– Yo iré con ella -sugirió Olivia.

– Winston y tú tenéis que guardar los regalos y escribir notas de agradecimiento. Si no lo hacéis esta noche, no recordaréis quién os ha regalado qué.

– Pero no puedes enviar a casa a Miranda con un criado. No tendrá con quien hablar.

– Puedo hablar con el criado -dijo Miranda-. Siempre hablo con los de casa.

– Con los nuestros no -susurró Olivia-. Son muy ceremoniosos y callados, y siempre me miran con desaprobación.

– La mayoría de las veces mereces que te miren con desaprobación -intervino lady Rudland, acariciando la cabeza de su hija-. Tengo una sorpresa para ti, Miranda. ¿Por qué no le pedimos a Nigel que te acompañe a casa?

– ¡Nigel! -exclamó Olivia-. Miranda, qué suerte.

Miranda arqueó las cejas. Nunca había conocido al hermano mayor de Olivia.

– De acuerdo -respondió, despacio-. Será un placer conocerlo por fin. Olivia, hablas de él a menudo.

Lady Rudland envió a una doncella a buscarlo.

– ¿No lo conoces, Miranda? Qué extraño. Bueno, él sólo acostumbra a venir a casa por Navidad y tú siempre te vas a Escocia en esas fechas. Tuve que amenazarlo con cortarlo a trocitos si no venía a la fiesta de los gemelos. De hecho, no quería asistir a la fiesta por miedo a que alguna de las madres intentara comprometerlo con una niña de diez años.

– Nigel tiene diecinueve años y es un soltero muy codiciado -le explicó Olivia, con voz muy casual-. Es vizconde. Y es muy guapo. Se parece a mí.

– ¡Olivia! -la reprobó lady Rudland.

– Bueno, es verdad, mamá. Si fuera niño, sería muy guapo.

– Eres bastante guapa siendo niña, Livvy -dijo Miranda, con lealtad, mientras observaba el pelo rubio de su amiga con un poco de envidia.

– Tú también. Toma, escoge una de las cintas de Fiona, la vaca. No las necesito todas.

Miranda sonrió ante aquella mentira. Olivia era muy buena amiga. Miró las cintas y, con maldad, escogió la de satén violeta.

– Gracias, Livvy. Me la pondré para la clase del lunes.

– ¿Me has llamado, madre?

Cuando oyó el sonido de aquella voz grave, Miranda se volvió hacia la puerta y casi se queda sin aliento. Frente a ella estaba la criatura más espléndida que había visto jamás. Olivia había dicho que tenía diecinueve años, pero Miranda lo reconoció como el hombre que ya era. Tenía una espalda maravillosamente ancha y el resto del cuerpo era esbelto y firme. Tenía el pelo más oscuro que Olivia, pero con los mismos destellos dorados, prueba de las horas que se había pasado al sol. Sin embargo, Miranda enseguida decidió que la mejor parte de él eran sus ojos: de un azul claro y brillante, como los de Olivia. Y tenían el mismo brillo pícaro.

Miranda sonrió. Su madre siempre decía que se conoce a una persona por los ojos y el hermano de Olivia tenía unos ojos muy bonitos.

– Nigel, ¿serías tan amable de acompañar a Miranda a casa? -preguntó lady Rudland-. Parece que su padre se ha demorado.

Miranda se preguntó por qué Nigel frunció el ceño cuando su madre pronunció su nombre.

– Por supuesto, madre. Olivia, ¿te lo has pasado bien en la fiesta?

– Muchísimo.

– ¿Dónde está Winston?

Olivia se encogió de hombros.

– Fuera, jugando con el sable que le ha regalado Billy Evans.

– De juguete, espero.

– Que Dios nos ayude si es de verdad -añadió lady Rudland-. De acuerdo, Miranda, vamos a llevarte a casa. Creo que tu capa está en la otra habitación. -Desapareció por la puerta y, unos segundos después, apareció con el práctico abrigo marrón de Miranda.

– ¿Nos vamos, Miranda? -Aquella criatura celestial le ofreció la mano.

Miranda se encogió de hombros y le dio la mano. ¡Era el paraíso!

– ¡Hasta el lunes! -exclamó Olivia-. Y no te preocupes por lo que ha dicho Fiona. Sólo es una vaca estúpida.

– ¡Olivia!

– Bueno, mamá, lo es. No quiero que vuelva a casa.

Miranda sonrió mientras permitía que el hermano de Olivia la acompañara por el pasillo y las voces de Olivia y lady Rudland se iban alejando.

– Muchas gracias por acompañarme a casa, Nigel -dijo.

Él volvió a fruncir el ceño.

– Eh… Lo siento -añadió ella enseguida-. Debería llamarlo milord, ¿verdad? Es que como Olivia y Winston siempre se refieren a usted por su nombre, yo… -Desvió la mirada hacia el suelo. Apenas había pasado dos minutos en su espléndida compañía y ya había metido la pata.

Él se detuvo y se agachó para poder mirarla a la cara.

– No te preocupes por el milord, Miranda. Voy a explicarte un secreto.

Miranda abrió los ojos y se olvidó de respirar.

– Detesto mi nombre.

– Eso no es ningún secreto, Ni…, quiero decir milord, bueno como quieras que te llame. Frunces el ceño cada vez que tu madre lo pronuncia.

Él le sonrió. El corazón le había dado una especie de vuelco cuando había visto a esa niña de expresión seria jugando con su indomable hermana. Era una pequeña criatura muy graciosa, pero había algo precioso en sus enormes y conmovedores ojos marrones.

– ¿Y cómo quieres que te llame? -le preguntó Miranda.

Nigel sonrió ante la pregunta directa.

– Turner.

Por un momento, creyó que no le iba a contestar. Ella se quedó inmóvil, excepto por algún parpadeo ocasional. Y entonces, como si hubiera alcanzado una conclusión, dijo:

– Es un nombre bonito. Un poco extraño, pero me gusta.

– Mucho mejor que Nigel, ¿no crees?

Miranda asintió.

– ¿Lo elegiste tú? A menudo he pensado que todos deberíamos poder escoger nuestros nombres. Y creo que la gran mayoría elegiría uno distinto al suyo.

– ¿Cuál elegirías tú?

– No estoy segura, pero Miranda no. Algo más sencillo, creo. La gente espera algo diferente de una Miranda y casi siempre quedan decepcionados cuando me conocen.

– Bobadas -dijo Turner, enseguida-. Eres una Miranda perfecta.

Ella sonrió.

– Gracias, Turner. ¿Puedo llamarte así?

– Por supuesto. Y no lo escogí yo. Sólo es un título de cortesía. Vizconde Turner. Lo he utilizado en lugar de Nigel desde que iba a Eton.

– Pues creo que te sienta bien.

– Gracias -respondió él, de corazón, absolutamente fascinado por aquella niña tan madura-. Y ahora dame la mano y te llevaré a casa.